Marit no lo notó. Ardía de fiebre y estaba mareada y desorientada. Xar alivió su dolor en parte, pero no por completo.
—Pronto te sentirás mejor. Siéntate aquí —dijo su Señor, conduciéndola hasta el borde del lecho en el que yacía Haplo— y descansa. Tengo que tratar ciertos asuntos con el sartán.
—¡Mi Señor! —Marit tomó la mano de Xar, se aferró a ella—. ¡Mi Señor, el Laberinto...! ¡Nuestro pueblo lucha por su vida!
Xar endureció la expresión.
—Lo sé, hija mía. Y me propongo regresar. Nuestra gente será capaz de resistir hasta que...
—¡Mi Señor! ¡No lo comprendes! Las serpientes dragón han prendido fuego al Nexo. ¡La ciudad está en llamas! Nuestra gente..., ¡nuestro pueblo... muere...!
Xar se quedó boquiabierto. No podía dar crédito a lo que oía. Era imposible.
—¿El Nexo, ardiendo?
Al principio creyó que lo engañaba, pero en aquel momento volvían a estar unidos y vio la verdad en la mente de Marit. Vio el Nexo, la hermosa ciudad de torreones con esbeltas agujas blancas, su ciudad. No importaba que la hubieran construido sus enemigos. Él había sido el primero en pisarla. El primero en tomar posesión de ella.
La había conseguido con sangre y con un esfuerzo incesante. Y había llevado a ella a su pueblo. Su gente había convertido la ciudad en su hogar.
Y en aquel momento, a través de los ojos de Marit, veía el Nexo rojo de llamas y negro de humo y de muerte.
—Todo aquello por lo que he trabajado... ha desaparecido... —murmuró. La fuerza con la que sostenía a Marit decreció.
—Mi Señor, si vuelves allí... —Marit retuvo su mano entre las de ella—. Si vuelves con tu gente, harás revivir la esperanza. ¡Ve con los tuyos, mi Señor! ¡Te necesitan!
Xar titubeó. Recordó...
... No cruzó la Última Puerta caminando. Lo hizo a gatas, arrastrándose con el vientre por el suelo entre sus soportes de piedra cubiertos de runas. Había dejado tras de sí un reguero de sangre, un rastro que marcaba su camino a través del propio Laberinto. Parte de la sangre era suya; la mayor parte, de sus enemigos.
Cuando dejó atrás la frontera, se derrumbó sobre la hierba mullida. Rodó sobre la espalda, levantó la vista al cielo crepuscular, un cielo de rojos difuminados y púrpuras vaporosos, orlados de oro y naranja. Tenía que curarse, que dormir. Ya lo haría, más adelante. De momento, quería percibirlo todo; también el dolor. Aquél era su momento de triunfo y, cuando lo recordara, quería recordar también el dolor que lo había acompañado.
El dolor, el sufrimiento. El odio.
Cuando se dio cuenta de que debía darse prisa en curarse o moriría, se incorporó sobre un codo y miró a su alrededor, buscando refugio.
Y entonces vio por primera vez la ciudad que sus enemigos habían denominado el Nexo.
Era hermosa. La piedra blanca reflejaba tenuemente los colores del crepúsculo perpetuo. Xar apreció su belleza, pero también vio algo más.
Vio gente, su gente, trabajando y viviendo allí en paz y tranquilidad. Sin más miedo a los lobunos, los snogs y los dragones.
Había sobrevivido al Laberinto. Lo había derrotado. Había escapado de él. Era el primero. El primero de todos. Pero no seguiría solo mucho tiempo. Volvería allí. Al día siguiente, cuando estuviera completamente curado y descansado, volvería a atravesar la Puerta y rescataría a alguien más.
Sí, mañana volvería al Laberinto. Y al día siguiente. Volvería a entrar en aquella prisión terrible para conducir a su pueblo a la libertad. Llevaría a los suyos a aquella ciudad, a aquel refugio.
Las lágrimas le nublaron la vista. Unas lágrimas exprimidas de lo más profundo de Xar por el dolor, la fatiga y —por primera vez en su lúgubre existencia— por la esperanza.
Más tarde, mucho después, Xar contemplaría la ciudad con mirada clara y fría y vería ejércitos.
Pero, de momento, no era así. De momento, a través de las lágrimas, veía niños jugando...
En esta ocasión, en cambio, el cielo crepuscular aparecía negro de humo. Los cuerpos de los niños yacían en las calles, quemados y retorcidos.
Xar se llevó la mano a su runa del corazón, tatuada en su pecho hacía tantísimo tiempo. Entonces, su nombre era... ¿Cómo se llamaba en esa época? ¿Cuál era el nombre de aquel patryn que había cruzado a rastras la Última Puerta del Laberinto? Ya no lo recordaba. Lo había borrado y lo había rectificado con runas de fuerza y poder.
Igual que había modificado su visión.
¡Ah, ojalá pudiera recordar el nombre...!
