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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Séptima Puerta

 

La batalla de Abri ha terminado con victoria, pero a un terrible coste, Haplo, mortalmente herido, ha sido capturado por Xar y trasladado a Abarrach. Allí, Xar se propone convertir a Haplo en uno de los atormentados no muertos, para obligarlo a revelar dónde se encuentra la legendaria Séptima Puerta. Mientras tanto, Marit y Hugh "la Mano" se hallan atrapados en el Laberinto, donde buscan a Alfred. Aunque se le da por muerto, su poderosa magia es imprescindible para defenderse de las serpientes dragón y para rescatar a Haplo. Cuando Marit descubre que Alfred ha sido capturado con vida por los temibles dragones, casi cede a la desesperación. Pero, de pronto, la esperanza llega al Laberinto cuando los dragones buenos de Pryan, conducidos por el viejo Zifnab, el mago chiflado, hacen acto de presencia para unirse a la lucha contra sus malvados parientes. Asimismo los sartán también han sido convocados. Y si se pudiera convencer a Xar de que abandonara su obsesión por la Séptima Puerta y participara en el gran combate, tal vez habría alguna posibilidad...

Margaret Weis & Tracy Hickman

La Séptima Puerta

El Ciclo de la Puerta de la Muerte

Volumen 7

ePUB v1.1

geromar
15.07.11

Título original: The Seventh Gate (Volumen 7 The Death Gate Cycle)

Traducción: Hernán Sabaté

© 1993 by Margaret Weis and Tracy Hickman

Published by arrangement with Bantam Books, a división of

Bantam Doubleday Dell Publishing Group, Inc., New York.

© Grupo Editorial Ceac, S.A. 1994, 1996

Para la presente versión y edición en lengua castellana.

Timun Mas es marca registrada por Grupo Editorial Ceac, S.A.

ISBN: 84–480–3065–6 (Obra completa)

ISBN: 84–480–3070–0 (volumen 6)

Depósito legal: B. 28.612-1997

Printed in Spain

A los doctores «Jay» Seldara,

de Lake Geneva, Wisconsin,

y JOHN HANSON, de Milwaukee,

Wisconsin, por la esperanza

Margaret Weis

Y por esa puerta entrarán,

y en esa casa habitarán, donde no habrá nube ni sol,

oscuridad ni deslumbramiento,

sino una luz igual, ruido ni silencio, sino una música igual,

temores ni esperanzas, sino una posesión igual,

amigos ni enemigos, sino una comunión e identidad iguales,

finales ni comienzos, sino una eternidad igual.

John Donne
,
Sermons, XXVI

CAPÍTULO 1

ABRI

EL LABERINTO

Vasu se hallaba en lo alto de la muralla, silencioso y pensativo, mientras, a sus pies, las puertas de la ciudad de Abri se cerraban con estruendo. Amanecía, lo cual, en el Laberinto, sólo significaba que la negrura de la noche adquiría un tono grisáceo. Pero aquel amanecer era distinto de los demás. Era más glorioso... y más aterrador. Estaba iluminado por la esperanza y oscurecido por el miedo.

Era un amanecer que descubría la ciudad de Abri, en el mismo centro del Laberinto, aún en pie y victoriosa tras una batalla terrible con sus más implacables enemigos.

Era un amanecer tiznado del humo de las piras funerarias, un amanecer en el cual los vivos podían exhalar un suspiro trémulo y atreverse a esperar que la vida futura fuese mejor.

Era un amanecer iluminado por un pálido fulgor rojizo en el lejano horizonte, un resplandor que resultaba estimulante, tonificante. Los patryn que guardaban las murallas de la ciudad volvían los ojos hacia aquella luminosidad extraña y sobrenatural, sacudían la cabeza y hacían comentarios en tonos graves y ominosos.

—Eso no presagia nada bueno —decían con gesto sombrío.

¿Quién podía recriminarles su actitud sombría? Vasu, no. Él, que sabía lo que se avecinaba, desde luego que no. Pronto tendría que revelárselo y, con ello, hacer añicos la alegría de aquel amanecer.

—Ese resplandor —tendría que decirle a su pueblo— es el fuego de la guerra. De la feroz batalla por el control de la Última Puerta. Las serpientes dragón que nos atacaron no fueron vencidas, como creísteis. Sí, matamos a cuatro de ellas; pero, por las cuatro que murieron, otras ocho han nacido. Y ahora atacan la Última Puerta con el propósito de cerrarla y de atraparnos a todos en esta espantosa prisión. «Nuestros hermanos, los que viven en el Nexo y los que están cerca de la Última Puerta, se enfrentan a ese mal y, por tanto, aún tenemos motivos para la esperanza. Pero los nuestros son pocos en número y el mal es vasto y poderoso.

«Nosotros estamos demasiado lejos como para acudir en su ayuda. Demasiado lejos. Cuando llegáramos, si lográramos hacerlo con vida, sería demasiado tarde. Sí, tal vez sería demasiado tarde.

»Y, una vez cerrada la Última Puerta, el mal en el Laberinto se hará más fuerte. Nuestro miedo y nuestro odio se volverán más intensos para compensarlo, y el mal se alimentará de ese miedo y de ese odio y se hará aún más poderoso.

Todo era inútil, se dijo Vasu, y así debía decírselo al pueblo. La lógica, la razón, le decía que todo estaba perdido. Entonces, ¿por qué, allí de pie en la muralla, con la vista fija en el resplandor rojizo del cielo, sentía aún una esperanza?

