Convertida en él, sobrevoló Abri en actitud protectora, dispersó a sus enemigos y acabó con aquellos lo bastante osados como para plantar batalla. Se vio a sí misma junto a Xar y a Haplo —criaturas pequeñas e insignificantes— y experimentó el temor de Alfred por sus amigos, su decisión de ayudarlos...
Y entonces una sombra vista por el rabillo del ojo... un viraje desesperado en el aire... demasiado tarde. Algo la golpeó en el flanco y la hizo rodar sin control. Caía girando en espiral. A punto de estrellarse, batió las alas frenéticamente hasta remontar el vuelo. Por fin, alcanzó a ver a su enemigo, un dragón rojo.
Con los espolones de las patas extendidos, el dragón se abatió desde lo alto en dirección a ella...
Imágenes confusas de una caída vertiginosa hasta estrellarse contra el suelo. Marit se estremeció de dolor y se mordió el labio para reprimir un grito. Parte de ella era Alfred y otra parte fluía en el interior del sartán, pero quedaba un resto de ella que aún seguía en la caverna del dragón, muy consciente del peligro extremo.
Y vio a Hugh, tenso y alerta, vuelto hacia la oscuridad del fondo de la cueva con las facciones rígidas. El mensch la miró, hizo un gesto y movió los labios silenciosamente. Marit no podía oír lo que decía, pero no lo necesitaba.
El dragón se acercaba.
—¡Alfred! —Suplicó Marit, sujetando al sartán por las muñecas con más fuerza—. ¡Alfred, despierta!
El sartán se agitó y gruñó. Le temblaron los párpados, y sus manos se agarraron a Marit. Se agarraron a ella con fuerza.
Unas imágenes horribles golpearon a Marit: una cola bulbosa que infligía un dolor entumecedor, paralizante; una oscuridad turbulenta y calurosa; un despertar a la tortura y la agonía. Marit no pudo contener por más tiempo los gritos.
Y el dragón se presentó en la caverna.
EL LABERINTO
El dragón había permanecido oculto en las sombras de la salida trasera de la caverna desde el primer momento, observando a los dos presuntos rescatadores a la espera del momento preciso en que estuvieran más débiles y fueran más vulnerables para lanzar su ataque. Cuando los había oído por primera vez, en el bosque, había dado por hecho que venían en busca de su amigo. Debería haberlos atacado allí mismo, pues sabía por experiencia que pocos patryn intentarían un rescate tan desesperado, pero a decir verdad no se había sentido con ánimos de pelea y por eso, con pesar, se contentó con un solo juguete.
Sin embargo, para complacencia del dragón, la pareja había decidido seguirlo. No era frecuente que los patryn se mostraran tan estúpidos, pero el dragón percibió algo raro en aquellos dos. Uno de ellos tenía un olor extraño, distinto de todo lo que el dragón había encontrado hasta entonces en el Laberinto. Al otro, lo reconoció de inmediato: era una patryn y estaba desesperada. Y los desesperados solían ser descuidados.
Cuando estuvo de vuelta en su cubil, el dragón se dedicó a torturar la Cosa que había capturado, la Cosa que había sido un dragón y luego había vuelto a transformarse en hombre; la Cosa que poseía una magia poderosa. No era un patryn, pero era como un patryn. El dragón se sentía intrigado por su presa, pero no lo suficiente como para perder el tiempo en investigaciones. Aquella Cosa no había resultado tan divertida como el dragón esperaba. Se había dado por vencido demasiado pronto y, en realidad, parecía al borde de la muerte.
Aburrido de torturar a su maltrecha víctima y algo debilitado por sus heridas, el dragón se había retirado al fondo de la caverna para curar sus lesiones y aguardar allí otras presas que le proporcionaran más entretenimiento.
Las dos que se presentaron eran mejores de lo que la bestia esperaba. La hembra patryn había empezado a curar a la Cosa, lo cual le pareció estupendo al dragón. Aquello le ahorraba tiempo y esfuerzo, al tiempo que le proporcionaba una víctima más fuerte, que ahora tal vez sobreviviese hasta la noche siguiente. En cuanto a la patryn, era fuerte y desafiante. Duraría bastante. Respecto al macho, el dragón no estaba muy seguro de cómo tomarlo. Este era el que olía raro y carecía por completo de facultades mágicas. Recordaba más a un animal; un ciervo, por ejemplo. No era gran cosa como diversión, pero tenía buen tamaño y buenas carnes. El dragón no tendría necesidad de salir a buscar comida.