—Volveré al Nexo —declaró Xar en el silencio impregnado de temor y respeto que emanaba de él. Un silencio que, por un instante, los había unido a todos en la esperanza. Que había unido a él incluso a su enemigo—. Volveré allí... a través de la Séptima Puerta.
Xar clavó su mirada en el sartán. Alfred, se hacía llamar. Pero aquél tampoco era su nombre real.
—Y tú me llevarás —añadió.
El perro soltó un sonoro ladrido, casi una orden. Pero podría haberse ahorrado la molestia.
—No —respondió Alfred al Señor del Nexo, con voz suave y triste—. No lo haré.
Xar dirigió la mirada al cuerpo tendido sobre el lecho de fría piedra.
—Tienes razón, sartán. Haplo aún está vivo. Pero también puedo hacer que deje de estarlo. ¿Qué te propones hacer al respecto?
Alfred palideció y se humedeció los labios, resecos.
—Nada —dijo y tragó saliva—. No puedo hacer nada.
—¿De veras? —preguntó Xar en tono afable—. El hechizo de nigromancia al que lo he sometido conserva su cuerpo. Su esencia, lo que tú llamas el alma, está atrapada dentro del perro. Dentro del cuerpo de un animal estúpido.
—Hay quien diría que todos estamos atrapados así —replicó Alfred, pero lo hizo con voz tan baja que nadie, salvo el perro, lo oyó.
—Tú puedes cambiar todo esto —continuó Xar—. Puedes devolverle la vida a Haplo.
El sartán se estremeció.
—¡No! ¡No puedo!
—¡Un sartán mentiroso! —Exclamó Xar con una sonrisa—. No habría creído posible tal cosa.
—No miento —aseguró Alfred, al tiempo que se erguía con aire digno—. Para formular el hechizo de nigromancia utilizaste la magia patryn, de modo que no puedo eliminarlo ni modificarlo...
—¡Ah!, pero podrías... —lo interrumpió el Señor del Nexo—. Dentro de la Séptima Puerta, podrías.
Alfred levantó las manos como para protegerse de un ataque, aunque nadie había hecho el menor movimiento hacia él. Luego, retrocedió hasta un rincón y contempló la celda como si la viese por primera vez como lo que era: una cárcel.
—¡No puedes pedirme tal cosa!
—Te lo pedimos los dos, ¿verdad, hija? —Xar se volvió hacia Marit. La patryn, tiritando de fiebre, alargó una mano temblorosa hasta tocar la helada piel de Haplo.
—Alfred...
—¡No! —Alfred se encogió contra la pared—. ¡No me pidas eso! A Xar no le importa Haplo. ¡Tu Señor se propone destruir el mundo, Marit!
—¡Lo que me propongo es deshacer lo que vosotros urdisteis, sartán! —Exclamó Xar, perdiendo la paciencia—. ¡Volver a unir los cuatro mundos...!
—¡Y convertirte en su único dueño y gobernarlo todo! Pero no podrías hacerlo, igual que Samah no pudo dominar los mundos que él creó. Lo que hizo estuvo mal, pero ha pagado por sus crímenes. Con el tiempo, el mal se ha corregido. Los mensch han construido nuevas existencias en estos mundos. Si haces lo que te propones, millones de inocentes morirán...
—Los supervivientes quedarán en mejor posición —replicó Xar—. ¿No era eso lo que decía Samah?
—¿Y qué me dices de tu gente, atrapada en el Laberinto?
—¡Será liberada! ¡Yo me encargaré de ello!
—Lo que harás será condenarlos. Los patryn tal vez escapen del Laberinto, pero no escaparán nunca de la nueva prisión que construirás para ellos. Una cárcel de miedo. Lo sé muy bien —añadió Alfred en un susurro pesaroso—. He pasado casi toda mi vida en una de ellas.
El Señor del Nexo guardó silencio. Pero no porque reflexionara sobre las palabras de Alfred, pues había dejado de prestar atención al sartán gimoteante. Xar trataba de encontrar el modo de forzar a aquel tipejo despreciable a cumplir su voluntad. El patryn era consciente del poder de Alfred; probablemente, lo conocía mejor que el propio sartán. Xar no dudaba que podía vencerlo, si se producía un combate entre los dos, pero no saldría ileso del lance, y era posible que Alfred resultara muerto en el enfrentamiento. Y, ante la poca suerte de Xar con la nigromancia, no era aconsejable tal resultado.
Había una posibilidad...
—Creo que será mejor que te retires a lugar seguro, hija. —Xar sujetó con firmeza a Marit y la apartó del lecho de piedra en el que reposaba el cuerpo de Haplo.
El Señor del Nexo trazó una serie de runas en la base del lecho y pronunció una orden.
La piedra estalló en llamas.
—¿Qué..., qué estás haciendo, mi Señor? —gritó Marit.
—No puedo resucitar a Haplo —explicó Xar con toda tranquilidad—. Y el sartán no utilizará su poder para devolverlo a la vida. Por lo tanto, el cuerpo no me sirve de nada. Ésta será la pira funeraria de mi siervo.
