—¡No lo escuches, Haplo! ¡Si peleas, estás perdido!
La serpiente esperó con complacencia, segura de haber conseguido su propósito.
Consumido de rabia y movido por la profunda necesidad de matar a aquel ser repugnante, Haplo dirigió una mirada de amargura y frustración a Alfred.
—¿Esperas que me quede quieto y me deje matar?
—¡Confía en mí, Haplo! —Le rogó Alfred—. ¡Es lo único que te he pedido siempre! ¡Confía en mí!
—¡Fiarse de un sartán! —Sang-drax soltó una risotada horrible—. ¡Confiar en tu enemigo mortal! ¡Confiar en quienes os enviaron al Laberinto, en los responsables de la muerte de tantos miles de los tuyos! ¡Tus padres, Haplo! ¿Recuerdas cómo murieron? ¿Recuerdas los gritos de tu madre? Gritó muchísimo rato, ¿verdad?, hasta que por fin la dejaron morir. Y tú lo viste. Fuiste testigo de lo que hacían con ella. ¡Este sartán..., este sartán es responsable de ello! ¡Y te suplica que confíes en él...!
Haplo cerró los ojos. Empezaba a dolerle la cabeza y notaba la sangre pegajosa en las manos. Volvía a ser aquel niño, oculto entre los arbustos, aturdido y mareado por el golpe que le había propinado su padre. Un golpe que tenía por objeto dejarlo sin sentido para que permaneciera quieto y callado mientras los padres atraían a sus atacantes lejos del pequeño. Pero sus padres no habían llegado muy lejos. Y Haplo había recuperado el conocimiento.
El propio espanto sofocó su grito de miedo, de horror. Y de odio. Odio a los que habían hecho aquello, a los responsables...
Haplo asió la espada con firmeza, esperó a que el velo rojo sangre desapareciera de sus ojos para poder ver a su presa... y estuvo a punto de soltar la espada cuando notó el rápido lametón de una lengua húmeda.
A ello siguió un gañido tranquilizador y una pata en la rodilla.
Haplo extendió la mano y acarició las orejas sedosas. El perro apoyó la cabeza en su rodilla. La mano palpó el duro hueso y la suavidad de la pelambre. Pero al patryn no le sorprendió descubrir, cuando abrió los ojos, que no había ningún perro junto a él.
Haplo dejó caer la espada.
Sang-drax soltó otra risotada y se irguió. Se disponía a golpear al indefenso Alfred, a aplastarlo. Pero, llevada de su furiosa impaciencia, la serpiente calculó mal. Se hizo demasiado grande, se alzó demasiado, y la gigantesca cabeza atravesó el techo de mármol de la Cámara de los Condenados.
Las runas grabadas en el techo chisporrotearon y se encendieron. Arcos de llamas azules y rojas traspasaron el cuerpo de la serpiente. Sang-drax aulló de dolor, se retorció y se agitó agónicamente, tratando de escapar de las descargas, pero no consiguió desencajar la cabeza del hueco abierto en el techo. Estaba atrapado. Furiosa, salvajemente, insistió en sus esfuerzos. Las grietas del techo se agrandaron y se extendieron a las paredes.
La única puerta que seguía abierta era la Puerta de la Muerte. No tenían otra vía de escape. Haplo cruzó la Cámara a la carrera en dirección a Alfred, que yacía sobre la mesa blanca, aturdido y ensangrentado.
La serpiente agitó la cola. Incluso en la agonía, estaba decidida a matarlo.
Haplo se hizo a un lado, pero no logró evitar el golpe. Lo recibió en el hombro izquierdo, que ya le dolía desde que se le había reabierto la herida de la runa del corazón. Se le escapó un gemido de dolor y se sobrepuso a la oscuridad de la inconsciencia que amenazaba con engullirlo.
Se incorporó trabajosamente. Su mano, de forma inexplicable, se había cerrado en torno a la empuñadura de la espada.
—¡Lucha! —Lo desafió la serpiente—. ¡Lucha conmigo...!
Haplo levantó la espada y la descargó contra la pared de mármol. La hoja se partió en dos. Después, alzó la empuñadura para mostrarla a la monstruosa criatura y arrojó el acero lejos de sí.
La serpiente hizo un intento desesperado por liberar la cabeza, pero la magia de la Séptima Puerta la mantuvo atrapada. Los arcos de llamas azules danzaban sobre el cuerpo cubierto de baba. Una vez más, la cola soltó su latigazo.
Haplo se lanzó a rescatar a Alfred. La cola golpeó la mesa blanca, que se estremeció. Pero la serpiente estaba en sus últimos estertores; ciega, presa de terribles dolores, era incapaz de ver a su presa. En un último intento desesperado por liberarse, arrojó todo el peso de su cuerpo contra las fuerzas mágicas que la tenían presa. El techo empezó a desmoronarse bajo el impacto. Un gran pedazo de mármol se desplomó apenas a unos palmos de donde se hallaba Alfred. Otro bloque aterrizó sobre la cola de la serpiente, que ya apenas se agitaba débilmente.
