La Séptima Puerta (24 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

Desde su atalaya en el Yunque, Xar contempló la ciudad abandonada de Puerto Seguro, junto al mar ardiente. Vio el embarcadero, la nave de Marit y al lázaro Kleitus. El Señor del Nexo no temía ser descubierto. Estaba demasiado lejos y su silueta era una sombra negra contra unas rocas negras. El barco de hierro quedaba fuera de la vista tras el promontorio. Además, dudaba que nadie —lázaro o sartán— se molestara en vigilar su presencia. Tenían asuntos más urgentes que atender.

Todos los patryn que quedaban en Abarrach (con la única excepción de Haplo, que yacía en las mazmorras bajo la ciudadela de Necrópolis) se hallaban a bordo del barco de hierro. Esperaban la señal de su Señor para salir de la bahía y lanzarse al Mar de Fuego, dispuestos a interceptar a Alfred si éste intentaba abandonar Abarrach.

Pero los patryn también debían estar dispuestos a salvar a Alfred si algo iba mal. Era una decisión paradójica, que Xar se había visto obligado a adoptar por necesidad.

El Señor del Nexo utilizó la magia rúnica para potenciar su visión hasta obtener una imagen nítida de los muelles de Puerto Seguro y de Kleitus, concentrado en desactivar los signos mágicos creados por Marit. Incluso alcanzó a distinguir a través de una portilla de la nave a alguien —un mensch, por su aspecto; sí, el humano, el asesino al que llamaban Hugh
la Mano—
que se desplazaba de un rincón a otro de la embarcación y observaba con inquietud el trabajo del lázaro.

El mensch; otro cadáver ambulante, pensó Xar con cierta amargura. Lo irritaba que Alfred hubiera sido capaz de utilizar la nigromancia para devolver la vida al mensch mientras que él no había conseguido otra cosa que proporcionar alma a un perro.

Xar veía todo lo que sucedía, pero no podía escuchar lo que se decía en la escena. Dio gracias por ello, pues no tenía necesidad alguna de oírlo y, además, últimamente el alma de Kleitus atrapada en su cuerpo muerto empezaba a atacarle los nervios. El Señor del Nexo tenía más que suficiente con el espectáculo del cadáver, que iba y venía por el embarcadero arrastrando los pies y acompañado por el fantasma encarcelado, que no cesaba de luchar por liberarse. El alma encadenada que fluctuaba en torno al cuerpo proporcionaba al lázaro un aspecto borroso, como si Xar lo observara a través de un cristal defectuoso. El patryn se descubrió parpadeando constantemente en su intento de enfocar la difusa imagen.

Y entonces apareció otra figura en los muelles, una figura de perfil nítido y bien recortado, si bien algo cargado de hombros y con aspecto inseguro. Junto a ésta avanzaban otras dos figuras: una de ellas vestía las ropas negras de un nigromante; la otra era una mujer. Una patryn.

El Señor del Nexo entrecerró los ojos y sonrió.

—Todo dispuesto —indicó a los patryn que se hallaban a su lado. Ellos hicieron una señal al barco que esperaba al pie del promontorio.

—Creo que será mucho mejor si continúo adelante yo solo —sugirió Alfred. Al observar la mueca de desaprobación de Balthazar y el escepticismo de Marit, añadió—: Si Kleitus ve acercarse un ejército, se sentirá amenazado y atacará de inmediato. Pero si sólo me ve a mí...

—¿...se echará a reír? —apuntó Balthazar.

—Tal vez —asintió Alfred, muy serio—. Al menos, es probable que no me haga mucho caso. Eso me dará el tiempo necesario para formular el hechizo.

—¿Cuánto tardarás en hacerlo? —preguntó Marit, no muy convencida, con la mirada en el lázaro y la mano en la empuñadura de la espada.

Alfred se sonrojó, apurado.

—No lo sabes, ¿verdad?

El sartán bajó la cabeza.

