La Séptima Puerta (19 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

Estaba en la celda de la prisión, sin otra compañía que la de Kleitus, y aquel montón de huesos y carne putrefacta apenas contaba. El lázaro continuaba bajo las ataduras del hechizo del patryn y no se movió. Xar no le prestó atención y dio unos pasos hasta llegar junto al cuerpo de Haplo, encerrado en el ataúd mágico del sartán.

El fuego funerario se había apagado. Si quería, Xar podía encenderlo de nuevo. Podía romper la magia que protegía a Haplo como había hecho con la que lo encarcelaba a él.

Pero no lo hizo.

Contempló el cuerpo yaciente y sonrió.

—No te abandonarán, hijo mío. Por mucho que intentes convencerlos, no lo harán. ¡Por tu culpa, Alfred me conducirá a la Séptima Puerta!

Xar se llevó la mano a la runa de la frente, la misma que había trazado, destruido y vuelto a dibujar en la frente de Marit. Una vez más, estaban unidos. Una vez más, compartía los pensamientos y oía las palabras de su hija. Pero en esta ocasión, si era cauto, Marit no sería consciente de su presencia.

El Señor del Nexo abandonó las mazmorras e inició la persecución.

Los signos mágicos habían dejado de iluminar su camino. Alfred consideró que era consecuencia de la confusión que reinaba en su mente, incapaz de decidir adonde ir. Después, se dijo que quizá fuese más seguro viajar sin guía. Si no sabían adonde iban, nadie podría saberlo tampoco. Así se lo dictaba su confusa lógica.

Invocó una runa y la hizo brillar débilmente en el aire, delante de él; el resplandor bastó para permitirles avanzar. Lo hicieron a trompicones, lo más deprisa posible, hasta que Marit no pudo continuar.

Alfred comprendió que la patryn estaba muy enferma. Notaba el calor del veneno en su piel tatuada. Su cuerpo se estremecía; el dolor la atenazaba, la torturaba. Marit se había esforzado con bravura por mantener la marcha, pero, en el último centenar de pasos, Alfred se había visto obligado a llevarla casi en volandas. Finalmente, era un peso muerto. Alfred tenía los brazos temblorosos y entumecidos de fatiga. No pudo seguir sosteniéndola, y Marit se derrumbó en el suelo.

El sartán se arrodilló a su lado. El perro lanzó un gañido y hundió el hocico en la fláccida mano de la patryn.

—Dame tiempo... para recuperarme —dijo ella entre jadeos.

—Puedo ayudarte... —Alfred se inclinó sobre ella y la miró en la penumbra.

—No. Monta guardia —le ordenó ella. Los tatuajes de su piel apenas emitían su débil resplandor—. Tu magia no detendrá a Xar... mucho tiempo.

Se sentó hecha un ovillo, con las rodillas encogidas hasta la barbilla y la cabeza apoyada en ellas. Rodeó las piernas con los brazos, bajó los párpados y cerró el círculo de su ser. Los signos mágicos de sus brazos brillaron con más calor, y los escalofríos cesaron. Encogida en la oscuridad, Marit se envolvió en calor.

Alfred observó con inquietud. Por lo general, se requería un sueño curativo para que un patryn se recuperara por completo. Se preguntó si se habría quedado dormida, y qué hacer si así era. Estuvo muy tentado de dejarla descansar, pues no había observado el menor rastro de que Xar los siguiera.

Tímidamente, alargó la mano para apartar los mechones húmedos de la frente de la mujer. Y entonces vio, con una punzada de dolor, que el signo que Xar había grabado en su frente, el signo mágico que unía a la patryn con su Señor, estaba entero otra vez.

Alfred se apresuró a retirar la mano.

—¿Qué...? —Sorprendida ante el helado tacto del sartán, Marit alzó la cabeza—. ¿Qué sucede?

—Nada..., nada —balbuceó Alfred—. Yo... pensaba que querrías dormir...

—¿Dormir? ¿Te has vuelto loco?

Rechazando su ayuda, Marit se puso en pie con esfuerzo.

La fiebre había bajado, pero las marcas del cuello seguían claramente visibles: unos cortes negros, que interrumpían los luminosos trazos de los tatuajes rúnicos. Marit se frotó las heridas con una mueca de dolor, como si quemaran.

—¿Adonde vamos?

«Fuera de aquí!», ordenó Haplo con urgencia. «Fuera de Abarrach. A través de la Puerta de la Muerte».

Alfred miró al perro y no supo muy bien qué responder. Marit vio su mirada y comprendió lo que sucedía. Movió la cabeza y declaró:

—No voy a dejar a Haplo.

—No podemos hacer nada por él, Marit...

