—Nosotros los creamos —proclamó Balthazar con voz lúgubre—. Nuestra es la responsabilidad.
El nigromante avanzó hacia Kleitus. Concentrado en la patryn, el lázaro no reparó en la proximidad de Balthazar. Éste alargó la mano, tomó a Kleitus por uno de los brazos y empezó a pronunciar la fórmula de un encantamiento.
Balthazar acababa de asirse al alma de Kleitus.
Al notar su contacto amenazador y darse cuenta de lo sucedido, Kleitus soltó a Marit. Con un alarido espantoso, se lanzó sobre Balthazar con la intención de destruir el alma del nigromante.
Fue un combate extraño y aterrador, pues a quienes lo contemplaban les parecía que los dos permanecían trabados en un abrazo que, de no ser por la expresión terriblemente contraída de sus rostros, podría haber sido amoroso.
Balthazar estaba casi tan pálido como el cadáver, pero se mantuvo firme. Un leve gemido escapó de su boca, y pareció que los ojos muertos de Kleitus iban a escapar de sus órbitas. El fantasma se hizo visible intermitentemente, entrando y saliendo del cuerpo del lázaro como un prisionero que anhelara la libertad pero sintiera temor de aventurarse en lo desconocido.
Balthazar obligó a Kleitus a hincarse de rodillas. Los gritos y maldiciones del lázaro, repetidos por el eco doliente del alma encadenada a él, producían escalofríos.
Y, entonces, la ceñuda expresión de Balthazar se relajó. Sus manos, que habían ejercido hasta aquel instante una fuerza mortífera, aflojaron levemente la presión aunque continuaron sujetando con firmeza al lázaro.
—Déjalo ir —dijo—. La tortura ha terminado.
Kleitus hizo un último intento desesperado, pero el hechizo del nigromante había fortalecido al fantasma y debilitado al cuerpo corrupto. El fantasma se liberó. El cuerpo se desmoronó, se derrumbó en la cubierta. El fantasma flotó sobre él con pesar; después, se alejó como si lo impulsara el aliento de una plegaria susurrada.
La temblorosa mano de Alfred se cerró con fuerza en torno a la empuñadura de la daga. Con voz quebrada, dio la orden mágica a la daga.
—¡Alto!
La batalla cesó bruscamente. Fuera a causa de la magia de la Hoja Maldita o del temor ante la pérdida de su líder, los lázaros interrumpieron el ataque y, en un instante, desaparecieron.
Balthazar, a punto de caer al suelo de debilidad, se volvió lentamente hacia Ramu.
—¿Todavía quieres aprender nigromancia? —le preguntó con una sonrisa forzada y amarga.
Ramu contempló los repulsivos restos del sartán que un día había sido dinasta de Abarrach. El miembro del Consejo de los Siete no respondió.
Balthazar se encogió de hombros, hincó la rodilla junto a Marit y se dispuso a hacer lo posible para ayudarla.
Alfred trató de acercarse a la patryn pero topó con Ramu, que le cerraba el paso. Antes de que el Mago de la Serpiente se diera cuenta de qué estaba pasando, Ramu agarró la Hoja Maldita y la arrancó de la mano de Alfred. El consejero examinó el arma, al principio con curiosidad y después con una mueca de reconocimiento.
—Sí —murmuró—. Recuerdo esta clase de armas.
—Unas armas odiosas —dijo Alfred, también en voz baja—. Preparadas para ayudar a los mensch a matar... A matar y a morir. Para ayudarlos a luchar por nosotros, sus protectores y defensores. A luchar por sus dioses.
Al momento, Ramu se encendió de cólera, pero no pudo negar la verdad de sus palabras ni la realidad del artefacto terrible que empuñaba en su mano. La daga se estremeció, viva entre sus dedos. En el rostro del consejero apareció una mueca. Su mano vaciló; parecía reacia a tocar el arma, pero no se atrevía a soltarla.
—Déjame cogerla —pidió Alfred.
—No, hermano. —Ramu la guardó en el cinto—. Como ha dicho Balthazar, nuestra es la responsabilidad. Puedes dejarla a mi cuidado. A buen recaudo —añadió y sostuvo la mirada de Alfred.
—Que se la quede —intervino Hugh
la Mano—
, Me alegraré mucho de librarme de esa pesadilla.
—Consejero —suplicó Alfred—, ya has visto las fuerzas terribles que puede desencadenar nuestro poder. Has visto el mal que hemos producido a otros y a nosotros mismos. No lo perpetúes...
—No sé de qué estás hablando —replicó Ramu con un bufido—. Lo que ha sucedido aquí lo provocó la propia patryn. Ella y los suyos continuarán causando el caos hasta que los detengamos definitivamente. Ahora, zarparemos hacia el Laberinto como estaba previsto. Será mejor que te prepares para la partida.
Con esto, Ramu se alejó.
Alfred exhaló un suspiro. Bien, por lo menos, cuando llegaran al Laberinto se ocuparía de que...
En todo caso, conseguiría que...
O, al menos, intentaría...
