La Séptima Puerta (28 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

¿O acaso cabía la esperanza? El sartán volvió la mirada hacia el perro y alargó la mano para darle unas tímidas palmaditas. Haplo y él habían sido, en un tiempo, enemigos acérrimos y mortales. Alfred pensó también en Marit y Balthazar, dos enemigos unidos por un sufrimiento y una pena que compartían.

Un puñado de semillas, caídas en un terreno requemado y agostado, habían echado raíces y habían encontrado sustento en el amor, la lástima y la comprensión. Si aquellas semillas podían brotar y crecer fuertes, ¿por qué no otras?

La ominosa silueta de Necrópolis estaba ya muy cerca y la dragón seguía avanzando hacia ella con rapidez. Alfred no terminaba de creer que aquello le estuviera sucediendo a él y se preguntó con más deseos que esperanzas si, en realidad, no seguiría a bordo de la nave sartán, afectado quizá por algún golpe recibido en la cabeza.

Pero la crin de la dragón de fuego, con sus escamas lustrosas de un rojo refulgente, le causaba una incómoda picazón muy real. Y a su alrededor irradiaba el calor del Mar de Fuego. A su lado, el perro temblaba de pánico (en ningún momento se había acostumbrado a montar a lomos de la dragón) y Hugh
la Mano
contemplaba aquel extraño nuevo mundo con expresión de asombro y espanto. Cerca de él se hallaba Jonathon, otro que, como Hugh, estaba muerto y no muerto. Uno había sido resucitado por amor; el otro, en un acto de odio.

Tal vez cabía la esperanza, después de todo. O tal vez...

—Destruir la Séptima Puerta podría provocar la destrucción de todo lo demás... —apuntó en voz baja, tras reflexionar unos instantes.

Haplo guardó silencio. Al cabo de un rato, dijo por fin:

«¿Y qué sucederá cuando Ramu y los sartán lleguen al Laberinto, junto con mi gente y con Xar? Las guerras que libren serán comida y bebida para la maldad de las serpientes dragón, que engordarán y se pondrán lustrosas y seguirán azuzándolos a la violencia. Puede que mi gente escape a través de la Puerta de la Muerte. Entonces, los tuyos perseguirán a los fugitivos. Los enfrentamientos se extenderán hasta abarcar los cuatro mundos. Los mensch se verán arrastrados a la lucha, como lo fueron la última vez. Nosotros los armaremos, los aprovisionaremos de artefactos como la Hoja Maldita.

»Ya ves la disyuntiva que se nos plantea, amigo mío», añadió Haplo tras una pausa para permitir a Alfred una larga reflexión sobre lo que acababa de oír. « ¿Entiendes el dilema, verdad?»

Alfred se estremeció y se llevó las manos al rostro.

—¿Y qué será de los mundos si cerramos la Puerta de la Muerte? —preguntó con voz temblorosa y las facciones muy pálidas—. Los cuatro mundos se necesitan unos a otros. Las ciudadelas necesitan la energía de la Tumpa-chumpa. Tal energía podría estabilizar el sol de Chelestra. Y, gracias a las ciudadelas, los conductos de Abarrach empiezan a transportar agua...

«Los mensch podrán arreglárselas por su cuenta, si tienen que hacerlo. ¿Qué sería mejor para ellos, amigo mío? ¿Controlar su propio destino o ser peones del nuestro?»

Alfred permaneció en un pensativo silencio, con los hombros hundidos y gesto de abatimiento. Volvió la vista atrás, por última vez, hacia las naves. Las embarcaciones de los sartán eran dos trazos luminosos que resplandecían débilmente contra la oscuridad del fondo. La nave patryn las seguía, con sus signos mágicos encendidos.

—Tienes razón, Haplo —murmuró Alfred con un profundo suspiro y, con la mirada puesta todavía en las naves, añadió—: Has dejado que Marit partiera con ellos...

«Era preciso», declaró Haplo calmosamente. «Lleva la marca de Xar y está unida a él por ese signo mágico. El Señor del Nexo conocería nuestros planes a través de ella. Además, existe otra razón».

Alfred llenó los pulmones con una inspiración entrecortada.

«En efecto, al destruir la Séptima Puerta podríamos provocar nuestra propia destrucción», continuó Haplo. «Lamento forzarte a este destino pero, como acabo de decir, te necesito, amigo mío. No podría hacer esto sin ti».

Al sartán le saltaron las lágrimas y se le nubló la vista. Durante largos minutos, un nudo en la garganta le impidió hablar. De haber tenido delante a Haplo, Alfred habría tendido la mano a su amigo patryn para estrechársela. Pero Haplo no estaba. Su cuerpo yacía inmóvil y sin vida en la gélida celda de las mazmorras. Tocar un espíritu era difícil, pero Alfred hizo cuanto pudo y, a pesar de todo, alargó la mano. El perro, con un ladrido jubiloso, se dejó acariciar y consolar. El animal se sentiría aliviado de poder saltar de la dragón.