La Cámara de los Condenados empezaba a derrumbarse.
Sofocado por el polvo, Haplo consiguió llegar hasta Alfred sorteando la lluvia de cascotes. Agarró al sartán por el primer lugar que le vino a mano —la cola de la ajada levita de terciopelo— y lo ayudó a incorporarse. Un segundo después, una viga de madera cayó sobre la mesa blanca, y la partió en dos limpiamente. Alfred se movió torpemente y avanzó tambaleándose, fláccido como un muñeco maltratado.
El patryn dirigió una mirada entre el polvo y los cascotes.
—¡Jonathon! —exclamó.
Le pareció distinguir al lázaro, sentado tranquilamente junto a una de las mitades de la mesa partida, indiferente a la destrucción que estaba a punto de alcanzarlo.
_ ¡Jonathon! —vociferó.
No tuvo respuesta. Instantes después, dejó de ver al lázaro. Una enorme losa de mármol había caído entre ambos.
Alfred se derrumbó en el suelo.
Haplo enganchó con fuerza al sartán por el cuello de la levita y lo llevó a rastras a través del tumulto. Las runas tatuadas en la piel del patryn emitían su resplandor rojo y azulado, protegiéndolo de la caída de escombros, y Haplo amplió el halo de su magia para englobar en ella a Alfred. Un brillante escudo de runas, contra el cual chocaban y rebotaban los bloques de mármol, los abarcó a ambos. Sin embargo, cada vez que un fragmento golpeaba el escudo, uno de los signos mágicos se debilitaba. No tardaría en ceder alguno. Y enseguida empezaría a desmoronarse el hechizo.
Le quedaban quince, veinte pasos para alcanzar la Puerta de la Muerte.
No se dijo
para alcanzar la seguridad de la Puerta de la Muerte
, pues, por lo que él sabía, en el interior de ésta sus probabilidades eran aún más reducidas. No obstante, la muerte allí era una posibilidad; en la Cámara, era una certeza. Ya alcanzaba a ver cómo se apagaba el primer signo del escudo mágico...
Continuó arrastrando a Alfred en dirección a la abertura cuando, de pronto, el suelo que tenía delante dejó de existir.
Una grieta abismal se abría ante él, insondable. Fragmentos de mármol y astillas de madera blanca cayeron por el hueco hasta desaparecer. Al otro lado del precipicio, iluminada con un tenue resplandor, se hallaba la Puerta de la Muerte.
La grieta no era muy ancha. A solas, Haplo habría podido saltarla sin problemas, pero no podía hacerlo cargado con Alfred. A tirones, puso en pie al sartán.
A Alfred le fallaron las rodillas y se derrumbó de nuevo.
—¡Maldita sea! —Haplo sacudió al sartán y lo obligó a incorporarse otra vez.
Alfred estaba consciente, pero miraba a su alrededor con la expresión confusa de quien no acaba de saber dónde se encuentra.
—Ya empezamos otra vez —murmuró Haplo—. ¡Alfred!
Le dio unos cachetes en las mejillas. Alfred soltó un jadeo y carraspeó. Sus ojos enfocaron y contemplaron el panorama con espanto.
—¿Qué...?
Haplo no lo dejó terminar. No se atrevía a dar tiempo a Alfred para que pensara en lo que iba a tener que hacer.
—Cuando diga « ¡salta!», hazlo.
Haplo hizo dar media vuelta a Alfred y colocó al aturdido sartán en el borde mismo de la grieta que se abría en el suelo.
—¡Salta!
Sin saber muy bien lo que sucedía, entumecido de terror y de asombro, Alfred obedeció. Dio un brinco convulsivo, encogiendo las piernas como una araña electrizada, y se lanzó a través de la grieta.
Los dedos de los pies tropezaron con el borde opuesto del precipicio. Aterrizó de plano sobre el vientre y el golpe lo dejó sin aliento. Haplo echó una rápida ojeada a la oscuridad abisal; después, saltó.
Tras aterrizar sin problemas al otro lado, ayudó a levantarse a Alfred. Juntos, dejaron atrás la Cámara de los Condenados y penetraron por la abertura de la Puerta de la Muerte.
Cuando Haplo volvió la cabeza, vio hundirse definitivamente la Cámara Sagrada. Y, con la sensación vertiginosa de que se deslizaba por un sumidero, se sintió caer hacia la Puerta.
LA SÉPTIMA PUERTA
—¿Qué sucede? —exclamó Haplo, agitando las manos para asirse de alguna parte. Pero sus dedos no encontraron dónde nacerlo en el suelo inclinado y resbaladizo—. ¿Qué es esto?