El dragón esperó hasta que vio la magia rúnica de la patryn consumida por el proceso curativo. Entonces, se puso en acción.
La bestia asomó lentamente de entre la oscuridad de la caverna. A Hugh, el túnel del fondo le había parecido muy amplio, pero resultaba angosto para el dragón, que tenía que bajar la cabeza para no darse contra el techo. Hugh le plantó cara, pensando que el dragón aguardaría a tener libre todo el cuerpo, incluida la cola y el aguijón, para atacarlo. La daga sartán se estremecía en el puño de Hugh.
El mensch la blandió en alto con gesto de desafío y la instó a cambiar de forma para combatir al dragón.
Si hubiera podido, Hugh habría jurado que el arma parecía incómoda, dubitativa. Hugh deseó saber más cosas de la Hoja Maldita y, frenéticamente, intentó recordar todo lo que Haplo o Alfred habían comentado en relación con ella. Lo único que le vino a la cabeza en aquel momento fue que la Hoja Maldita era creación de los sartán y que, por lo que había deducido, el Laberinto y las criaturas que en él existían —incluido aquel dragón— también habían sido creados por el pueblo de Alfred.
Como había intuido
la Mano
, el arma estaba confusa. Reconocía la misma magia de la que ella estaba dotada, pero también advertía la amenaza. Si el dragón hubiera tenido paciencia, o si se hubiera lanzado sobre Marit, la daga sartán no habría cambiado de forma. Pero la bestia estaba hambrienta. Quería capturar a Hugh y devorarlo; después, con el estómago lleno, podría ir tras la otra presa, más difícil. La mayor parte del cuerpo del dragón seguía en el conducto del fondo de la caverna, lo cual le impedía utilizar la cola en el ataque, de momento. Pero la bestia no creía necesitar tal recurso. Con gesto casi perezoso, lanzó un zarpazo contra Hugh con la intención de ensartarlo y devorarlo mientras la carne estaba aún caliente.
El movimiento cogió por sorpresa a
la Mano
. Se echó hacia atrás en un intento de esquivar el golpe, pero la garra gigantesca le cruzó el vientre, rasgó la coraza de cuero como si fuera la más fina seda y cortó piel y músculos.
Ante el ataque, el arma sartán respondió con presteza y se soltó del puño de Hugh.
Una cola enorme y serpenteante apartó de un golpe al mensch, que rodó por el suelo de la caverna hasta tropezar contra Marit y Alfred. Los dos tenían un aspecto terrible; en aquel momento, Marit estaba casi tan mal como Alfred. Los dos parecían aturdidos, apenas conscientes.
La Mano
se reincorporó rápidamente, dispuesto a defenderse y a proteger a sus desamparados acompañantes. Y entonces se detuvo y se quedó inmóvil, con los ojos como platos.
En la caverna había dos dragones.
El segundo —en realidad, la Hoja Maldita— era una criatura espléndida. Largo y esbelto, este dragón carecía de alas y sus escamas resplandecían como mil y un pequeños soles brillantes en un cielo verdeazulado. Antes de que el dragón del Laberinto tuviera tiempo de asimilar del todo lo que estaba sucediendo, el recién aparecido se lanzó sobre su presa. La cabeza del dragón verdeazulado avanzó como una centella, con las mandíbulas abiertas, y se cerró en torno al cuello de la bestia del Laberinto.
Entre chillidos de dolor y de furia, el dragón rojo se desasió de las fauces de su agresor, a costa de dejar un pedazo de carne sanguinolenta en la boca de éste. La bestia sacó el resto del cuerpo de su angosto reducto con una fuerza tremenda, que echó atrás al atacante. La cola bulbosa lanzó su ataque y el aguijón pico al dragón verdeazulado una y otra vez.
Hugh había visto suficiente. Los dragones luchaban entre ellos, pero él y sus amigos estaban en peligro de ser aplastados por los cuerpos que luchaban y se revolvían. Tenían que salir de allí.
—¡Marit!
Sacudió a la patryn, que aún seguía agarrada con fuerza a las muñecas de Alfred. Marit tenía el rostro ceniciento y ojeroso, pero por fin estaba consciente y contemplaba con asombro a los dos dragones. Alfred también había despertado, pero era evidente que no tenía idea de dónde se encontraba, de quién estaba con él o de qué sucedía a su alrededor. Se limitaba a mirar con perplejidad y confusión.
—¡Marit, tenemos que salir de aquí! —gritó Hugh.
—¿Y ese otro dragón, de dónde ha...? —empezó a preguntar la patryn.
