El perro saltó y golpeó a Alfred en pleno pecho. El sartán cayó rodando hacia atrás. Fragmentos de la magia salieron despedidos en todas direcciones. Notó que caía hacia arriba, que se alzaba en un descenso vertiginoso...
Y allí estaba la puerta, justo delante de él.
Alfred se detuvo al instante. Y permaneció quieto.
Agradecido, se secó el sudor de la frente con la manga de la blusa. En realidad, había sido muy sencillo.
Delante de él, tenía una puerta corriente, de madera, con un tirador de plata. No resultaba nada destacable; al contrario, era casi decepcionante. Alfred se asomó al otro lado del umbral y vio los cuatro mundos, el Nexo, el Laberinto, el Vórtice inutilizado...
El Laberinto. Los patryn y los sartán se hallaban formados en orden de batalla a cada lado de un muro chamuscado y ennegrecido. Los dragones buenos de Pryan sobrevolaban los ejércitos, pero pocos alcanzaban a divisarlos entre el humo y la oscuridad. En cambio, todo el mundo podía ver a las criaturas del Laberinto, monstruos terribles que acechaban en los bosques, esperando el desenlace del enfrentamiento para abatirse sobre el vencedor. Si podía haber un vencedor en aquella batalla desesperada.
Un vencedor que no fuera las serpientes.
Hinchadas, engordadas por el odio y el miedo, las serpientes se deslizaban a ambos lados del muro ayudando a ambos ejércitos, cuchicheando exhortaciones y falsedades, aventando las llamas de la guerra.
Horrorizado y asqueado, Alfred alargó la mano para cerrar la puerta al momento.
Una de las serpientes se percató del brusco movimiento y levantó la cabeza. La criatura alzó la mirada a través del caos, y Alfred se dio cuenta de que podía verlo.
La Puerta de la Muerte estaba abierta de par en par, visible para cualquiera que supiera dónde buscarla.
Los ojos de la serpiente emitieron un rojo destello de alarma. La criatura veía el peligro de quedar atrapada para siempre en el Laberinto. De que se cerrara el paso a los exuberantes mundos de los mensch.
Con un chillido de advertencia, la serpiente desenroscó su enorme cuerpo y se lanzó directamente hacia el sartán.
Los ojos rojos atraparon a Alfred en su espeluznante mirada. La serpiente lanzó espantosas amenazas con una voz chirriante, conjuró escalofriantes imágenes de torturas insoportables. Con las fauces desdentadas abiertas de par en par, la serpiente dragón se lanzó hacia la puerta con la velocidad y la fuerza de un ciclón.
Los dedos de Alfred se crisparon en torno al tirador de plata. El sartán, negándose a escuchar la sobrecogedora voz de la criatura, puso todo su empeño en cerrar la puerta, pero fue como si intentara arrancarla de las garras de un vendaval ululante.
La maléfica amenaza lo golpeó con un estallido fulminante.
Y en aquel instante, a su espalda, muy lejos, Alfred escuchó una voz distante. La voz de Xar.
—¡Es la última vez que frustras mis propósitos, hijo mío!
Y la de Jonathon: —Absteneos de violencia.
Y la voz de Haplo: un grito de dolor y de angustia... y una exclamación de advertencia a Alfred.
Demasiado tarde.
Una runa roja, flameante, surcó el pasadizo y estalló con la fuerza de un relámpago en el pecho de Alfred.
Cegado, consumido por el fuego, el sartán perdió el contacto con el tirador de la puerta.
La puerta se abrió de par en par.
La serpiente penetró en el pasadizo con un rugido.
LA SÉPTIMA PUERTA
La serpiente irrumpió en la Puerta de la Muerte en el preciso momento en que el signo mágico arrojado por Xar alcanzaba a Alfred.
El caos se desasió del frágil dominio de Alfred y empezó a alimentarse de la serpiente, la cual, a su vez, se alimentó del caos. La serpiente dirigió una mirada al sartán y lo vio en un estado terrible, probablemente al borde de la muerte. Satisfecha al comprobar que Alfred no representaba ninguna amenaza, se deslizó por el pasadizo en dirección a la cámara.
Alfred no pudo evitarlo. La magia mortífera de Xar le escaldó la piel como hierro fundido y el sartán cayó de rodillas con las manos en el pecho, atenazado por un dolor agónico. Los sartán de los viejos tiempos habrían sabido defenderse de aquel ataque, pero Alfred no se había enfrentado nunca a un patryn. De hecho, jamás había recibido instrucción como guerrero. El dolor ardiente le atenazaba los sentidos y le impedía pensar. Sólo quería morir y poner fin al tormento.
Pero entonces escuchó el grito áspero de Haplo:
—La serpiente...
El temor por su amigo penetró en el muro ardiente de su agonía. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, actuando por instinto, Alfred empezó a hacer lo que Ramu habría sabido llevar a cabo desde el primer momento. Empezó a desbaratar la magia mortal de Xar.
