—No puedes hacer nada —respondió la serpiente—. El Señor del Nexo ha muerto.
Los rojos ojos de la criatura se volvieron hacia Haplo.
LA SÉPTIMA PUERTA
Las serpientes volaron hacia la Puerta de la Muerte. Ahora, la abertura era claramente visible como un retazo negro en el cielo gris y cargado de humo sobre el Laberinto. Debajo, la Última Puerta permanecía abierta, pero los sartán agrupaban sus fuerzas frente a ella; otro tanto hacían los patryn en el lado contrario.
Alfred intentó contener su desesperación, pero era impensable que pudiera defender la Puerta frente al enorme poder del enemigo. Los sonidos sobrecogedores de la Cámara, a su espalda, lo hacían flaquear y distraían su atención cuando más necesitaba concentrarse en la magia. En un intento frenético, sondeó las posibilidades tratando de encontrar alguna que acudiera en su ayuda pero, al parecer, lo que aspiraba a conseguir era imposible.
Las serpientes tenían la capacidad de desbaratar todos los hechizos que el sartán les lanzaba. Alfred no se había dado nunca perfecta cuenta del alcance del poder de aquellas criaturas; eso, o las serpientes estaban creciendo en fuerza y poder gracias a la guerra que se desarrollaba allá abajo.
Con el corazón encogido, el dragón verde y dorado montó guardia ante la Puerta de la Muerte y esperó el final.
Una sombra apareció a lo lejos, volando hacia él por un costado.
Alfred se volvió, aprestándose a luchar.
Y encontró ante él a un anciano, vestido con ropas de tonos pardos y cuyos cabellos canos se agitaban furiosamente a su espalda, sentado a lomos de un dragón.
—¡Jefe Rojo a Rojo Uno! —Aulló el anciano—. ¡Adelante, Rojo Uno!
¡Zifnab! Alfred reconoció al viejo sartán chiflado, pero no tenía remota idea de qué significaba aquella jerigonza. Ni tiempo de averiguarlo. Las serpientes procedían a desplegarse: un puñado de ellas se destacó para enfrentarse al dragón que les cerraba el paso mientras el resto se agrupaba para penetrar en la Puerta de la Muerte.
—¡Abandona la formación, Rojo Uno! —Gritó el viejo y gesticuló con el brazo—. ¡Ve a ayudar a Haplo! ¡Mi escuadrilla se encargará! ¿Te gusta mi nave? —Preguntó a Alfred al tiempo que daba unas palmaditas en el cuello a su dragón—. ¡Hizo el viaje a Kessel en seis parsecs!
Detrás del viejo, legiones de dragones de Pryan aparecieron entre el humo que se levantaba del quemado Nexo. Para entonces, algunas de las serpientes se habían percatado de su presencia y empezaban a cambiar de rumbo.
Alfred seguía sin tener la menor idea de a qué se refería Zifnab, pero empezaba a ver que ya no tendría que enfrentarse al enemigo a solas. Podía volver a tener esperanzas...
El dragón se precipitó bruscamente desde lo alto, para abatirse sobre una de las serpientes. El anciano dedicó un saludo a Alfred antes de perderse de vista. Los demás dragones de Pryan los siguieron, lanzándose al combate contra sus enemigos.
Alfred penetró volando en la Puerta de la Muerte. Una vez allí, cambió de forma y volvió a ser el sartán larguirucho, medio calvo y vestido de terciopelo. Se detuvo un momento a contemplar la lucha.
Enfrentada a un enemigo valiente y decidido, la mayoría de las serpientes emprendía la huida rápidamente.
—Adiós, Zifnab —murmuró.
Con un suspiro, se volvió hacia el caos que resonaba en la sala a su espalda. Mientras lo hacía, llegó a sus oídos un débil grito:
—¡Me llamo Luke...!
Haplo estaba en la Cámara de los Condenados, enfrentado a la serpiente. A través de las cuatro puertas que tenía a su espalda, alcanzaba a divisar los cuatro mundos. En Ariano, las tormentas empezaban a amainar. Los mares de Chelestra volvían a estar en calma. Los soles de Pryan brillaban con luz cegadora. En Abarrach, la corteza se estremeció y quedó inactiva. El cuerpo desplomado de su Señor yacía en un charco de sangre.
Sentado a la mesa blanca, Jonathon repitió su lema:
—Absteneos de violencia.
—Es un poco tarde para eso —respondió Haplo en tono sombrío.
La serpiente se cernió sobre él, meciendo la cabeza adelante y atrás en un movimiento hipnótico mientras la roja mirada de sus ojos se clavaba en el patryn.
La única arma de Haplo era la daga en forma de serpiente. Le sorprendió lo bien que se acomodaba a su mano; era como si la propia empuñadura se adaptara a su tacto. Pero la corta hoja tendría menos efecto que el aguijón de un insecto sobre la gruesa y mágica piel de la serpiente.