—Es la Hoja Maldita —respondió Hugh brevemente y, mientras se inclinaba hacia Alfred, indicó a Marit—: ¡Cógelo por el otro brazo!
No era preciso que lo dijera. La patryn ya lo tenía asido. Entre los dos, incorporaron a Alfred y —medio a rastras, medio en volandas— lo condujeron hacia la boca de la caverna.
La marcha era difícil, pues el camino estaba obstruido por los dos cuerpos reptilianos, enzarzados en su lucha. Los afilados espolones abrían surcos en el suelo de tierra. Las enormes cabezas golpeaban el techo de la cueva y provocaban una lluvia de fragmentos de roca y polvo. Los ataques mágicos estallaban y llameaban a su alrededor.
Medio cegados, sofocados, con el riesgo de morir aplastados o de ser alcanzados por una tormenta de fuego mágico, los tres ganaron la entrada de la caverna tambaleándose. Una vez en el exterior, apresuraron el paso por el estrecho sendero y continuaron la marcha hasta que Alfred se derrumbó. Detrás de ellos, los dragones rugían de dolor y de cólera.
Hugh y Marit hicieron una pausa, jadeantes.
—¡Estás herido! —Marit puso cara de preocupación ante el aspecto de la herida que cruzaba el vientre de Hugh.
—Curará —respondió
la Mano
con aire sombrío—. ¿Verdad que sí, Alfred? Yo lo llevaré, Marit.
Hugh se dispuso a cargar con Alfred, pero el sartán lo apartó de un empujón.
—Puedo solo —dijo, esforzándose por reincorporarse. Un rugido de furia feroz lo hizo vacilar y volvió la cabeza hacia la caverna.
—¿Qué...?
—No hay tiempo para explicaciones. ¡Corre! —ordenó Marit. La patryn agarró a Alfred y, a tirones, lo levantó y lo colocó delante de ella. Alfred trastabilló, consiguió recuperar el equilibrio y obedeció las enérgicas indicaciones.
Hugh, colocado en vanguardia, se volvió hacia la patryn.
—¿Hacia dónde?
—¡Hacia abajo! —Respondió Marit—. Tú quédate con Alfred. Yo vigilaré la retaguardia.
El suelo se estremeció con la ferocidad de la batalla que se libraba en el interior de la cueva. Hugh y Alfred avanzaron con rapidez por el camino, tratando de no resbalar en la roca mojada por la lluvia. Marit los siguió más despacio, con un ojo pendiente del camino y el otro atento a la caverna. En su descenso por la pendiente, perdió pie en más de una ocasión sobre el suelo poco seguro que pisaba. En otro momento, Alfred cayó rodando, con el riesgo de precipitarse hasta el pie de la montaña, hasta que un peñasco lo detuvo. Cuando terminaron el descenso, los tres estaban llenos de cortes, magulladuras y pequeñas hemorragias.
Marit ordenó una pausa.
—Quietos. ¡Escuchad!
Reinaba el silencio, un profundo silencio. La batalla había terminado.
—Me pregunto quién habrá vencido —murmuró Hugh.
—Estoy impaciente por saberlo —asintió Marit.
—Si tenemos suerte, se habrán dado muerte mutuamente —fue el comentario de Hugh—. No me importaría no ver nunca más esa condenada daga.
El silencio continuó, cargado de presagios. Marit deseó estar más lejos, mucho más lejos.
—¿Cómo estáis? —preguntó a sus acompañantes.
Hugh emitió un gruñido y señaló la herida. Ésta se había cerrado casi por completo y la única indicación de dónde se había producido era el corte en la coraza. Como explicación de aquella curación milagrosa, se abrió la camisa y dejó a la vista una única runa sartán que emitía un débil resplandor en el centro de su pecho. Al observar el signo mágico, Alfred se sonrojó y desvió la mirada.
De pronto, el suelo se estremeció con una explosión procedente de la dirección de la caverna. Los tres fugitivos se miraron, tensos y alarmados, preguntándose qué sería aquel portento.
Después, una vez más, todo quedó en silencio.
—Será mejor que continuemos —intervino Marit en voz baja.
Alfred asintió con aire aturdido y echó a andar. Sólo había dado un paso cuando tropezó con sus propios pies y fue a estrellarse de cabeza contra un árbol.
Marit suspiró y alargó la mano para asirlo por el brazo. Hugh
la Mano
, al otro lado de Alfred, se dispuso a hacer lo mismo.
—¡Hugh! —Marit señaló el cinto de cuero manchado de sangre que portaba el mensch.
Colgada del cinturón, confortablemente guardada en la vaina, estaba de nuevo la Hoja Maldita.