La Séptima Puerta (16 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

¡Sartán bendito! ¡Marit creía que aquello era una pantomima, que estaba simulando y que se disponía... a lanzar el encantamiento!

¡No!, quiso gritar. ¡Allí había un malentendido! En aquel momento, no. No era aquello lo que tenía en la cabeza. Y tampoco conseguía discurrir nada que...

Pero Alfred comprendió que debía continuar aquella comedia. De momento, no había despertado las sospechas de los patryn, pero si seguía allí plantado, balbuceando y con los ojos desorbitados, no tardaría en hacerlo.

Frenéticamente, se preguntó qué hacer. Jamás se había enfrentado a un patryn; nunca había combatido contra alguien cuya magia funcionaba igual —sólo que al contrario— que la suya. Para empeorar las cosas, los patryn ya tenían levantadas sus defensas mágicas como protección frente al lázaro. Las posibilidades giraron en la cabeza del sartán como un torbellino, aturdidoras, desordenadas y aterradoras.

«Haré que se hunda el techo de la caverna».

(¡No! ¡Así, moriríamos todos!)

«Haré surgir del suelo un dragón de fuego».

(¡No! ¡El resultado sería el mismo!)

«De repente, aparecerá de la nada un jardín de flores».

(Pero ¿de qué serviría eso?)

«El lázaro atacará».

(Alguien podría salir malparado...)

«El suelo se abrirá y me tragará..».

(¡Sí! ¡Eso es!)

—¡Espera! —Alfred se agarró a Marit e inició una danza, saltando de un pie a otro, cada vez más deprisa.

Marit no se soltó. La danza de Alfred se hizo más frenética. Sus pies golpeaban el suelo de roca con fuerza.

Los patryn, que al principio creían que Alfred se había vuelto loco, no tardaron en recelar y se abalanzaron sobre él.

La magia surtió efecto; la posibilidad se produjo. El suelo se desmoronó bajo los pies de Alfred. En la roca se abrió un agujero y el sartán se arrojó a él, arrastrando consigo a Marit. Los dos cayeron rodando entre rocas y polvo asfixiante, y se sumergieron en la oscuridad.

La caída fue corta. Según sabía de su anterior visita, Necrópolis era una conejera de túneles colocados unos encima de otros. Así, Alfred había calculado (al menos había tenido la desesperada esperanza de ello) que debajo del túnel en el que se encontraban habría otro pasadizo. Sólo después de haber formulado el hechizo se le ocurrió pensar que debajo de la ciudad había también inmensos estanques de lava...

Por fortuna, fueron a caer a un corredor a oscuras. Sobre sus cabezas, un chorro de luz penetraba por un agujero del techo. Los guardias patryn habían rodeado el hueco y los miraban desde lo alto mientras hablaban entre ellos con tono apremiante.

—¡Ciérralo! —Exclamó Marit al tiempo que sacudía a Alfred—. ¡Van a bajar a buscarnos!

Alfred se había quedado con la mente en blanco durante unos instantes, aterrorizado con la idea de que habrían podido caer en un estanque de lava. Por fin, dándose cuenta del peligro real, invocó con retraso la posibilidad de que el agujero no hubiera existido nunca.

El hueco del techo desapareció. La oscuridad se cerró sobre ellos, densa y pesada. Pronto, el fulgor mortecino de los signos mágicos tatuados en la piel de Marit la iluminó.

—¿Estás..., estás bien? —tartamudeó Alfred.

En lugar de responder, Marit le propinó un empujón.

—¡Corre!

—¿Hacia dónde?

—¡No importa! ¡Pronto vendrán tras nosotros! —Añadió, indicando el techo—. Ellos también pueden usar la magia, ¿recuerdas?

El resplandor de las runas de Marit se intensificó lo suficiente como para permitirles ver por dónde pisaban. Corrieron pasadizo adelante sin saber adonde iban y sin preocuparse de averiguarlo. Sólo esperaban eludir a sus perseguidores.

Al cabo de un rato, hicieron un alto y aguzaron el oído.

—Creo que los hemos perdido —aventuró Alfred.

—Y nosotros también lo estamos. De todos modos, no creo que hayan intentado seguirnos. ¿Sabes? —Marit frunció el entrecejo—. Resulta extraño...

—Quizás han ido a informar a Xar.

—Es posible. —La patryn volvió la vista hacia un extremo y otro del túnel en sombras—. Tenemos que determinar dónde estamos. Yo no tengo la menor idea, ¿y tú?

—No —reconoció Alfred y sacudió la cabeza—. Pero conozco el modo de averiguarlo.

Se arrodilló, tocó el ángulo de la pared con el suelo del corredor y entonó un cántico susurrante. Un signo mágico cobró vida bajo sus dedos y se iluminó débilmente. El leve fulgor se difundió a otra runa y a otra más, hasta que una fila de ellas brilló con una luz suave y reconfortante a lo largo de la parte baja de la pared.