Alfred continuó acariciando su sedoso pelaje.

—Es el mayor cumplido que podías hacerme, Haplo. Tienes razón. Debemos correr ese riesgo. —La mano que acariciaba la testuz del animal empezó a ser presa de un ligero temblor y Alfred expresó sus dudas en voz alta—: De todos modos, amigo mío, ¿has tomado en cuenta el destino al que condenaremos a nuestros pueblos? Si cerramos la Puerta de la Muerte, eliminaremos su única vía de escape. Podrían quedar encerrados para siempre en el Laberinto, librando una batalla eterna contra las serpientes y entre ellos.

«Ya he pensado en ello», fue la respuesta de Haplo. «De ellos dependería, ¿no te parece? Seguir luchando... o intentar encontrar la paz. Y recuerda que ahora, en el Laberinto, también están los dragones buenos. La Onda podría corregirse».

—O barrernos a todos —apostilló Alfred.

CAPÍTULO 23

NECRÓPOLIS

ABARRACH

La dragón de fuego los transportó lo más cerca de la ciudad de Necrópolis que le fue posible. Para ello, incluso penetró en la bahía en la que los patryn habían ocultado su nave. La dragón se mantuvo arrimada a la orilla para evitar el inmenso remolino que giraba lentamente en el centro de la ensenada. En un momento dado, Alfred volvió la mirada hacia el torbellino, hacia la roca fundida que desaparecía en una espiral perezosa, hacia el vapor que escapaba ociosamente de las fauces abiertas en su centro. Rápidamente, apartó la vista.

—Siempre he sabido que había algo extraño en ese perro —comentó Hugh
la Mano
.

Alfred respondió con una sonrisa trémula, que no tardó en desvanecerse. Había otro problema que debía resolver. Un problema cuya responsabilidad debía aceptar.

—Maese Hugh —empezó a decir, titubeante—, ¿has entendido... algo de lo que has oído?

Hugh le dirigió una mirada perspicaz y se encogió de hombros.

—No creo que importe mucho si lo entiendo o no, ¿me equivoco?

—No —reconoció Alfred con cierta confusión—. Supongo que no —añadió con un carraspeo—. Vamos..., eh..., vamos a un lugar llamado la Séptima Puerta. Allí creo que..., tengo la impresión de que... Podría equivocarme, pero...

—¿Ahí es donde voy a morir? —preguntó Hugh abiertamente.

Alfred tragó saliva y se humedeció los labios resecos. Le ardían las mejillas y no era a causa del calor del Mar de Fuego.

—Si es eso lo que deseas, realmente...

—Lo es. —La voz de Hugh era firme—. No debería estar aquí. Soy un fantasma. Suceden cosas y ya no puedo sentirlas.

—No lo entiendo —murmuró Alfred, desconcertado—. Al principio no era así. Cuando... —tragó saliva, pero estaba obligado a aceptar su responsabilidad—, cuando yo te devolví a la vida.

—Tal vez yo pueda explicarlo —se ofreció Jonathon—. Cuando Hugh volvió al reino de los vivos, dejó muy atrás el de los muertos. Se aferró a la vida, a la gente que había formado parte de su existencia. De este modo, se mantuvo muy vinculado a los vivos. Sin embargo, el mensch ha ido cortando uno a uno tales vínculos. Ha terminado por darse cuenta de que no tiene nada más que darles, ni ellos a él. Antes lo tenía todo y ahora sólo puede lamentarse de su pérdida.

«... de su pérdida..»., suspiró el eco.

—Pero había una mujer que lo amaba —protestó Alfred con voz grave—. Que todavía lo ama.

—Ese amor es apenas una pequeña fracción del amor que tuvo. El amor mortal es nuestra introducción al inmortal.

Alfred se sentía mortificado, afligido.

—No seas demasiado severo contigo mismo, hermano —le aconsejó Jonathon. El fantasma penetró en el cuerpo del lázaro, y en los ojos muertos de éste apareció un destello de vida—. Tú empleaste la nigromancia por compasión, no por codicia, por odio o por venganza. Los vivos que se han relacionado con este mensch han aprendido de él. En algunos ha despertado desesperación y temor, pero a otros les ha proporcionado esperanza.

Alfred asintió con un suspiro. Aún no lo entendía, no del todo, pero intuía que quizá podría perdonarse a sí mismo.

—Buena suerte en vuestras empresas —dijo la dragón tras depositarlos en la escarpada costa que rodeaba el Charco de Fuego—. Y, si conseguís librar al mundo de quienes lo han asolado, contad con mi gratitud.

Todos tenían las mejores intenciones, se dijo Alfred. Esto era lo más triste.

Samah tenía buenas intenciones. Todos los sartán las tenían. Ramu, indudablemente, actuaba con la mejor voluntad. Incluso Xar, a su modo, obraba quizá movido por los mejores deseos.