Balthazar contempló a su gente, acurrucada en las sombras de los edificios. Los débiles que podían andar sostenían a los aún más débiles que no podían. Los niños, de rostros cadavéricos y enormes ojos saltones, se agarraban a sus padres o, si habían perdido a éstos, se aferraban a los que se habían hecho cargo de ellos. Al fin y al cabo, pensó Balthazar, ¿qué ayuda podía prestar su pobre gente? El nigromante exhaló un suspiro.

—Muy bien —asintió a regañadientes—. Hazlo a tu modo. Acudiremos en tu ayuda si es preciso.

—Deja, por lo menos, que yo te acompañe —propuso Marit.

Alfred movió la cabeza en un nuevo gesto de negativa y dirigió una breve mirada disimulada hacia Balthazar. Marit captó la mirada, comprendió y no añadió nada más. Ella tenía que vigilar al nigromante e impedir que intentara apoderarse de la nave, como era posible que hiciera mientras Alfred estaba ocupado con el lázaro.

—Está bien, te esperaremos aquí —dijo Marit y asintió con un gesto exagerado para indicar que había entendido.

Alfred correspondió al gesto casi con desconsuelo. Una vez logrado su propósito, lamentó profundamente haberlo conseguido. ¿Y si el hechizo no daba resultado? Kleitus intentaría matarlo y convertirlo en uno de los lázaros. Contempló al cadáver ambulante, con las marcas de su muerte violenta perfectamente visibles. También contempló al desgraciado fantasma, en su perpetua pugna por escapar, y vio las manos cerúleas, ansiosas por poner fin a la vida... a su vida. Alfred recordó el ataque de Kleitus a Marit, el veneno... La patryn no se había recuperado por completo de sus efectos, todavía. Las mejillas seguían teniendo un rubor anormal y sus ojos, un brillo excesivo. Los cortes del cuello estaban inflamados y sensibles.

Alfred se sintió acalorado y, a continuación, aterido de frío. Las palabras del hechizo se escurrieron de su mente, escaparon revoloteando como las almas-mariposa de los elfos de Ariano, y se dispersaron en mil direcciones distintas.

«Piensas demasiado, maldita sea», dijo la voz de Haplo. « ¡Sigue adelante y haz lo que tienes que hacer!»

Haz lo que tienes que hacer... Sí, se dijo Alfred. Haría lo que tenía que hacer.

Llenó los pulmones en una profunda inspiración, salió de las sombras y se encaminó al muelle.

El perro, que conocía a Alfred, trotó a su lado con aire vigilante, previendo mil y un obstáculos en el camino.

Más de tres cuartas partes de las runas que envolvían la nave estaban ya apagadas. Desde su puesto de observación en las sombras de un edificio en ruina, Marit distinguió a Hugh
la Mano
a bordo de la nave, moviéndose inquieto y atento al ser fantasmal que deambulaba en torno a ella. De pronto, la patryn se preguntó cómo reaccionaría la Hoja Maldita a la presencia de Kleitus. Éste era un sartán, o lo había sido. Lo más probable era que la Hoja luchara por el lázaro, por lo cual Marit esperó que Hugh tuviera la sensatez necesaria como para no intervenir y deseó estar a tiempo de advertir a Alfred de aquel nuevo peligro.

Pero era demasiado tarde. Su deber estaba allí. Dirigió una mirada de soslayo a Balthazar. Los ojos de éste taladraron los suyos como el florete de un esgrimista, tanteando y buscando un punto débil en su oponente.

Marit contuvo a tiempo una sonora carcajada. ¡Un punto débil! Tanto el uno como el otro estaban tan exhaustos que ninguno de los dos habría podido cortar mantequilla. ¡Vaya lucha sería aquélla! ¡Vaya combate vergonzoso! Pero lo librarían. Hasta que los dos cayeran muertos.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Irritada, las enjugó con un parpadeo.

Finalmente, empezaba a comprender a Alfred.

