La Séptima Puerta (3 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

—Había muchos dragones luchando —protestó Hugh.

—Pero los dragones del Laberinto tienen las escamas rojas, no verdes. No; éste tiene que ser Alfred.

—Lo que tú digas, pero yo no le daría crédito. ¡Un hombre que se transforma en dragón! —exclamó Hugh con un bufido.

—El mismo hombre que te trajo de vuelta de entre los muertos —le recordó Marit secamente—. Vamos.

El rastro de sangre, lamentablemente fácil de seguir, se internaba en el bosque. Encontraron gotas brillantes sobre la hierba y salpicando las hojas de los árboles. En ocasiones, una espesura de arbustos espinosos o un tupido seto los obligaba a dar un rodeo, pero siempre podían encontrar de nuevo el sendero fácilmente. Demasiado fácilmente. El dragón, Alfred, había perdido mucha sangre.

—Si ese dragón es Alfred, ¿por qué se aleja de la ciudad? —preguntó Hugh mientras salvaba un tronco caído encaramándose a él—. Si está herido de tal gravedad, lo razonable sería volver a la ciudad en busca de ayuda.

—En el Laberinto, las madres suelen alejarse de su refugio para apartar de sus hijos al enemigo. Creo que eso mismo hace Alfred. Por eso no ha volado hacia la ciudad. Alguien lo perseguía y Alfred ha desviado deliberadamente a su enemigo para que no encuentre a los míos. ¡Cuidado! ¡No te acerques a eso! —Marit asió a Hugh y evitó que se adentrara en una maraña de hojas verdes de aspecto inocuo—. Es una hiedra sofocante. Si se enreda en el tobillo, corta hasta el hueso. Te quedarías sin pie izquierdo.

—En buen lugar nos hemos metido, mi señora —murmuró Hugh al tiempo que retrocedía—. Esta condenada hiedra está por todas partes. No hay manera de rodearla.

—Tendremos que subir.

Marit se encaramó a un árbol y trepó de rama en rama.

Hugh
la Mano
la siguió, más lento y más torpe. Sus pies casi rozaron la amenazadora planta, cuyas hojas verdes y florecillas blancas se agitaron y crujieron debajo de él.

Marit señaló con aire sombrío los restos de sangre que manchaban el tronco. Hugh emitió un gruñido y no dijo nada.

La patryn regresó al suelo al otro lado del macizo de enredaderas y se frotó la piel. Los signos mágicos habían empezado a emitir un leve resplandor, advirtiéndola de algún peligro. Al parecer, no todos sus enemigos habían corrido a la Última Puerta para librar batalla. Marit continuó su avance con más urgencia y más cautela.

Al emerger de una zona de tupida vegetación, se encontró de pronto, inesperadamente, en un calvero del bosque.

—¡Échale un vistazo a esto! —Hugh emitió un silbido grave. Marit miró, asombrada.

En el bosque se había abierto un amplio surco de destrucción. El suelo estaba cubierto de arbolillos rotos cuyas ramas, quebradas y torcidas, pendían de los troncos hechos pedazos. Las hierbas y los arbustos estaban aplastados en el fango. El terreno estaba sembrado de ramitas y de hojas. Por toda la zona había esparcidas escamas verdes y doradas que brillaban como joyas bajo el amanecer grisáceo.

Algún cuerpo escamoso de gran tamaño había caído del cielo y se había estrellado entre los árboles. Alfred, sin duda.

Pero ¿dónde estaba ahora?

—Puede que se lo haya llevado alguna... —empezó a decir Marit.

—¡Chist!

Hugh acompañó su advertencia con un gesto enérgico; tomó de la muñeca a la patryn y tiró de ella para que se cubriera entre los arbustos.

Marit se agachó, se quedó completamente quieta y aguzó el oído para captar el sonido que había llamado la atención del mensch.

El silencio del bosque era interrumpido de vez en cuando por la caída de una rama, pero no escuchó nada más. Demasiado silencio. Marit miró a Hugh con expresión inquisitiva. Él acercó el rostro y le cuchicheó al oído:

—¡Voces! Juro que he oído algo que podría ser una voz. Ha callado cuando tú has hablado.

Marit asintió. Ella no había hablado en voz muy alta; fuera lo que fuese, debía de estar cerca. Y tenía un oído muy agudo.

Paciencia. Se aconsejó a sí misma tener calma y esperar a que el desconocido peligro se concretara. Casi sin respirar, ella y Hugh esperaron los acontecimientos.