En el preciso instante en que rompió la primera estructura rúnica, el dolor se alivió. Desbaratar el resto de los signos mágicos era una tarea sencilla, parecida a desgarrar una costura una vez que se ha quitado el primer hilo. Pero, aunque ya había dejado de morirse, Alfred había permitido que el ataque mágico se prolongara demasiado tiempo. Y, al final, el ataque lo había vencido, lo había herido.
Debilitado, Alfred dirigió una mirada desesperada hacia la puerta que conducía de la Puerta de la Muerte al Laberinto. Ahora, ya nunca podría cerrarla. El caos se colaba por ella como un viento huracanado.
Volvió la cabeza y miró hacia el otro extremo del pasadizo para intentar ver qué sucedía en la cámara, pero la puerta que daba a ésta quedaba lejos, muy lejos del sartán. Y resultaba muy pequeña; era como intentar entrar en una casita de muñecas. El corredor que conducía a la puerta empezó a ondularse y a mecerse, el suelo se convirtió en la pared, la pared pasó a ser el techo y éste, el suelo.
—Violencia —musitó Alfred con desesperación—. La violencia ha entrado en la Cámara Sagrada.
¿Qué sucedía allí dentro? ¿Y Haplo? ¿Estaba vivo o muerto?
Intentó incorporarse, pero el caos abrió el suelo bajo sus pies y lo arrojó al aire. El sartán retrocedió, trastabilló y cayó hacia atrás pesadamente, con la respiración entrecortada. Estaba demasiado débil para peleas, demasiado dolorido e incomodado por su propio miedo. Las ropas colgaban de él en harapos chamuscados. Temía mirar debajo de ellas, por el estado en que encontraría su piel. Tomó un retal de los restos de su levita de terciopelo descolorida, colocó el paño sobre la herida y la ocultó de la vista.
Se miró las manos y las descubrió bañadas en sangre.
Pero tenía que hacer algo. No podía quedarse allí sin más. Si Haplo estaba vivo, estaría enfrentándose a sus enemigos sin ayuda...
Se disponía a hacer otro intento de ponerse en pie cuando le llamó la atención un movimiento. Contempló el Laberinto desde la Puerta de la Muerte. Una multitud de serpientes, centenares de ellas, se colaban por la puerta abierta.
Haplo yacía en el suelo ante el hueco que daba paso a la Puerta de la Muerte. Estaba inconsciente o muerto; Xar no estaba seguro ni le importaba. El Señor del Nexo también se había encargado del llamado Mago de la Serpiente. Otra rápida mirada le había mostrado a un Alfred ensangrentado y débil, gateando sin rumbo en el pasadizo. Bravo por el poderoso sartán.
Convencido de estar a salvo de interferencias, Xar concentró de inmediato su interés en las puertas que conducían a los cuatro mundos mensch y empezó a entonar el hechizo que fundiría aquellos mundos en uno, sin prestar la menor atención al lázaro, que despotricaba sin parar contra quien había llevado la violencia a la Cámara Sagrada.
Xar conocía el hechizo. El Señor del Nexo, bajo el aspecto de Hugh
la Mano
, había ocupado un asiento en la mesa blanca y había compartido las visiones de Alfred sobre la Separación. A decir verdad, el sartán había llegado a verlo. Un lapsus por su parte pero, por fortuna, Alfred estaba tan abatido por toda la experiencia que no se había dado cuenta de lo que veían sus ojos. En aquel momento, Alfred habría podido ponerle mucho más difíciles las cosas. Ahora, en cambio, el Señor del Nexo no tenía más que sondear en las probabilidades...
La magia que había efectuado la Separación de los mundos había requerido la colaboración de cientos de sartán. Pese a ello, Xar no se sentía abrumado por la tarea. Fundirlos en uno resultaría mucho más sencillo, sobre todo si podía hacer uso del poder con el que había sido dotada la Séptima Puerta.
El Señor del Nexo tuvo una visión nítida de cada uno de los cuatro mundos. Rápidamente, empezó a trazar las runas en el aire; runas de destrucción, de inversión y de cataclismo.
Feroces nubes de tormenta se formaron en Ariano.
Los cuatro radiantes soles de Pryan se apagaron.
Las aguas marinas de Chelestra burbujearon e hirvieron.
Los temblores sacudieron el inestable terreno del mundo de Abarrach.
—Tu poder es inmenso, Señor del Nexo —susurró una voz detrás de Xar—. Todo honor a ti.
Xar se volvió. En el centro de la cámara se hallaba una serpiente en forma humana, cuya apariencia podía confundirse con la de cualquier patryn. Sí, la serpiente recordaba a uno de los suyos en todos los aspectos, salvo en el detalle de que los signos tatuados en su piel eran garabatos sin sentido.