La mentira de Alfred se perdió en el silencio. Sí que había algo que él podía hacer. Lo que Kleitus había dicho era cierto. Alfred, a esas alturas, le había dado muchas vueltas en la cabeza al asunto de la Séptima Puerta. Había repasado todo lo que había oído al respecto de boca de Orla, quien le había descrito cómo Samah y el Consejo habían utilizado la magia de la Séptima Puerta para efectuar la Separación de los mundos. Alfred también había hurgado en su propia memoria, evocando pasajes que había leído en los libros de los sartán. De todo ello dedujo que, una vez en ella, podía utilizar la poderosa magia de la Puerta para obrar maravillas inimaginables. Podía devolverle la vida a Haplo. Podía ofrecer el descanso en paz a Hugh
la Mano
. Podía, tal vez, incluso acudir en ayuda de quienes libraban su lucha desesperada en el Laberinto.

Pero la Séptima Puerta era el único lugar de los cuatro mundos en el que Alfred no se atrevía a entrar. No mientras Xar acechara, esperando a que lo hiciera.

El perro iba y venía por el pasadizo con paso nervioso.

«Desaparece de aquí, sartán!», dijo Haplo, leyéndole los pensamientos como de costumbre. « ¡Es a ti a quien busca Xar!»

—¡Pero no puedo dejarte! —protestó Alfred.

—Claro que no. —Marit le dirigió una mirada de perplejidad—. Nadie ha dicho que fueras a hacerlo.

«Muy bien, pues», respondía Haplo al mismo tiempo. «No me dejes. ¡Lleva contigo al perro! Mientras el maldito animal esté a salvo, Xar no puede hacerme nada».

Alfred oyó las dos voces que le hablaban simultáneamente y empezó a abrir y cerrar la boca con desesperada confusión.

—El perro... —murmuró, tratando de asirse a un punto sólido en la extraña conversación.

«Tú y Marit llevad al perro a un mundo donde esté seguro», repitió Haplo en tono paciente e insistente. «A uno donde Xar no pueda encontrarlo. Pryan, tal vez..».

Parecía una sugerencia acertada, cargada de sensatez: ponerse ellos mismos y al perro a salvo de riesgos. Pero había algo en la propuesta que no terminaba de encajar. Alfred sabía que, si se tomaba el tiempo necesario para detenerse a pensar a fondo en el asunto, descubriría dónde estaba la incongruencia; sin embargo, entre el miedo, la confusión y la sorpresa de poder comunicarse con Haplo de aquella manera, Alfred se hallaba completamente perplejo.

Marit estaba apoyada contra la pared con los ojos cerrados. Su magia, evidentemente, estaba demasiado debilitada a causa de la herida y no alcanzaba a sostener a la patryn, la cual, de nuevo, tiritaba con visibles muestras de dolor. El perro se agazapó a sus pies y la contempló con desolación.

«Si no se cura a sí misma... o si no la curas tú, sartán..., Marit morirá», dijo Haplo con tono urgente.

—Sí, tienes razón.

Alfred tomó una decisión y rodeó con el brazo los hombros de Marit; ella se puso tensa al notar el contacto, pero pronto se dejó caer contra él, sin fuerzas.

Era muy mala señal.

—¿Con quién estás hablando? —murmuró.

—Olvida eso —respondió el sartán sin alterar la voz—. Vamos...

Marit abrió los ojos como platos. Durante un momento, su cuerpo recuperó el vigor y una nueva esperanza alivió sus padecimientos.

—¡Haplo! —exclamó—. ¡Estás hablando con Haplo! ¿Cómo es posible?

—Una vez, Haplo y yo compartimos nuestras conciencias. Fue en la Puerta de la Muerte. Nuestras mentes cambiaron de cuerpo...

Por lo menos —añadió Alfred con un suspiro—, es la única explicación que se me ocurre.

Marit permaneció callada largo rato; por fin, murmuró en voz baja:

—Podríamos acudir a la Séptima Puerta enseguida, mientras mi Señor sigue aprisionado por tu magia.

Alfred titubeó y, mientras el pensamiento penetraba en su mente, los signos mágicos de la pared cobraron vida de pronto e iluminaron un pasadizo que, hasta aquel momento, había permanecido en sombras. En unas sombras tan densas que su existencia les había pasado totalmente inadvertida.

—Eso es —exclamó Marit, admirada—. Ése es el camino...

Alfred tragó saliva, excitado, tentado... y temeroso.

Pero, bien mirado, ¿cuándo no había tenido miedo, en toda su vida?

«No vayas!», le recomendó Haplo. «Esto no me gusta. A estas alturas, Xar ya debe de haberse liberado de tu hechizo».

Alfred vaciló.

—¿Sabes dónde está? ¿Puedes verlo?

«Lo que veo, es a través de los ojos del perro. Mientras tengas al chucho contigo, me tendrás también a mí... aunque no sé si esto va a servirnos de algo. Olvídate de la Séptima Puerta y abandona Abarrach mientras tienes ocasión de hacerlo».

—¡Alfred, por favor! —suplicó Marit al tiempo que se apartaba del sartán e intentaba sostenerse sola—. Mira, ya estoy bien...

Con un seco ladrido, el perro se incorporó a cuatro patas.

A Alfred le dio un vuelco el corazón.

