—Déjate llevar —intervino Jonathon—. Y agárrate bien.
«... agárrate bien..». La voz del fantasma era firme; más firme, casi, que la del cuerpo.
—Formula el hechizo —pidió Hugh
la Mano
—. Libérame.
Una única gota, aunque caiga en un océano, provoca una onda en el agua.
—Lo haré —declaró Alfred de repente, alzando la cabeza—. Puedo hacerlo. —Se volvió hacia Haplo y le tendió la mano—. Adiós, amigo mío. Gracias por devolverme a la vida.
Haplo estrechó la mano tendida; acto seguido, abrazó al sorprendido y azorado sartán.
—Gracias a ti —murmuró con voz ronca— por darme la vida. Adiós, amigo mío.
Alfred estaba tremendamente ruborizado. Dio unas torpes palmaditas en la espalda al patryn y se volvió a toda prisa mientras se enjugaba los ojos y la nariz con la manga de la levita.
—¿Sabes una cosa? —murmuró Alfred con voz apagada y desviando la mirada—. Yo... echo de menos al perro.
—¿Sabes? —replicó Haplo, sonriente—. Yo también.
Con una última mirada afectuosa, Alfred se volvió y se acercó a la puerta señalada con la runa que representaba la muerte.
No tropezó una sola vez.
LA SÉPTIMA PUERTA
Plantado junto a la Puerta de la Muerte, Haplo montó guardia mientras Alfred procedía a entrar. El patryn percibió una presencia cerca de él. Hugh
la Mano
se había aproximado para acompañarlo en la vigilancia. Haplo no se volvió; no apartó la vista de la entrada a la estancia.
Alfred colocó la mano en el signo mágico grabado en el mármol y pronunció la runa.
La puerta se abrió. Alfred, sin una mirada atrás, entró y desapareció.
Hugh
la Mano
dio un paso hacia la puerta.
—Yo, que tú no avanzaría un palmo más —le avisó Haplo con suavidad.
El asesino se detuvo y miró al patryn.
—Sólo quiero ver qué sucede.
—Si das un paso más, mi Señor —insistió Haplo con un tono respetuoso en su voz—, me veré obligado a detenerte.
—¿Mi Señor? —Hugh
la Mano
puso cara de perplejidad.
Haplo se colocó entre el mensch y la puerta.
—Absteneos de violencia —recomendó Jonathon sin alzar la voz.
«... de violencia..».
Hugh miró fijamente a Haplo; después, se encogió de hombros y pronunció unas palabras... en el idioma de los patryn; palabras que un mensch no podía en modo alguno conocer.
Una lluvia de runas centelleantes se arremolinó en torno al asesino. La luz resultaba cegadora y Haplo tuvo que entrecerrar los párpados para protegerse de ella. Cuando pudo mirar de nuevo, Hugh
la Mano
había desaparecido y, en su lugar, estaba el Señor del Nexo.
—La pregunta sobre los cuatro mundos —murmuró Xar—. Ha sido eso lo que me ha delatado, ¿verdad?
—Sí, mi Señor. —Haplo sonrió y movió la cabeza—. No era la clase de pregunta que haría un mensch. A Hugh no le importaba gran cosa su propio mundo, y mucho menos los otros tres. ¿Dónde está él, por cierto?
Xar se encogió de hombros; de nuevo, tenía la vista fija en la Puerta de la Muerte
—En el Mar de Fuego —respondió—. O en el Laberinto. Quién sabe. La última vez que lo vi, estaba a bordo de la nave sartán. Mientras tú andabas despistado con ese torpe sartán, pude adoptar el aspecto de Hugh y ocupar su lugar en el lomo de la dragón de fuego. Ese ser —Xar dirigió una fugaz mirada hacia Jonathon— conocía lo sucedido.
El lázaro permaneció sentado a la mesa con aparente despreocupación, como si fuera ajeno a lo que allí ocurría.
—Pero ¿qué significan los vivos para estos cadáveres ambulantes? —Continuó diciendo Xar—. Has sido un estúpido al confiar en él. Te ha traicionado.
—Absteneos de violencia —repitió Jonathon sin alzar la voz.
«... de violencia..».
Xar emitió un bufido y clavó de nuevo sus centelleantes ojos en Haplo.
—De modo que tú y ese amo sartán al que sirves os proponéis en serio cerrar la Puerta de la Muerte, ¿eh?
—Sí —respondió Haplo.
El Señor del Nexo entrecerró los ojos.
—¡Si haces eso, condenarás a tu propio pueblo! ¡Condenarás a la mujer que amas! ¡Y a tu hija! Sí, la pequeña está viva. Pero no lo seguirá estando mucho tiempo si permites que el sartán cierre esa Puerta.