Confundido y abatido, se dispuso otra vez a acercarse a Marit.
En esta ocasión, fue el perro el que le impidió el paso.
Alfred trató de esquivar al animal, pero éste reaccionó, desplazándose a la izquierda cuando el sartán lo intentó por aquel lado, y a la derecha cuando lo hizo por el otro. Cuando se encontró irremediablemente liado con sus propios pies, Alfred hizo un alto y observó al animal con perplejidad.
—¿Qué pretendes? ¿Por qué me mantienes a distancia de Marit?
El perro soltó un sonoro ladrido.
Alfred intentó ahuyentarlo.
El animal no se dejó intimidar; de hecho, pareció que se ofendía ante la insinuación de que podía acobardarse. Con un gruñido, le enseñó los dientes.
El sartán retrocedió varios pasos, sobresaltado.
El perro, complacido, avanzó al trote.
—¡Pero...! ¡Marit me necesita! —dijo Alfred e hizo un torpe intento de sortear al can.
Con una rápida reacción, como si condujera un rebaño, el perro cortó su avance y, con ligeros mordiscos en los tobillos del sartán, obligó a éste a seguir su retroceso a lo largo de la cubierta.
Balthazar levantó la cabeza y la mirada de sus negros ojos traspasó a Alfred.
—Estará bien atendida, te lo prometo, hermano. Ve a hacer lo que debes y no temas por ella. Respecto a la gente del Laberinto, he oído lo que has dicho. Haré mis propios juicios, basados en las duras lecciones que he aprendido. Adiós, Alfred... o como quiera que te llames —añadió con una sonrisa.
—¿Adiós? Pero ¡si no voy a ninguna...! —empezó a decir Alfred.
El perro saltó, golpeó a Alfred en pleno pecho y lo arrojó por la borda al Mar de Fuego.
EL MAR DE FUEGO
ABARRACH
Unas fauces abiertas sujetaron a Alfred por el cuello de su raída casaca de terciopelo. Una dragón gigantesca —de escamas rojas y anaranjadas como el mar ardiente en el que vivía— cogió al sartán en el aire y lo transportó, encogido como una araña asustada, hasta su lomo, donde lo depositó con suavidad. Allí, los dientes del perro lo cogieron por las posaderas de los calzones, lo sostuvieron con firmeza y lo asentaron sobre las escamas.
Alfred necesitó varios momentos para recuperarse, para darse cuenta de que no iba a ser inmolado en el Mar de Fuego. En lugar de ello, se encontraba sentado en el lomo de un dragón de fuego junto a Hugh
la Mano y
el lázaro Jonathon.
—¿Qué...? —murmuró débilmente y sólo fue capaz de seguir repitiendo la palabra con aire desconcertado—. ¿Qué..., qué...?
No tuvo respuesta. Jonathon le decía algo a la dragón. Hugh
la Mano
, con un trapo sobre la nariz y la boca, ponía todo su empeño en intentar mantenerse con vida.
«Podrías ayudarlo», le recomendó Haplo.
Alfred emitió un débil «¿Qué?» final. Después, la compasión lo movió a olvidarse de sí mismo y empezó a entonar una canción con su aguda y aflautada voz, al tiempo que sus manos se agitaban y dibujaban la magia en torno a Hugh
la Mano
. El mensch tosió, experimentó una profunda náusea, efectuó una profunda inspiración... y miró a su alrededor.
—¿Quién ha dicho eso? —Hugh miró a Alfred; después, con ojos desorbitados, se volvió hacia el perro—. ¡He oído la voz de Haplo! ¡Este animal ha aprendido a hablar!
Alfred carraspeó.
—¿Cómo puede oírte? No lo entiendo... Aunque, claro —añadió tras una breve reflexión—, yo mismo no estoy seguro de cómo puedo oírte.
«El mensch está en mi reino en el mismo grado en que yo estoy en el suyo», explicó Haplo. «Por eso me oye. Lo mismo sucede con Jonathon. Yo le pedí a éste que trajera la dragón de fuego a este lugar para rescatarte de la nave, si era necesario».
—Pero... ¿porqué?
«¿Recuerdas lo que hablamos en las cavernas de Salfag? ¿Que los sartán se extenderían por los cuatro mundos, los patryn no tardarían en ir tras ellos y la lucha entre ambos volvería a empezar?»
—Sí —murmuró Alfred en voz baja, apenado.
«Eso me dio una idea. Me hizo entender lo que teníamos que hacer para frenar la amenaza de Xar y para ayudar a nuestros dos pueblos y a los mensch. Trataba de pensar en la mejor manera de hacerlo cuando, de pronto, se ha presentado Ramu y me ha quitado el asunto de las manos. Esto arregla las cosas mucho mejor de lo que yo podría haber hecho. Así, yo..».
—¡Pero... Ramu se dirige al Laberinto! —Protestó Alfred—. ¡A luchar contra tu pueblo!
«Precisamente». Haplo parecía satisfecho de sí mismo. « ¡Es exactamente donde lo quería!»