Kleitus procedía a desactivar la magia metódicamente. La mano cerúlea y salpicada de sangre hacía gestos enérgicos en el aire, como si desgarrara una cortina. El leve resplandor de la estructura rúnica que rodeaba la nave se desvanecía, parpadeaba, agonizaba. Kleitus —es decir, el fantasma atrapado junto al lázaro— observaba a Alfred. El cadáver ambulante del dinasta prestaba escasa atención al sartán y prefería concentrarse en la destrucción de la magia que protegía la nave.

Alfred se acercó un poco más. El perro, arrimado a su pierna, le ofrecía su apoyo y —la verdad sea dicha— empujaba al reacio sartán a continuar adelante.

Alfred sentía un miedo terrible, espantoso, superior al que había experimentado ante cualquier otra cosa, ni siquiera ante el dragón rojo del Laberinto. Miró a Kleitus y se contempló a sí mismo. Vio con horrible fascinación la sangre de las manos del color de la cera, vio el ansia de sangre en aquellos ojos muertos y, a la vez, vivos. Un ansia que bien podía convertirse en la suya. Y, durante la breve visión del fantasma encarcelado que asomaba del cuerpo putrefacto, alcanzó a advertir el sufrimiento y la tortura de un alma atrapada. Alfred vio...

Sufrimiento.

Se detuvo tan de improviso que el perro continuó unos pasos hasta darse cuenta de que el sartán no lo acompañaba. El animal se volvió y dirigió una mirada severa a Alfred, con la sospecha de que éste se disponía a dar media vuelta y huir.

Era un ser que sufría. Un ser torturado.

Había enfocado mal todo aquel asunto, se dijo. No iba a matar a aquel individuo. Le iba a conceder el descanso, el alivio.

«Sigue pensando así», se dijo mientras reanudaba el avance, esta vez un poco más decidido. «Sigue pensando eso. No pienses en que, para efectuar el hechizo, tendrás que coger las manos muertas del lázaro..».

Kleitus detuvo su labor y se volvió hacia Alfred. El fantasma asomaba y desaparecía de su mirada.

—¿Vienes a compartir la vida inmortal? —preguntó el lázaro.

«... inmortal..»., gimió el fantasma.

—Yo... no deseo la inmortalidad —consiguió emitir Alfred por una garganta ocluida por el miedo.

A bordo de la nave, se dijo, Hugh
la Mano
debía de observar y de escuchar la escena. Tal vez estaría exultante. ¡Ahora lo entiendes!, debía de pensar. Sí, ahora lo entendía.

Los amoratados labios del lázaro se entreabrieron en una mueca que pretendía ser una sonrisa.

El perro emitió un gruñido desde lo más profundo de su ser.

—Quédate quieto —dijo Alfred en voz baja, con una ligera palmadita en la testuz del animal—. Ahora no puedes hacer nada por mí.

El perro lo observó con aire dubitativo pero, al escuchar una segunda orden, se tumbó dócilmente a observar y esperar.

—¡Vosotros sois responsables! —dijo Kleitus, acusador. Los ojos muertos estaban fríos y vacíos; los vivos, llenos de odio... y de súplica—. ¡Vosotros nos habéis hecho esto!

«... hecho esto..»., susurró el eco.

—Vosotros mismos tenéis la culpa de lo sucedido —replicó Alfred, apenado. Tenía que cogerse a aquella carne muerta. La contempló, y todo su ser se echó atrás con repugnancia. Vio de nuevo cómo las largas uñas de aquel ser se hundían de forma salvaje en la carne de Marit. Las notó cerrarse en torno a su propio cuello.

Alfred intentó decidirse a hacer lo que debía... y luego no tuvo otro remedio.

Kleitus saltó sobre él. Las manos del lázaro buscaron la garganta de Alfred y trataron de asfixiarlo.

En una reacción instintiva de autoprotección, Alfred agarró al lázaro por las muñecas. Pero, en lugar de intentar apartarlas de su cuello, las sujetó aún más fuerte donde las tenía y cerró los ojos para borrar la espantosa imagen del rostro contorsionado y angustiado del cadáver asesinado, tan cerca del suyo.