Entonces oyeron la voz. Hablaba con un sonido chirriante, horrible al oído, como el rechinar de los bordes mellados de unos huesos rotos. Marit se estremeció e incluso Hugh
la Mano
se acobardó. Su rostro se contrajo de repulsión.

—¿Qué...?

—¡Un dragón! —susurró la patryn, helada de espanto.

Ésa era la causa de que Alfred no hubiera vuelto a la ciudad. Lo perseguía y, probablemente, lo había atacado la criatura más temible del Laberinto.

Las runas de su cuerpo resplandecían ahora con intensidad, y Marit reprimió el impulso de dar media vuelta y escapar.

Una de las leyes del Laberinto decía que no se debía plantar batalla a un dragón rojo a menos que se estuviera arrinconado y no se tuviera escapatoria. En este caso, uno sólo se volvía contra el dragón para obligar a éste a darle muerte rápidamente.

—¿Qué dice? —Preguntó Hugh—. ¿Consigues entenderlo?

Marit asintió, espantada.

El dragón hablaba en el idioma de los patryn. Marit tradujo sus palabras a Hugh.

—No sé qué eres —decía el dragón—. Nunca había visto nada como tú. Pero me propongo descubrirlo. Y necesito un momento de tranquilidad para estudiarte. Para desmontarte.

—¡Maldita sea! —Masculló Hugh—. ¡Sólo de oír a esa cosa me dan ganas de mearme en los pantalones! ¿Crees que todo eso se lo dice a Alfred?

Marit asintió. Sus labios se apretaron hasta convertirse en un fino trazo. Sabía qué debía hacer; sólo deseaba tener el valor necesario para ello. Se frotó el brazo para calmar el escozor de los signos mágicos de protección, que despedían su fulgor azulado y rojo, y, haciendo caso omiso de sus advertencias, empezó a avanzar a hurtadillas hacia la voz utilizando el sonido atronador de ésta para cubrir sus propios movimientos entre la espesura. Hugh
la Mano
siguió sus pasos.

Estaban a favor de viento con respecto al dragón, de modo que la bestia no podría captar el olor que despedían. Marit sólo deseaba echar un vistazo a la criatura para comprobar si realmente había capturado a Alfred. Si no era así —y tal era la ferviente esperanza de la patryn—, podría por fin obedecer al sentido común y escapar de allí.

No era vergonzoso huir de un enemigo tan poderoso. El único patryn que Marit conocía que hubiera luchado contra un dragón del Laberinto y hubiese sobrevivido era su señor, Xar, y él nunca hablaba del lance; cuando surgía alguna mención al tema, su rostro se ensombrecía.

—¡Que los antepasados se apiaden...! —musitó Hugh.

Marit le apretó la mano para exigirle silencio. Desde aquel punto, podían observar claramente al dragón. Las esperanzas de Marit desaparecieron.

Apoyado contra el tronco de un árbol roto, de pie, había un hombre alto y delgaducho de cabeza calva —manchada de sangre—, vestido con los restos hechos jirones de lo que un día habían sido unos calzones y una levita de terciopelo. Cuando lo habían visto durante la batalla, estaba en forma de dragón. Y, a juzgar por la destrucción que habían observado en el bosque, aún seguía en dicha forma cuando se había estrellado de cabeza contra el suelo.

Pero ahora ya no conservaba su forma de dragón. O bien estaba demasiado débil como para mantener su transformación mágica o, tal vez, su enemigo había utilizado su propia magia para poner de manifiesto la verdadera apariencia del sartán.

Alfred estaba consciente, algo insólito si se tenía en cuenta que su primera reacción ante cualquier clase de peligro era caer desmayado. Incluso conseguía plantar cara a su terrible enemigo con cierta dosis de dignidad pese a tener un brazo roto y a la expresión, contraída de dolor, de su ceniciento rostro.

El dragón se cernió sobre su presa. La testuz de la bestia era enorme, chata y redondeada, con hileras de dientes afilados como cuchillas que sobresalían de la mandíbula inferior. Sostenida sobre un cuello que, en comparación, parecía demasiado delgado, la cabeza se mecía adelante y atrás en un movimiento oscilante y constante que a veces dejaba hipnotizada a su desdichada víctima. Dos ojillos vivos, a ambos lados de la cabeza, se movían independientemente. Los ojos podían enfocar en cualquier dirección, incluso hacia adelante o hacia atrás, lo cual permitía al dragón ver todo lo que tenía alrededor.