Haplo permaneció callado e intentó mantener su apariencia de tranquilidad. Sin embargo, a Xar no se le escapó la tensión de los músculos de sus mandíbulas, la ligera palidez, la mirada rápida y dubitativa hacia la puerta que conducía al Laberinto...
—Ve con ella, hijo mío —sugirió con suavidad—. Ve con Marit y reuníos con vuestra hija. Yo di con ella. Sé dónde está. No está lejos, nada lejos. Llévala a ella y a la madre al Nexo. Allí estaréis a salvo. Cuando haya terminado mi trabajo aquí —Xar abrió los brazos en un gesto que abarcaba todo lo que había alrededor—, volveré triunfante a buscarte. Juntos, derrotaremos a nuestros enemigos, los encerraremos en la misma prisión que ellos crearon para nosotros... ¡y seremos libres!
Haplo continuó sin decir nada. Y tampoco se movió. No se apartó de la puerta. Se mantuvo donde estaba, impidiendo el acceso a ella.
Xar miró más allá de Haplo, al interior de la Puerta de la Muerte. No alcanzó a ver a Alfred, pero observó el torbellino caótico e imaginó que el sartán estaba en un buen apuro. Mientras prevaleciera el caos, Xar no tenía de qué preocuparse. Disponía de tiempo. Echó una mirada a las runas que brillaban en las paredes de la cámara y leyó sus advertencias. Después, se volvió de nuevo hacia Haplo, que seguía impidiéndole el paso.
—¡Alfred te ha engañado, hijo mío! ¡Está utilizándote! Al final, te traicionará. Haz caso de lo que te digo ¡Al final, te arrojará de nuevo a nuestra prisión!
Haplo no se movió.
El Señor del Nexo empezaba a impacientarse. Avanzó hasta quedar directamente delante de Haplo e insistió:
—Me debes tu lealtad, hijo mío. ¡Yo te di la vida!
Haplo continuó callado. Su única reacción fue llevarse la mano al pecho, a las cicatrices que tenía sobre la runa del corazón.
Xar alargó una mano, atrapó la de Haplo y clavó las uñas en el dorso de ésta.
—¡Sí, también te dejé morir! Tenía derecho a disponer de tu vida, si era necesario. Tú me la ofreciste ahí —su dedo nudoso señaló otra vez la puerta del Laberinto—, delante de la Última Puerta.
—Sí, mi Señor. Tenías derecho a ello.
—Podría haberte matado, hijo mío. Podría haber puesto fin a tu vida. Pero no lo hice. El amor rompe el corazón. —Xar exhaló un suspiro—. En mi interior hay cierta debilidad, lo reconozco...
—No es una debilidad, mi Señor. Es nuestra fuerza —aseguró Haplo—. Por eso hemos sobrevivido.
—¡El odio! ¡Ésa es la fuerza que nos ha hecho sobrevivir! —Xar estaba disgustado. Su voz era fría—. ¡Y ahora tenemos a nuestro alcance la venganza! ¡No sólo la venganza, sino la posibilidad de corregir la gran injusticia cometida con nosotros! ¡Los cuatro mundos quedarán unificados otra vez... bajo nuestro mando!
—Morirán miles, millones... —protestó Haplo.
—¡Mensch! —masculló Xar con tono despectivo; después, al observar la expresión de Haplo, se dio cuenta de que había cometido un desliz.
El Señor del Nexo empezaba a inquietarse. Pendiente de la Puerta de la Muerte, acababa de advertir que el enloquecido torbellino caótico había empezado a perder velocidad. No había sobrestimado el poder de Alfred. Cabía la posibilidad de que el Mago de la Serpiente fuera
capaz
, realmente, de conseguir su propósito.
No disponía de mucho tiempo.
—Perdona mi actitud insensible, hijo mío. Lo he dicho precipitadamente, sin reflexionar. Ya sabes que haré lo posible por salvar al mayor número posible de mensch. Los necesitaremos para que nos ayuden en la reconstrucción. Dame los nombres de los mensch a los que tienes un especial interés en proteger y me ocuparé de que sean trasladados al Nexo. Tú mismo puedes ocuparte de ellos. Sí, serás el garante de su seguridad.
»Es algo que no podrás hacer —añadió Xar con una mirada de astucia— si la Puerta de la Muerte está cerrada. En ese caso, no podré acudir a rescatarlos. Entra en esa Puerta de la Muerte. Aprovecha la oportunidad. Te enviaré de nuevo con Marit, con tu hija...