Haplo blandió el arma, miró al monstruo y esperó el ataque. Los tatuajes de su piel despedían un intenso brillo.
La serpiente empezó a cambiar de forma y su tamaño menguó en un abrir y cerrar de ojos, hasta que en mitad de la Cámara quedó la figura de un señor de los elfos.
Con una sonrisa congraciadora, Sang-drax empezó a acercarse a Haplo.
—Quieto ahí —dijo el patryn, sin bajar la daga.
Sang-drax se detuvo con las manos levantadas y las palmas a la vista, en un gesto de rendición y de conciliación. Alto y muy delgado, tenía una expresión dolida, decepcionada.
—¿Es así como me lo agradeces, Haplo? —Sang-drax señaló a Xar con un garboso gesto y añadió—: De no ser por mi intervención, te habría quitado la vida.
Haplo dirigió una breve mirada al cuerpo de Xar pero, rápidamente, volvió a concentrar su atención en Sang-drax, quien había intentado aprovechar la ocasión para acercarse más al patryn.
—Has matado a mi Señor —musitó entre dientes.
—¡Tu Señor! —Sang-drax soltó una risotada de incredulidad—. He matado al señor que ordenó a Bane hacerte asesinar. El mismo que sedujo a la mujer que amas y la convenció para que te diera muerte. ¡El Señor que iba a encadenarte a una vida de tortura entre los muertos vivientes! Ése es el Señor del que hablas —concluyó con desprecio.
—Mi Señor estaba en su derecho al exigirme la muerte como pago por la vida que me había dado —replicó Haplo, con la daga firme y dispuesta—. No me hagas perder más tiempo. ¡Acabemos de una vez lo que te propones hacer conmigo, sea lo que sea!
Se preguntó dónde estaría Alfred. De momento, sólo podía dar por sentado que el sartán había muerto.
Probablemente, no tardaría en hacerle compañía, se dijo.
Sang-drax puso cara de perplejidad.
—Mi querido Haplo, yo no tengo armas. No soy una amenaza para ti. Al contrario, deseo servirte. Todo mi pueblo desea servirte. Una vez, me incliné ante ti y te llamé «amo»; ahora, vuelvo a hacerlo.
La serpiente disfrazada de elfo hizo una reverencia profunda y servil y bajó la vista, entornando sus rojos ojos. Encogida como un sapo, hizo otro intento de acortar la distancia que la separaba de Haplo pero se detuvo ante el destello de la hoja en forma de serpiente.
—Los sartán han llegado al Nexo —continuó Sang-drax con voz sibilante—. No sé si sabes que Ramu se propone sellar para siempre la Última Puerta. Yo puedo detenerlos. Mi gente y yo podemos destruirlos. Sólo tienes que decir una palabra y la sangre de tu enemigo será un vino dulce en tu paladar. A cambio, sólo pedimos un pequeño favor.
—¿Y cuál es? —inquirió Haplo.
Sang-drax dirigió la mirada a las cuatro puertas; en sus ojos había un destello de ansia, de voracidad.
—Termina el hechizo. —Ese que estaba construyendo tu Señor. Puedes hacerlo, Haplo. Eres tan poderoso como Xar y yo te prestaré con gusto mi modesta ayuda...
—... y te apoderarás del hechizo cuando lo haya concluido, ¿no? —Replicó Haplo con una mueca sombría—. Entonces me matarás.
—¿No vas a negarte, verdad? —insistió Sang-drax, dolido y perplejo. En lugar de responder, Haplo retrocedió unos pasos en dirección a la primera puerta, la que conducía a Ariano. Sang-drax lo siguió con la mirada—. ¿Qué estás haciendo, Haplo, amigo mío? —preguntó con los ojos entrecerrados.
—Cerrar la puerta, Sang-drax, amigo mío —respondió Haplo—. Cerrar todas las puertas.
—Es un error, Haplo —siseó la serpiente con suavidad—. Un error terrible.
Haplo contempló Ariano, el mundo de aire. Las nubes de tormenta se estaban dispersando y Solaris brillaba con fuerza. Distinguió el continente de Dravlin y las partes metálicas de la gran Tumpa-chumpa, centelleantes bajo la luz intermitente del sol. Casi pudo ver a Limbeck, el enano, con su mirada miope tras sus gafas de gruesas lentes, mientras pronunciaba un discurso al que nadie, salvo Jarre, prestaba atención. E imaginó, algún día, un ejército de pequeños Limbecks que cambiaría un mundo con sus porqués.
El patryn sonrió, dijo adiós y cerró la puerta.
Sang-drax siseó de nuevo con irritación.
Haplo no miró a la serpiente; la pérdida de intensidad de la luz que reinaba en la Cámara le bastaba para saber que la siniestra criatura estaba cambiando de forma una vez más.