Marit dejó escapar una exclamación.

—¡Las runas sartán! Había olvidado su existencia. ¿Adonde nos llevarán?

—Adonde queramos ir —se limitó a decir Alfred.

—Junto a Haplo —indicó ella.

Alfred captó esperanza en su voz. Él no la tenía. Él sentía pavor ante lo que podían encontrar.

—¿Adonde llevaría Xar a Haplo? A..., a sus aposentos privados no, ¿verdad?

—No. A las mazmorras —respondió Marit—. Fue allí adonde llevó a Samah y..., y a los otros que... —No terminó la frase; dio media vuelta y prosiguió—: Será mejor que nos demos prisa. No tardarán mucho en imaginar adonde vamos; entonces, vendrán a buscarnos.

—¿Por qué no lo han hecho esta vez? —preguntó Alfred.

Marit no respondió. No tenía que hacerlo. Alfred lo sabía perfectamente.

¡Porque Xar ya sabía adonde iban!

Se dirigían a una trampa, era evidente. Alfred se dio cuenta, desconsolado, de que así había sido desde el primer momento. Los guardias patryn no sólo habían permitido que escaparan, sino que incluso les habían proporcionado la oportunidad.

Con su magia, los patryn podrían haberlos conducido directamente a Xar. Podrían haberlos dejado ante su misma puerta, se dijo Alfred. Pero no. Los guardias los habían llevado a Necrópolis, a sus calles vacías. Y allí los habían dejado escapar y ni siquiera se habían molestado en perseguirlos.

Y, precisamente cuando todo parecía más oscuro, Alfred comprobó con sorpresa que en su interior cobraba vida, vacilante, un leve hálito de esperanza.

Si Haplo estaba muerto y Xar había utilizado la nigromancia en él, sin duda el Señor del Nexo ya se encontraría en la Séptima Puerta y no los necesitaría.

Algo había salido mal... o bien.

Los signos mágicos seguían iluminándose en la pared. Prendían uno tras otro con la rapidez de un incendio. En algunos lugares, donde las grietas de la pared interrumpían los signos, las runas permanecían apagadas. Los sartán de Abarrach habían terminado por olvidar la manera de restaurar su magia. Con todo, las interrupciones nunca detenían por completo el flujo. La luz mágica saltaba los signos estropeados, prendía el siguiente y así continuaba. Lo único que Alfred debía hacer era mantener la imagen de las mazmorras en su mente y las runas los conducirían hacia allí.

«Y hacia qué?», se preguntó Alfred con temor.

En aquel instante, tomó una determinación. Si se equivocaba y Xar había convertido a Haplo en uno de los desdichados no muertos, él pondría fin a tan terrible existencia y proporcionaría la paz a su amigo patryn. No importaba lo que cualquiera alegara ni que alguien intentara impedirlo.

Los signos mágicos los condujeron hacia abajo de manera paulatina. Alfred había estado en las mazmorras con anterioridad y comprobó que iban en la dirección correcta. Lo mismo le pareció a Marit, que encabezaba la marcha con paso rápido e impaciente. Los dos se mantuvieron en guardia, pero no vieron nada. Ni siquiera los muertos ambulantes recorrían aquellos pasadizos.

Anduvieron tanto tiempo, sin ver nada salvo las runas sartán de la pared y el leve resplandor de las runas patryn de la piel de Marit, que Alfred cayó en una especie de trance horrífico.

Cuando Marit se detuvo bruscamente, el sartán, que avanzaba como un sonámbulo, tropezó con ella.

La mujer lo empujó contra la pared con un siseo disimulado.

—Veo luz ahí delante —anunció en voz muy baja—. Antorchas. Y ya sé dónde estamos. Delante de nosotros se encuentran las celdas. Probablemente, Haplo está preso en una de ellas.

—Aquí abajo todo parece muy tranquilo —cuchicheó Alfred—. Demasiado tranquilo...

Marit no le hizo caso y continuó avanzando por el pasadizo en dirección a la luz de las antorchas.

Alfred no tardó mucho en encontrar la celda. Los signos mágicos de la pared ya no lo guiaban; en las mazmorras, la mayoría de las runas sartán habían sido rotas o borradas deliberadamente. A pesar de ello, Alfred avanzó hacia el lugar correcto sin la menor vacilación, como si unos signos invisibles, creados por su propio corazón, se encendieran ante sus ojos.

El sartán echó una ojeada al interior de la celda antes de penetrar en ella y agradeció haberlo hecho. Haplo yacía en un lecho de piedra, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. No se movía. No respiraba.

Marit venía detrás, atenta y vigilante. Alfred tuvo un momento para dominar sus emociones antes de que la patryn, al ver que su compañero se detenía, adivinara de inmediato qué había descubierto.