El Señor del Nexo reaccionó con cautela. Sabía lo suficiente sobre las serpientes como para desconfiar de ellas. También conocía que eran poseedoras de una magia poderosa. La criatura allí presente era perfectamente capaz de desbaratar su hechizo, aunque no lo había hecho todavía. Xar tenía que averiguar qué hacía allí.
—¿Quién eres? —preguntó al recién llegado—. ¿Qué quieres?
—Ya sabes quién soy, mi Señor —respondió la serpiente—. Soy Sang-drax.
—Sang-drax ha muerto —dijo Xar con tono tajante—. Murió en el Laberinto.
—Pues aquí estoy a pesar de todo, perfectamente vivo. Ya le dije a tu secuaz —sus rojos ojos dirigieron una breve mirada al yaciente Haplo—y te repito ahora, Señor del Nexo, que no podemos morir. Hemos existido siempre. Y seguiremos existiendo eternamente.
Xar soltó un bufido despectivo.
—¿Qué haces aquí, entonces? La última vez que os vi, tú y tus hermanas estabais en el Laberinto, matando a los míos.
La serpiente reaccionó con sorpresa y abatimiento.
—Es una lástima que entonces no nos concedieras un poco de tiempo para explicarnos, Señor del Nexo. Esos a los que atacamos en el Laberinto no era tu gente; no eran auténticos patryn, sino una mezcla perversa de sangre patryn y sartán. Una estirpe tan débil no debería perpetuarse, ¿no te parece? Al fin y al cabo —añadió Sang-drax, y sus ojos siguieron despidiendo su fulgor rojo pese a los párpados entornados—, tú estabas allí. Podrías haber ordenado que parásemos.
Con un gesto, Xar indicó que aquello no tenía importancia.
—Haplo me comentó algo al respecto. No me gusta la idea, pero yo mismo me encargaré de esos mestizos cuando regrese al Laberinto. Ahora, volveré a preguntártelo: ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
—Servirte, mi Señor —respondió la serpiente con una reverencia.
—Entonces, monta guardia ante la Puerta de la Muerte —le ordenó Xar—. No quiero que ese estúpido sartán se entrometa.
—Como tú ordenes, mi Señor.
Xar continuó vigilando a la serpiente por el rabillo del ojo. Sang-drax, obediente, fue a ocupar la posición frente a la Puerta. El Señor del Nexo ya no confiaba en las serpientes y se dijo que algún día tendría que demostrar a aquellas criaturas, de una vez por todas, quién mandaba allí. Sin embargo, Xar llegó a la conclusión de que, de momento, era probable que la serpiente estuviera diciendo la verdad. La criatura estaba allí para servirle; sus intereses coincidían. Volvió a concentrarse en su magia, que ya había empezado a desvanecerse, y prestó toda su atención a lo que estaba haciendo.
Así pues, Xar no se percató de cómo Sang-drax examinaba el cuerpo de Haplo. Este parecía estar muerto. Los signos mágicos de su piel no reaccionaron en presencia de la serpiente, ni siquiera cuando ésta, tras una nueva mirada hacia el Señor del Nexo, lanzó un disimulado puntapié a las costillas al caído patryn con la puntera de la bota.
Haplo no se movió.
Envuelto por su magia, Xar no advirtió nada. Sang-drax rebuscó entre los pliegues de su ropa y extrajo una daga forjada con la forma de una serpiente en pleno ataque.
Hacerse el muerto había salvado la vida a Haplo en más de una ocasión, en el Laberinto. La clave estaba en controlar la magia, la defensa natural de su cuerpo; en evitar que reaccionara. La lástima era que con ello quedaba, de hecho, indefenso. Pero Haplo sabía que Sang-drax no estaba interesado en él. La serpiente jugaba una partida mucho más trascendente. Su apuesta era por el control del universo.
Haplo se obligó a relajarse, a dejar el cuerpo fláccido, a soportar el puntapié sin pestañear. El miedo y la repulsión lo inundaron y los músculos ansiaron responder, defenderse y protegerse contra el mal que ya casi trastornaba sus sentidos. Apretó los dientes y se arriesgó a entreabrir los párpados y observar la escena a través de las pestañas.
Vio a Sang-drax y vio la daga, un arma de aspecto horrible, con una hoja curva sinuosa del mismo color grisáceo que el escamoso cuerpo de la serpiente dragón en su forma habitual. Sang-drax no mostró más interés por Haplo. La serpiente tenía su roja mirada fija en el Señor del Nexo.
Haplo observó con disimulo el resto de la estancia. Jonathon seguía sentado a la mesa de madera blanca. El lázaro no se había movido en absoluto; parecía indiferente, desinteresado, muerto. Haplo dirigió la mirada a la entrada de la Puerta de la Muerte. La desquiciada vorágine del caos le impedía ver a Alfred; no tenía idea de si el sartán estaba vivo o muerto.