Sencillamente, a todos ellos les faltaba imaginación.

Aunque la dragón los había acercado todo lo posible, quedaba un largo trecho desde la bahía hasta Necrópolis, sobre todo si el camino se hacía a pie. Y, en especial, si los pies eran los de Alfred. Apenas había pisado tierra cuando ya estuvo a punto de caer en un charco burbujeante de fango hirviente. Hugh
la Mano
lo apartó del borde.

«Usa tu magia o no conseguirás llegar con vida a la Cámara de los Condenados», sugirió Haplo con ironía.

Alfred tomó en consideración la sugerencia y vaciló.

—No puedo llevaros al interior de la Cámara.

«¿Por qué no? Lo único que tienes que hacer es visualizarla en tu mente. Ya has estado allí». Haplo parecía irritado.

—Sí, pero las runas de protección nos impedirían entrar. Obstruirían la magia. Además —añadió con un suspiro—, no consigo ver la Cámara con demasiada claridad. Creo que debo haberla borrado de mi memoria. Fue una experiencia aterradora.

«Quizás en ciertos aspectos», lo corrigió Haplo, pensativo. «En otros, no».

—En eso tienes razón.

Aunque ninguno de los dos lo reconocía en aquel momento, la experiencia en la Cámara de los Condenados había acercado a los dos enemigos y les había demostrado que no eran tan diferentes como habían creído.

—Recuerdo un aspecto... —apuntó Alfred en voz baja—. Recuerdo la parte en la que entramos en las mentes y los cuerpos de quienes vivieron (y murieron) en esa Cámara, hace siglos...

... Una sensación de pesar y tristeza embargó a Alfred. Pero, aunque dolorosas, la pena y la desdicha que sentía eran preferibles, con mucho, a la ausencia de sentimientos que había experimentado antes de unirse a aquella hermandad. Antes era un pellejo vacío, una cáscara sin contenido. Los muertos, aquellas espantosas creaciones de quienes empezaban a emplear la nigromancia, tenían más vida que él. Alfred exhaló un profundo suspiro y alzó la cabeza. Una mirada en torno a la mesa le permitió descubrir sentimientos parecidos en las apacibles expresiones de los hombres y mujeres congregados en aquella cámara sagrada.

La tristeza y el pesar no estaban cargados de amargura. Ésta invade a quienes han provocado su propia tragedia como consecuencia de sus malos actos, y Alfred previo un tiempo en el que una profunda amargura se extendería a todo su pueblo, a menos que pudiera curarse de su locura.

Suspiró otra vez. Apenas momentos antes, se había sentido radiante de alegría y la paz se había extendido como un bálsamo sobre el mar de magma en ebullición de sus dudas y temores. Pero tal sensación embriagadora de exaltación no podía durar en aquel mundo. Tenía que volver a afrontar sus problemas y peligros; y, con ello, la tristeza y la pesadumbre.

Una mano surgió de pronto y asió la suya. Era una mano firme, de piel fina y sin arrugas, que le apretaba los dedos con energía; la de Alfred, en cambio, envejecida y apergaminada, apenas tenía fuerza.

—Esperanza, hermano —dijo el joven en tono apacible—. Debemos tener esperanza.

Alfred se volvió a observar al hombre sentado a su lado. El joven tenía unas facciones atractivas, firmes y resueltas, como un buen acero templado en la forja. Ni la menor sombra de duda empañaba su brillante superficie; su hoja estaba esmerilada hasta formar un filo cortante como el de una navaja. El joven le resultaba familiar a Alfred. Tenía el nombre en la punta de la lengua, pero no terminaba de salirle.

Esta vez, lo recordaba. Aquel joven había sido Haplo. Alfred sonrió.

—Recuerdo la sensación de júbilo, de descubrimiento de que no estaba solo en el universo, de que había un poder superior que me observaba, que se preocupaba por mí. Recuerdo que, por primera vez en mi vida, no tuve miedo... —Hizo una pausa y movió la cabeza—. Pero eso es todo lo que recuerdo.

«Muy bien», dijo Haplo, resignado. «No puedes conducirnos a la Cámara. ¿Adonde puedes llevarnos, entonces? ¿Cuánto puedes acercarnos?»

—¿A tu celda en las mazmorras? —sugirió Alfred en voz baja y suave. Haplo permaneció en silencio.

«Si es todo lo que puedes hacer, adelante», murmuró por último.

Alfred invocó la posibilidad de que el grupo estuviera en dicha celda, y no donde se hallaba. Y, de pronto, allí se encontraron.

—¡Que los antepasados me protejan! —murmuró Hugh
la Mano
.

Estaban en la celda. Un signo mágico, obra de Alfred, brillaba con un suave resplandor blanquecino sobre el cuerpo de Haplo. El patryn, frío y sin indicios de vida, yacía sobre el lecho de piedra.

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