—No, mi Señor. —Haplo no vaciló.
Xar se sintió furioso, lleno de frustración. Observó que, en efecto, el caos del interior de la Puerta de la Muerte estaba desvaneciéndose. Apareció un largo pasadizo y, al otro extremo, una puerta abierta. Y vio a Alfred alargar la mano para cerrarla...
El Señor del Nexo no tuvo elección.
—¡Es la última vez que frustras mis propósitos, hijo mío! —Xar extendió los brazos y empezó a entonar las runas.
La voz de Jonathon se alzó en la estancia:
—¡Absteneos de violencia!
El fantasma repitió la advertencia, pero su voz ya no era audible.
LA PUERTA DE LA MUERTE
Alfred había olvidado el espanto del viaje a través de la Puerta de la Muerte, que comprimía y combinaba, separaba y dividía todas las posibilidades en el mismo punto del tiempo.
Así, se encontró penetrando en un pasadizo inmenso, cavernoso, que era a la vez una pequeña abertura que se encogía momento a momento. Las paredes, el techo y el suelo se apartaban de él, en una expansión perpetua, al tiempo que el pasadizo se hundía sobre él, aplastándolo con el vacío.
«Tengo que prescindir de todo esto o me volveré loco!», comprendió frenéticamente. Tenía que concentrarse en algo... En la Puerta. En cerrar la Puerta. ¿Dónde..., dónde estaba?
Miró ante sí y, al momento, la posibilidad de que hubiera encontrado la Puerta hizo que ésta apareciera, al mismo tiempo que la posibilidad de que no la encontrara nunca la hacía desaparecer. Alfred se negó a admitir esta segunda posibilidad, se aferró a la primera... y en el otro extremo del pasadizo, delante de él, a su espalda, avanzando rápidamente hacia él, alejándose continuamente, más distante cuanto más cerca llegaba de ella, vio una puerta.
En ella había grabado un signo mágico, el mismo de la puerta por la que había entrado. Entre ambas se extendía el pasadizo conocido como la Puerta de la Muerte. Si cerraba las dos puertas, el pasadizo quedaría sellado para siempre.
Pero, para cerrar la segunda, tenía que recorrer el pasadizo.
A su alrededor, el caos se agitaba y cambiaba; las posibilidades se producían todas simultáneamente, nunca dos a la vez. Tiritaba de frío por el calor que tenía. Se sentía tan saciado que estaba al borde de la muerte por inanición. No alcanzaba a oír su voz, demasiado potente. Avanzaba con una rapidez tremenda y no se movía del lugar donde se hallaba flotando, caminando, saltando, corriendo, boca arriba, boca abajo, de costado...
«Controlar», se dijo con desesperación. «Controlar el caos».
Se concentró, abordó las posibilidades y, por fin, el pasadizo fue un pasadizo y continuó siendo un pasadizo, y el techo quedó arriba, encima de su cabeza, y el suelo debajo, debajo de sus pies y todo volvió a quedar donde debía. Y al fondo del pasadizo vio la puerta. Estaba abierta. No tenía más que cerrarla.
Avanzó hacia ella.
La puerta retrocedió.
Alfred se detuvo. La puerta siguió alejándose.
La puerta se detuvo. Alfred siguió moviéndose. Alejándose de ella. «Déjate llevar», le llegó el eco de la voz de Jonathon. «Y agárrate bien».
—¡Claro! —Exclamó Alfred—. ¡Es ahí donde cometo el error! El mismo error que cometió Samah. ¡El mismo que hemos cometido siempre, a lo largo de los siglos! Pretendemos controlar lo incontrolable. Dejarse llevar..., dejarse llevar.
Pero dejarse llevar no era asunto fácil. Significaba entregarse por completo al caos.
Alfred lo intentó. Abrió los brazos. El pasadizo empezó a cambiar; las paredes se cerraron, salieron despedidas hacia afuera. Alfred apretó las manos con fuerza en torno al vacío y se agarró como si en ello le fuera la vida.
—Creo que no lo estoy haciendo bien —se dijo enseguida, abatido—. Tal vez no se trate de dejarse ir por completo. Seguro que no pasa nada si me agarro a un poco de...
En el otro extremo del corredor se escuchó un gozoso resoplido. Alfred se volvió en redondo, se quedó absolutamente quieto y vio un perro que avanzaba por el pasadizo —con la boca abierta en una gran sonrisa y la lengua colgando—, directamente hacia él.
—¡No! —Exclamó y levantó las manos para detener al animal—. ¡No! Sé un buen chico. No te acerques más. ¡Buen perro! ¡Buen perro! ¡No!