—¿Sí? —Alfred había dejado atrás el desconcierto para adentrarse en la absoluta estupefacción.
«Sí. Le he explicado el plan a Jonathon y ha accedido a acompañarnos, siempre que lleváramos con nosotros a Hugh
la Mano».
—¿Con nosotros? —Alfred tragó saliva.
«Lo siento, mi buen amigo». Haplo suavizó el tono. «Yo no quería involucrarte, pero Jonathon insistió. Y tenía razón: te necesito».
Alfred se disponía a inquirir para qué, pero se preguntó con desconsuelo si realmente quería saberlo.
La dragón de fuego surcó el mar de lava en dirección a la orilla, hacia Necrópolis. La nave de Marit, iluminada esta vez por las runas sartán, se disponía a zarpar, al igual que la embarcación sartán de Chelestra. Alfred alzó la vista cuando la dragón pasó bajo la quilla y distinguió por un instante a Ramu, que los miraba con ojos brillantes. El consejero estaba ceñudo, con una expresión pétrea, y no tardó en volverles la espalda. Probablemente, consideraba una suerte la brusca partida de Alfred. Otro ocupante de la nave, que los contemplaba desde la borda, no apartó la vista. Era Balthazar, que agitaba la mano en señal de despedida.
—Me ocuparé de Marit —gritó—. No temas por ella.
Alfred le devolvió el saludo, desconsolado, y recordó las palabras del nigromante, pronunciadas un instante antes de que el perro lo arrojara por la borda.
Ve a hacer lo que debes...
¿Es decir...?
—¿Le importaría a alguien contarme qué sucede? —preguntó mansamente—. ¿Adonde me lleváis?
«A la Séptima Puerta,» respondió Haplo.
Alfred soltó la mano con la que se asía a la dragón y estuvo a punto de caerse. Esta vez fue Hugh
la Mano
quien lo sostuvo.
—Pero...Xar...
«Es un riesgo que debemos correr», replicó Haplo.
Alfred movió la cabeza en gesto de negativa.
«Escucha, amigo mío», insistió Haplo con vehemencia. «Ésta es la oportunidad que deseabas. Mira, contempla cómo se alejan las naves, camino de la Puerta de la Muerte».
Alfred levantó la vista. Las dos naves, envueltas en runas sartán, surcaban el aire de Abarrach, impregnado de humo. Los signos mágicos emitían su brillante resplandor azulado contra el fondo de negras sombras del inmenso techo de la caverna. Bajo el mando de Ramu, ambas embarcaciones se dirigían a la Puerta de la Muerte. Y, más allá de ésta, al Nexo, al Laberinto y a los cuatro mundos.
—¡Fijaos! —Jonathon levantó su mano muerta, cerúlea, y señaló algo—. ¡Ahí! ¡Mirad lo que aparece!
«... aparece..»., gimió el eco.
Otra embarcación, ésta con la forma de una nave dragón de hierro y cubierta de runas patryn, se elevó de una bahía escondida. Alfred y los demás la vieron tomar el mismo rumbo que las naves de los sartán, envuelta en el fulgor rojizo del mar que tenía debajo y de los signos mágicos que la propulsaban.
—¡Patryn! —Exclamó Alfred con incredulidad—. ¿Adonde se dirigen?
«Persiguen a Ramu. Él los conducirá al Laberinto, donde se sumarán a la batalla».
—Es posible que Xar esté con ellos —dijo Alfred, con tono esperanzado.
«Es posible..».
Haplo no parecía muy convencido. Alfred exhaló un profundo suspiro y añadió:
—Pero esto no conduce a ninguna parte, excepto a nuevos derramamientos de sangre...
«¿Eso te parece? Piénsalo bien, amigo mío: los sartán y los patryn, reunidos por fin en un mismo lugar. Todos en el Laberinto. Y con ellos... las serpientes».
Alfred levantó la vista y parpadeó.
—¡Sartán bendito! —murmuró. Empezaba a ver. Empezaba a comprender.
«Los cuatro mundos, Ariano, Pryan, Chelestra, Abarrach... libres de ellos. Libres de nosotros. Elfos, humanos y enanos, libres de vivir y de morir, de amar y de odiar, a su entero albedrío, sin interferencias de semidioses ni del mal que nosotros creamos».
—Todo eso está muy bien —apuntó Alfred con una nueva dosis de optimismo—, pero los sartán no se quedarán en el Laberinto. Y tu gente, tampoco. No importa quién gane... ni quién pierda.
«Por eso tenemos que encontrar la Séptima Puerta», dijo Haplo. «Encontrarla... y destruirla».
Alfred se sintió perplejo. Pasmado, incluso. La enormidad de la tarea lo confundió. Resultaba demasiado irreal incluso para asustarse. Enemigos acérrimos, mortales, con un legado de odio transmitido de generación en generación, encerrados en una cárcel de su propia creación con un enemigo inmortal, producto de su odio. Sartán, patryn y serpientes, batallando por toda la eternidad sin la menor esperanza de escapar.