No tenía sentido. Exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.

Una mano lo tocó en el brazo.

—Mira, dirigente. Han conseguido alcanzar el río.

Al lado de Vasu, uno de los patryn había malinterpretado el suspiro, sin duda, creyendo que expresaba inquietud por la pareja que había abandonado la ciudad en la última hora de oscuridad previa al alba para emprender la búsqueda —arriesgada e inútil, probablemente— del dragón verde y dorado que había combatido por ellos en los cielos sobre Abri. El dragón verde y dorado que era el Mago de la Serpiente y que también era el sartán de andares torpes con nombre de mensch, Alfred.

Y Vasu, era cierto, temía por ellos, pero también tenía esperanza. Aquella misma esperanza ilógica, irracional.

Vasu no era un hombre de acción. Era un hombre de reflexiones, de imaginación. No tenía más que contemplar su cuerpo sartán, blando y rechoncho, para constatarlo. Debía reflexionar cuál había de ser el paso siguiente de su pueblo. Debía hacer planes y decidir cómo debían prepararse todos para lo inevitable. Debía contarles la verdad, pronunciar su discurso de desesperanza.

Pero no hizo nada de ello. Se quedó en las murallas, siguiendo con la mirada al mensch conocido por Hugh
la Mano
y a Marit, la patryn.

Se dijo que no volvería a verlos. Los dos se aventuraban en el Laberinto, peligroso en cualquier momento pero doblemente letal ahora que sus derrotados enemigos acechaban llenos de rabia a la espera de vengarse. El mensch y la patryn habían emprendido una misión desesperada y temeraria. No volvería a verlos más, y tampoco a Alfred, el Mago de la Serpiente, el dragón verde y dorado en cuya busca habían partido.

Vasu continuó en la muralla y aguardó —con esperanza— su regreso.

El Río de la Rabia, que fluía bajo los muros de la ciudad de Abri, estaba helado. Sus enemigos habían congelado sus aguas mediante hechizos. Las repulsivas serpientes dragón habían convertido el río en hielo para que sus tropas pudieran cruzar con más facilidad.

Mientras descendía trabajosamente la pendiente sembrada de rocas de la ribera del río, Marit mostró una sonrisa ceñuda. La táctica de sus enemigos le sería de utilidad.

Sólo había un pequeño problema.

—¿Dices que esto es obra de magia? —Hugh
la Mano
, que descendía la pendiente detrás de ella, se deslizó hasta detenerse junto a la placa de hielo negro y tanteó éste con la puntera de la bota—. ¿Cuánto tiempo durará el hechizo?

Ése era el problema.

—No lo sé —se vio obligada a reconocer Marit.

—Ya—refunfuñó Hugh—. Me lo esperaba. Podría cesar cuando estuviéramos en el medio.

—Podría —asintió Marit.

La patryn se encogió de hombros. Si sucedía tal cosa, estarían perdidos. Las impetuosas aguas, de un negro intenso, los aspirarían, les helarían la sangre, arrastrarían sus cuerpos contra las rocas cortantes y, teñidas ya con la sangre, llenarían sus pulmones.

—¿No hay más remedio? —Hugh
la Mano
se había vuelto hacia ella y miraba fijamente los signos mágicos azules tatuados en su cuerpo. El mensch se refería, naturalmente, a la magia de la patryn.

—Yo quizá podría transportarme a la otra orilla —respondió Marit. En realidad, no estaba segura de ello. La batalla del día anterior la había debilitado; el enfrentamiento con Xar, el Señor del Nexo, había tenido el mismo efecto en su espíritu—. Pero no sería capaz de llevarte conmigo.

La patryn posó el pie sobre el hielo y notó cómo el frío le penetraba hasta el tuétano. Encajó las mandíbulas para evitar que le castañetearan los dientes, contempló la lejana orilla opuesta y añadió: —Sólo será una carrera corta. No nos llevará mucho tiempo.

Hugh
la Mano
no dijo nada. Tenía la vista fija... no en la orilla, sino en el hielo.

Y, entonces, Marit cayó en la cuenta. Aquel hombre, un asesino profesional que no temía a nada en su mundo, había encontrado en aquél algo que sí le causaba espanto: el agua.

—¿De qué tienes miedo? —preguntó en tono burlón, con la esperanza de picarlo en el amor propio si lo ridiculizaba—. No puedes morir...

—Sí que puedo —la corrigió él—. Lo que no puedo es permanecer muerto. Y no me importa confesar, señora mía, que esta clase de muerte no me atrae en absoluto.

—A mí, tampoco —replicó ella en tono mordaz, pero Hugh vio que había retirado rápidamente el pie del hielo; Marit no iba a ninguna parte.

Ella hizo una profunda inspiración.

—Sígueme o no; es cosa tuya.

—En cualquier caso, no te soy de mucha utilidad —dijo él con acritud, al tiempo que abría y cerraba los puños—. No puedo protegerte ni defenderte... Ni siquiera puedo protegerme a mí mismo.

Hugh no podía morir ni podía matar. Todas las flechas que disparaba erraban el blanco, todos los golpes que lanzaba quedaban cortos, todas las estocadas de su espada salían desviadas.

—Yo puedo defenderme sola —respondió Marit—. Y puedo defenderte a ti, incluso. Pero te necesito conmigo porque conoces a Alfred mucho mejor que yo...

—No, no es verdad —disintió él—. No creo que nadie conozca a Alfred. Ni siquiera él mismo. Haplo, tal vez, pero eso no nos sirve de mucho, ahora.

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