Alfred empezó a extender el círculo de su ser. Dejó que su alma fluyera en la de Kleitus y trató de atraer a la suya el atormentado espíritu del fantasma.

—¡No! —Susurró el lázaro—. ¡Seré yo quien me apodere de la tuya!

Con espanto y desconcierto, Alfred notó de repente unas manos brutales que hurgaban en su interior. Kleitus había apresado su alma y trataba de arrancarla de su cuerpo.

Alfred se echó atrás, presa del pánico, y soltó a Kleitus para defenderse. Con desesperación, comprendió que la batalla era desigual. No podía ganar porque tenía demasiado que perder. Kleitus no tenía nada, ni temía nada.

Oyó unos gritos a su espalda y advirtió vagamente que el perro saltaba y lanzaba dentelladas, vio a Marit tratar de arrancar a Kleitus de su víctima, a Balthazar invocando frenéticamente su débil magia...

Pero ninguno de ellos podía salvar a Alfred. La lucha había tenido lugar en un plano inmortal. Los demás eran meros insectos que zumbaban a lo lejos, muy distantes. Las manos muertas del lázaro desgarraban el ser de Alfred con la misma firmeza con la que abrían su carne.

Alfred se debatió, resistió... y supo que estaba perdiendo.

Y, entonces, una poderosa explosión de magia rúnica lo cegó. El fogonazo, como una estrella, estalló entre él y su enemigo. Kleitus retrocedió con su boca muerta abierta en un grito. Las manos del lázaro soltaron el alma de Alfred, y éste cayó pesadamente al embarcadero entre una lluvia de runas centelleantes.

Tendido de espaldas, levantó la vista con el corazón acelerado y la boca abierta y descubrió junto a él a un sartán vestido con una túnica blanca.

—Samah... —murmuró. Sus ojos, nublados, sólo captaban el perfil difuso de las facciones del individuo.

—No soy Samah. Soy su hijo, Ramu —lo corrigió el sartán con voz fría y brillante como las centellas de su magia—. Y tú eres Alfred Montbank. ¿Qué clase de ser era ese espanto?

Aturdido y agotado, Alfred se agarró con fuerza a su alma e hizo un esfuerzo por incorporarse. Temeroso, miró a su alrededor con la vista aún nublada. Kleitus no estaba por ninguna parte. Había desaparecido.

¿Destruido? No le pareció probable.

Ahuyentado, puesto en fuga. Obligado a esperar. A aguardar su oportunidad. Habría otras naves. La Puerta de la Muerte estaría abierta siempre...

Lo recorrió un escalofrío. Marit se arrodilló a su lado y le pasó el brazo alrededor. El perro, que guardaba un mal recuerdo de Ramu, se colocó junto a ellos en actitud de protección.

Otros sartán de túnicas blancas avanzaban por el embarcadero. Sobre ellos flotaba una nave enorme cuyas protectoras runas azuladas sartán resplandecían brillantemente en la mortecina penumbra rojiza de Abarrach.

—¿Quién es este sartán? ¿Qué busca aquí? —preguntó Marit, recelosa.

Ramu no apartaba la mirada de los signos mágicos que refulgían en la piel de la mujer.

—Veo que hemos llegado en buen momento. La advertencia que recibimos estaba bien fundada.

Alfred alzó la vista, perplejo.

—¿Qué advertencia? ¿Por qué os presentáis aquí? ¿Por qué habéis abandonado Chelestra?

—Recibimos el aviso de que los patryn habían escapado de su prisión, que habían lanzado un asalto contra la Última Puerta. —Ramu hablaba con tono frío y severo—. Nos dirigimos al Laberinto. Nos proponemos devolver a los prisioneros a su encierro y mantenerlos allí. Cerraremos la Última Puerta. Nos aseguraremos, de una vez por todas, de que nuestro enemigo no vuelva a escapar jamás.

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