—Yo no... Haplo tiene razón. Xar está buscándonos. ¡Tenemos que dejar Abarrach! Nos llevaremos al perro —añadió, con la vista fija en Marit, quien lo observaba con mirada iracunda. El fulgor de las runas brillaba en los febriles ojos de la patryn—. Iremos a alguna parte donde podamos descansar y tú puedas restablecerte debidamente. Después, volveremos aquí. Te lo prometo...

Marit lo apartó de un empujón, dispuesta a dejarlo atrás, a pasar por encima de él... o a través de él, si era necesario.

—Si no quieres llevarme a la Séptima Puerta, encontraré el...

La patryn se interrumpió a media frase. Un espasmo le estremeció el cuerpo, y se llevó las manos al cuello mientras, con dificultad, intentaba tragar aire. Doblada por la cintura, cayó al suelo a cuatro patas.

—¡Marit! —Alfred la tomó en brazos—. Tienes que salvarte tú, si quieres hacer algo por Haplo.

—Está bien —susurró ella, medio asfixiada—. Pero... volveremos a buscarlo.

—Te lo prometo —asintió Alfred, sin abrigar la menor duda al respecto—. Ahora, volvamos a la nave.

Los signos mágicos que conducían hacia la Séptima Puerta parpadearon y se apagaron.

Alfred empezó a entonar las runas en tono bajo y sonoro. Unos signos mágicos que brillaban tenuemente envolvieron al sartán, a Marit y al perro. Alfred continuó cantando las runas que abrían la posibilidad de que estuvieran a bordo de la nave...

Y, en un abrir y cerrar de ojos, el sartán y sus dos compañeros se encontraron en cubierta.

Y allí, esperándolos, estaba el Señor del Nexo.

CAPÍTULO 16

PUERTO SEGURO

ABARRACH

Alfred parpadeó, con los ojos muy abiertos. Marit, a punto de caerse, se sujetó a él.

Xar no prestó atención a ninguno de los dos, sino que alargó la mano para coger al perro, que permaneció quieto, con las patas rígidas y los dientes al descubierto, entre gruñidos.

«Dragón!», dijo Haplo.

¡Dragón!

Alfred se aferró a la posibilidad, al encantamiento. Dio un gran brinco en el aire y su cuerpo se contorsionó y danzó al son de la magia hasta que, de pronto, dejó de estar en la nave y se encontró volando a gran altura sobre ella. Xar ya no era un ser amenazador situado a su lado, sino una figurilla insignificante que levantaba la vista hacia él desde muy abajo.

Marit, apenas consciente, seguía agarrada al lomo de Alfred. Estaba cogida de su levita cuando el encantamiento lo había transformado y, por lo que se veía, la magia del sartán la había llevado con él. En cambio, el perro seguía en la cubierta, corriendo de un rincón a otro entre ladridos y con la vista levantada hacia Alfred.

—¡Ríndete, sartán! —Exclamó Xar—. Estás atrapado. No puedes dejar Abarrach.

«Claro que puedes!», dijo la voz de Haplo. « ¡Eres más fuerte que él! ¡Atácalo! ¡Recupera la nave!»

—Pero..., podría hacer daño al perro —protestó Alfred.

En aquel momento, Xar retenía al animal por el cogote.

—Es posible que recuperes tu nave y me obligues a dejarla, sartán. Pero ¿qué harás entonces? ¿Marcharte sin tu amigo? ¡El perro no podrá pasar la Puerta de la Muerte!

El perro no podrá pasar la Puerta de la Muerte.

—¿Es cierto eso, Haplo? —quiso saber Alfred. Y, comprendiendo que Haplo no lo haría, respondió a su propia pregunta—: Lo es, ¿verdad? Ya sabía que esa sugerencia tuya tenía algún fallo. ¡El perro no puede atravesar la Puerta de la Muerte, si no es contigo!

Haplo no contestó.

El dragón, inquieto e indeciso, sobrevoló la nave en un círculo. Abajo, el perro, sujeto por la mano de Xar, observó la escena y emitió un gañido.

—No dejaras a tu amigo abandonado a su suerte, Alfred —gritó Xar—. No podrás hacerlo. El amor rompe el corazón, ¿verdad, sartán?

El dragón titubeó y entrecerró las alas. Alfred se disponía a entregarse.

«No!», exclamó Haplo.

El perro se revolvió contra Xar y lanzó un ataque feroz. Sus afilados colmillos atravesaron la manga de la túnica negra del Señor del Nexo. Xar soltó al babeante animal y retrocedió un paso.

Al instante, el perro saltó de la cubierta y aterrizó en el embarcadero, de donde escapó lo más deprisa que pudo, en dirección a la ciudad abandonada de Puerto Seguro.

El dragón descendió y, con actitud protectora, voló sobre el perro hasta que éste hubo desaparecido entre las sombras de los edificios en ruina. Resguardado en una casa vacía, el perro se detuvo, jadeante, para comprobar si venía alguien tras él.

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