—¡No! ¡No puedes hacer eso, mi Señor! —Marit se lanzó sobre Xar y se agarró a sus ropas, suplicante—. ¡Por favor! ¡Esto..., esto destruirá a Haplo!
Los signos mágicos se extendieron lentamente alrededor del pie del lecho de piedra hasta formar un círculo de llamas y éstas ascendieron por la piedra devorando la magia, ya que no tenían otro combustible.
Hasta que alcanzaron el cuerpo.
Demasiado débil y enferma como para mantenerse en pie, a causa del veneno del lázaro, Marit se postró de rodillas.
—¡Mi Señor, te lo ruego!
Xar extendió la mano y acarició los cabellos de su sierva, apartándolos de su frente.
—No me supliques a mí, hija. Es el sartán quien tiene en su mano salvar a Haplo. ¡Ruégale a él!
Las llamas se multiplicaban y se hacían más altas. El calor se incrementaba.
—Yo... —Alfred abrió la boca.
«No!», le instó Haplo.
El perro miró a Alfred con severidad y lanzó un gruñido de advertencia.
—Pero si tu cuerpo se quema... —murmuró Alfred con la vista fija en las llamas.
«Que se queme! Y si Xar abre la Séptima Puerta, ¿qué? Tú mismo has dicho lo que sucedería».
Alfred tragó saliva y buscó aire con un jadeo.
—No puedo quedarme aquí, mirando, sin intervenir...
«Entonces, desmáyate, maldita sea!», respondió la voz de Haplo, con irritación. « ¡Ésta es la única ocasión de tu vida en que tus desvanecimientos serían de utilidad!»
—Pues no lo haré —declaró Alfred. Poco a poco, recuperó la firmeza e incluso ensayó una débil sonrisa—. Y me temo que debo encerrarte en mi prisión durante un tiempo, amigo mío.
El sartán inició una danza, moviéndose con aire solemne al son de una música que tarareaba por lo bajo.
Xar lo observó con recelo, preguntándose qué tramaba el Mago de la Serpiente. Un hechizo de ataque no, desde luego. Dadas las reducidas dimensiones de la celda, sería demasiado peligroso.
—¡Perro, ve con Marit! —Murmuró el sartán al tiempo que hacía un grácil paso de baile para salvar el bulto del animal—. ¡Ahora!
El animal corrió al lado de Marit y se quedó junto a ella, atento, en actitud protectora. En aquel mismo instante, dos ataúdes de cristal se materializaron en la estancia. Uno cubrió el cuerpo de Haplo. El otro envolvió al Señor del Nexo.
Dentro del ataúd de Haplo, las llamas menguaron hasta apagarse.
En el interior del otro ataúd, Xar pugnó por liberarse, rojo de rabia e impotencia.
Alfred ayudó a Marit a levantarse y a escapar de la celda. Juntos, salieron al oscuro pasadizo. El perro los siguió, pisándoles los talones.
—¡Fuera! —Exclamó Alfred, haciendo uso de su magia—. ¡Queremos salir de aquí!
A lo largo de la parte inferior de la pared, la hilera de signos mágicos azules se iluminó de nuevo. Cargado con Marit, Alfred siguió el camino que indicaban las runas, tambaleándose a ciegas en la oscuridad apenas rota por el fulgor mortecino de los signos mágicos. Sin embargo, pronto le pareció que el pasadizo descendía, que penetraba aún más profundamente bajo la superficie de Abarrach...
Y entonces lo asaltó el pensamiento aterrador de que aquellas runas tal vez lo guiaban directamente hacia la Séptima Puerta. Al fin y al cabo, los signos mágicos lo conducirían donde él quisiera y, en efecto, al invocarlos tenía en su mente la imagen de la Puerta.
«Bien, pues aparta esa idea de tu mente!», le ordenó la voz de Haplo. « ¡Piensa en la Puerta de la Muerte! ¡Concéntrate en eso!»
—Sí —dijo Alfred con un jadeo—. La Puerta de la Muerte...
De repente, los signos mágicos emitieron un destello y se apagaron, dejándolos sumidos en una oscuridad espantosa, que entorpecía su mente.
NECRÓPOLIS
ABARRACH
Encerrado en el ataúd por la magia sartán, Xar calmó su cólera y se cargó de paciencia para liberarse. Como un cuchillo afilado, su cerebro se deslizó en cada unión de las runas sartán, buscando un punto débil. Lo encontró y se aplicó a él con empeño, para descomponer la runa y mellar su magia. Cuando abrió una grieta, el resto de la estructura rúnica, realizada apresuradamente por Alfred, se desmoronó.
Xar reconoció su mérito al sartán: el Mago de la Serpiente era muy hábil. Hasta entonces, ninguna magia había paralizado y confundido por completo al Señor del Nexo. De no haber sido la situación tan crítica, tan apurada, Xar habría disfrutado del ejercicio mental.