La mujer se le adelantó en un abrir y cerrar de ojos. Alfred intentó retenerla, pero ella se desasió.

A toda prisa, Alfred hizo desaparecer los barrotes con una palabra mágica para evitar que Marit se lastimara tratando de pasar entre ellos. La patryn se detuvo un instante junto al lecho de piedra y a continuación, con un sollozo, se dejó caer de rodillas. Tomó la mano fría y sin vida de Haplo y empezó a frotarla como si pudiera hacerla entrar en calor. Las runas tatuadas en la piel del yaciente emitían un leve resplandor, pero la carne helada carecía de vida.

—Marit... —Alfred rompió el silencio con apuro, en voz baja—. No puedes hacer nada.

Los ojos del sartán se llenaron de lágrimas amargas; lágrimas de pesar y de lacerante dolor, pero también de alivio. Haplo estaba muerto, sí; ¡pero estaba muerto por completo! No ardía dentro de él, como una vela dentro de una calavera, asomo alguno de aquella horrible vida mágica. El cuerpo yacía sereno, con los ojos cerrados y el rostro relajado, libre de dolor.

—Ahora está en paz —murmuró. Penetró en la celda con lentitud y se detuvo junto a su enemigo y amigo.

Marit había vuelto a depositar la fláccida mano de Haplo sobre el pecho de éste, encima de la runa del corazón, y en aquel momento estaba sentada en el suelo, encogida, lamentándose a solas en un silencio dolorido, desgarrado.

Alfred se dio cuenta de que debía decir algo, rendir tributo de homenaje a su compañero de tribulaciones, pero las palabras resultaban inadecuadas. ¿Qué se decía a alguien que se había asomado al interior de uno y había visto, no lo que uno era, sino lo que podía ser? ¿Qué se decía a alguien que había forzado a manifestarse a aquella otra persona mejor que se escondía dentro de uno? ¿Qué se decía a quien le había enseñado a uno a vivir, cuando uno se habría dejado morir?

Todo aquello había hecho Haplo. Y ahora estaba muerto. Había entregado la vida por él, se dijo Alfred, por los mensch y por los patryn. Todos se habían servido de su fuerza y tal vez, sin saberlo, cada uno de ellos había terminado por consumir una parte de su energía vital.

—Mi querido amigo —susurró con voz entrecortada. Se inclinó sobre el yaciente y posó la mano sobre la de Haplo, encima de la runa del corazón—. Continuaré la lucha, te lo prometo. Retomaré las cosas donde tú las has dejado y haré lo que pueda. Tú descansa. No te preocupes más por el tema. Adiós, amigo mío. Adiós...

En aquel momento, las palabras de Alfred fueron interrumpidas por un gruñido.

CAPÍTULO 13

NECRÓPOLIS

ABARRACH

«No, muchacho! ¡Quieto!»

La voz de Haplo era insistente y perentoria. Su orden era terminante, estricta. Sin embargo...

El perro se encogió y emitió un leve gañido. Éstos eran amigos de confianza, gente que podía enderezar las cosas. Y, por encima de todo, era gente que se sentía desesperadamente infeliz. Gente que necesitaba un perro.

El animal se incorporó a medias.

«No, perro!», la voz de Haplo repitió la advertencia, seca y severa. « ¡No. ¡Es una trampa...!»

¡Ah!, se trataba de eso. ¡Una trampa! Aquellos amigos de confianza se encaminaban directamente hacia una trampa. Y, evidentemente, su amo sólo pensaba en la seguridad de su fiel perro. Lo cual, hasta donde el animal alcanzaba a razonar, dejaba la decisión... en sus patas.

Con un soplido jubiloso y excitado, el perro se levantó de su escondite y avanzó alegremente por el pasadizo.

—¿Qué ha sido eso? —Alfred dirigió una mirada temerosa a su alrededor—. He oído algo...

Se asomó al corredor y vio un perro. Brusca e inesperadamente, se encontró sentado en el suelo.

—¡Oh! ¡Oh, vaya! —Repitió una y otra vez—. ¡Oh!

El animal entró en la celda de un brinco, saltó al regazo de Alfred y le lamió la cara.

Alfred rodeó el cuello del animal con los brazos y se echó a llorar.

El perro rehuyó las sensiblerías de Alfred, se liberó de su abrazo y se encaminó hacia Marit. Con mucho cuidado, el animal alzó una pata y la posó en el brazo de la patryn.

Ella acarició la pata tendida, hundió la cara en el cuello del perro y también rompió a sollozar. Con un gañido compasivo, el perro se volvió hacia Alfred, suplicante.

—¡No llores, Marit! ¡Está vivo! —Alfred enjugó sus propias lágrimas. Arrodillado junto a la patryn, puso las manos en sus hombros y la obligó a levantar la cara y a mirarlo—. El perro... Haplo no está muerto. Todavía no. ¿No lo ves?

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