Alfred también descendía deslizándose por el conducto. El pasadizo de la Puerta de la Muerte se había convertido en el brazo de un ciclón que giraba en una espiral vertiginosa, un vórtice cuyo centro era la Cámara de los Condenados, la Séptima Puerta.
—¡Sartán bendito! —Exclamó Alfred con asombro—. ¡La Séptima Puerta se derrumba y se lleva con ella el resto de la creación!
Los dos estaban cayendo de nuevo hacia la Cámara de los Condenados; la propia Puerta de la Muerte caía hacia la Cámara y, tras ella, lo haría todo lo demás. En un esfuerzo frenético, el sartán intentó detener su caída, pero tampoco encontró dónde asirse; el suelo era demasiado resbaladizo.
—¿Qué hacemos? —gritó Haplo.
—¡Sólo se me ocurre una cosa! Pero tanto puede ser un acierto como un completo error. Verás...
—¡Limítate a hacerlo! —exclamó Haplo, muy cerca ya de la puerta.
—¡Tenemos... que cerrar la Puerta de la Muerte!
Caían hacia la cámara en ruinas con una rapidez que producía vértigo. Alfred tuvo la horrible impresión de que se deslizaba hacia las fauces abiertas de la serpiente. Habría jurado que veía dos ojos rojos, ardientes, hambrientos...
—¡El hechizo, maldita sea! —aulló Haplo mientras insistía en sus vanos intentos de detener la caída.
Había llegado el momento que había temido toda su vida, el que siempre había tratado de evitar, se dijo Alfred. Todo dependía de él.
Cerró los ojos, intentó concentrarse y sondeó las probabilidades. Estaba cerca, muy cerca. Empezó a entonar las runas con voz temblorosa y su mano tocó la puerta. Empujó...
Empujó con más fuerza...
La puerta no cedía.
Temeroso, abrió los ojos. No sabía cómo, pero su esfuerzo había tenido el efecto inesperado de reducir la velocidad de la caída. Pero la Puerta de la Muerte seguía abierta y el universo seguía precipitándose a ella.
—¡Haplo! ¡Necesito tu ayuda! —exclamó con voz trémula.
—¿Estás loco? ¡Las magias sartán y patryn son incompatibles!
—¿Cómo lo sabemos? —Replicó Alfred con desesperación—. No se ha probado nunca, al menos que sepamos, pero eso no significa... ¿Quién sabe si en alguna parte, en algún momento del pasado...?
—¡Está bien! ¡Está bien! Cerrar la Puerta de la Muerte. Es eso lo que tenemos que hacer, ¿verdad? ¿Verdad?
—¡Sí! ¡Concéntrate! —exclamó Alfred. La velocidad de la caída empezaba a incrementarse de nuevo.
Haplo pronunció las runas. Alfred las entonó también. Unos signos mágicos cobraron vida con un destello en mitad del vertiginoso conducto. Las estructuras rúnicas eran parecidas, pero las diferencias resultaban claras y visibles, sorprendentemente visibles. Las dos flotaban en el aire por separado, con un resplandor débil y mortecino que pronto parpadearía y moriría. Alfred las contempló con desesperanza.
—En fin, lo hemos intentado...
Haplo masculló un juramento con un tono de frustración:
—¡Esto no va a quedar así! ¡Vuelve a probar! ¡Canta, sartán! ¡Canta, maldita sea!
Alfred hizo una profunda inspiración y reinició su canturreo.
Para su desconcierto, Haplo se unió a la tonada. La voz de barítono del patryn se coló bajo el agudo tono de tenor de Alfred, lo sostuvo y lo acompañó armoniosamente.
Una sensación de calidez inundó a Alfred. Su voz se hizo más firme y su canto, más sonoro y más aplomado. Haplo, que no estaba muy seguro de conocer la melodía, emitía sus notas por intuición, lo más ajustadas que podía, más atento al volumen de su voz que a la precisión musical.
El brillo de los signos mágicos empezó a intensificarse. Las estructuras rúnicas se aproximaron y Alfred no tardó en constatar que las diferencias entre ambas estaban dispuestas de forma que se complementaban, igual que los dientes de una llave se adaptan a las guardas de la cerradura.
Un destello cegador, más brillante que el núcleo al rojo blanco de los cuatro soles de Pryan, hirió los ojos de Alfred. El sartán cerró los párpados pero la luz continuó quemándolo a través de ellos, deslumbrante y explosiva, hasta estallar dentro de su cabeza.
Escuchó un golpe apagado, como de una puerta lejana que se cerrara de golpe.
Y, en el instante siguiente, todo quedó a oscuras. Alfred se encontró flotando, no en una espiral vertiginosa sino en un descenso suavísimo, como si su cuerpo fuera de vilano de cardo y viajara sobre una mansa ola.
—Creo que ha funcionado —murmuró por lo bajo.
Y lo asaltó el pensamiento de que por fin podía morir, sin más disculpas.