La puerta siguiente daba paso a Pryan, el mundo de fuego, cuya cegadora luz contrastaba con las sombras, cada vez más densas, que envolvían a Haplo. Unas delicadas estrellitas plateadas lucían como gemas brillantes engastadas en una jungla como verde terciopelo. Las ciudadelas, devueltas a la vida, irradiaban su luz y su energía al universo. Paithan y Rega, Aleatha y Roland y el enano, Drugar; humanos, elfos y enanos amándose, luchando, viviendo, muriendo... Según Xar, los mensch habían aprendido el secreto de los titanes y éstos hacían funcionar las ciudadelas. Haplo no llegaría a conocer nunca el destino que les aguardaba, pero confió en que los mensch —resistentes y fuertes en sus muchas debilidades, dotados de aquel espíritu indómito y emprendedor— serían capaces de prosperar cuando los dioses que los habían llevado a aquel mundo hubieran desaparecido y hubiesen caído en el olvido.
Haplo se despidió y cerró la puerta.
—Te has condenado a ti mismo, patryn —lo amenazó la voz sibilante—. Tendrás el mismo final que tu Señor.
Haplo no se volvió. Escuchó el roce del enorme cuerpo de la serpiente contra el suelo de piedra, percibió el hedor pestilente a muerte y descomposición y casi notó el tacto legamoso de su piel.
Dirigió una rápida mirada a Abarrach, un mundo muerto poblado por los muertos. Jonathon había intentado liberarlos y liberarse a sí mismo. Al parecer, tal deseo no se cumpliría.
También les había fallado a ellos, se dijo el patryn.
—Lo siento —murmuró mientras cerraba la puerta. Enseguida, apareció en su rostro una sonrisa avergonzada: estaba disculpándose como lo haría Alfred.
Alcanzó la cuarta puerta, la de Chelestra, el mundo de agua. En éste había llegado, finalmente, a conocerse a sí mismo. Percibió el siseo de la serpiente a su espalda, pero hizo caso omiso y se mantuvo firme. A aquellas alturas, la doncella enana, Grundle, ya debía de haberse casado con su Hartmut. La boda habría sido toda una fiesta: elfos, enanos y humanos, juntos en una celebración. Haplo se preguntó cómo le habría ido a Grundle en el concurso de lanzamiento de hacha.
Musitó una despedida, deseó buena suerte a la pareja y cerró la puerta con suavidad. Por un instante, lo traspasó una punzada de pesar; después, se volvió para enfrentarse a Sang-drax.
La daga con forma de serpiente que empuñaba Haplo se convirtió en una espada de buen acero, reluciente y firme. No había sido la magia del patryn la que había alterado el arma. Tenía que ser cosa de la serpiente.
El gigantesco cuerpo gris se alzó sobre Haplo. Su propia presencia resultaba abrumadora. La serpiente habría podido atacarlo por detrás en cualquier momento, pero no quería que el patryn muriese sin luchar, sin experimentar dolor y miedo...
Haplo levantó la espada y se preparó para responder al ataque.
—¡Haplo, no! ¡Rinde el arma!
Alfred apareció trastabillando por la Puerta de la Muerte. Estuvo a punto de caer de bruces al suelo, pero se salvó de ello aferrándose a la mesa blanca. Apoyado en ella, exclamó con urgencia:
—¡No luches!
—Sí, Haplo —intervino la serpiente en tono burlón—, baja la espada. Así, tu muerte será mucho más rápida.
Haplo tenía la camisa empapada de sangre. La herida del pecho se había abierto y volvía a sangrar. Para su extrañeza, la herida de la daga que había recibido en la frente no le dolía en absoluto.
—No hagas nada. —Alfred tomó aliento con esfuerzo y trató de mantener la calma—. Niégate a luchar. ¡Es lo que esa criatura desea, que te enfrentes a ella! —El sartán indicó el cuerpo de Xar—. «Quien traiga la violencia a este lugar... la encontrará vuelta contra él mismo».
Haplo titubeó. Toda su vida había luchado por la supervivencia. Esta vez, Alfred le pedía que soltara el arma, que se negara a luchar, que aguardara dócilmente la tortura, la muerte... Peor incluso: que aceptara la certeza de que su enemigo seguiría vivo para destruir a otros.
—Me pides demasiado Alfred —respondió con voz ronca—. ¡Supongo que lo siguiente será pedirme que me desmaye!
Alfred extendió las manos.
—Haplo, te lo suplico...
La enorme cola de la serpiente soltó un latigazo que golpeó al sartán en plena espalda y lo hizo doblarse sobre la mesa blanca.
Sang-drax se alzó sobre los dos. La cabeza de la serpiente se cernió sobre Alfred; sus rojos ojos se concentraron en Haplo.
—El próximo golpe le partirá el espinazo. Y el siguiente le aplastará las costillas. ¡Lucha, Haplo, o el sartán muere!
Alfred consiguió levantar la cabeza. Tenía la nariz rota y el labio partido. La sangre le embadurnaba el rostro.