El par de patas delanteras, fuertes y potentes, poseía unas «manos» como zarpas que podían agarrar objetos y transportarlos por el aire. De los hombros brotaban unas alas enormes y las patas traseras, también muy musculosas, servían al dragón para tomar impulso y despegar del suelo.

Sin embargo, la parte más mortífera de la bestia era la cola. El apéndice del dragón rojo se enroscaba sobre el cuerpo o se agitaba en torno a él. En el extremo tenía un aguijón bulboso que inyectaba veneno en la víctima. Un veneno que podía matarla o, en pequeñas dosis, dejarla paralizada.

La cola se agitó alrededor de Alfred.

—Quizá te escueza un poco —tronó el dragón—, pero esto te mantendrá dócil durante nuestro viaje de regreso a mi cueva.

La punta del aguijón abrió un corte superficial en la mejilla de Alfred. Con un chillido, el cuerpo de éste dio una brusca sacudida. Marit apretó los puños con fuerza, hasta clavarse las uñas en la carne. A su lado, alcanzó a oír la respiración entrecortada de Hugh.

—¿Qué hacemos? —consiguió articular éste, al tiempo que se pasaba el revés de la mano por los labios. El mensch tenía el rostro bañado en sudor.

Marit volvió la vista al dragón. Un Alfred fláccido y que no ofrecía resistencia colgaba de las zarpas delanteras de la bestia. El dragón transportaba a su presa descuidadamente, como un chiquillo llevaría una muñeca de trapo.

Por desgracia, el infeliz sartán seguía consciente, con los ojos muy abiertos y casi desorbitados de miedo. Esto era lo peor del veneno del dragón: que mantenía a la víctima paralizada pero consciente, de modo que se diera cuenta de todo lo que le hacía.

—Nada —respondió Marit en un susurro.

—¡Pero tenemos que actuar de alguna manera! —Hugh le dirigió una mirada enfurecida—. ¡No podemos permitir que escape...!

Marit tapó la boca a Hugh con la mano. El mensch había cuchicheado sus palabras apenas en un susurro, pero la enorme cabeza del dragón se volvió hacia ellos rápidamente y sus ojos escrutaron el bosque.

La ominosa mirada recorrió la zona en la que estaban; después, se dirigió hacia otro lado. El dragón continuó la búsqueda un rato más hasta que, quizá perdiendo interés, emprendió la marcha.

Y lo hizo por tierra. Marit recobró la esperanza.

El dragón avanzaba caminando, no volando. Había empezado a desplazar su enorme mole por el bosque transportando a Alfred entre sus zarpas. Y, una vez que la bestia se había vuelto hacia ella, Marit había advertido que la terrible criatura estaba herida. No de mucha gravedad, pero lo suficiente como para impedirle remontar el vuelo. Una de las alas tenía la membrana desgarrada, con un gran agujero en el centro.

Era un punto en favor de Alfred, se dijo Marit en silencio. Después, emitió un suspiro. Aquella herida no haría sino enfurecer aún más al dragón. Seguro que mantendría vivo a Alfred mucho, muchísimo tiempo.

Y seguro que a Alfred no le haría ninguna gracia.

Marit se quedó inmóvil y en silencio hasta que el dragón estuvo a suficiente distancia como para no alcanzar a verlos o a oírlos. Mientras tanto, cada vez que Hugh intentaba decir algo, ella fruncía el entrecejo y movía la cabeza en gesto de negativa. Cuando la patryn ya no pudo captar el estruendo del dragón al abrirse paso a través del bosque, se volvió hacia él.

—Los dragones tienen un oído excelente, recuérdalo. Por poco consigues que nos mate.

—¿Y por qué no lo hemos atacado? —Quiso saber Hugh—. ¡La condenada bestia está herida! Con tu magia... —hizo un gesto con la mano, demasiado furioso como para terminar la frase.

—Con mi magia no habría conseguido nada de nada —replicó Marit—. Esos dragones tienen su propia magia y es mucho más poderosa que la mía... aunque, probablemente, ni siquiera se habría molestado en utilizarla. Ya viste ese aguijón. La bestia mueve la cola con una rapidez vertiginosa y pica como un rayo. Un toque de ese apéndice venenoso deja a su víctima paralizada e impotente, como a Alfred.

—¿Entonces, qué? ¿Nos rendimos? —Hugh le dirigió una mirada torva.

—No, nada de eso —respondió Marit. De inmediato, se volvió de espaldas al mensch para que éste no pudiera ver su expresión, para que no observara lo maravillosa que le sonaba la palabra «rendirse». Con gesto resuelto, empezó a abrirse paso entre los árboles de troncos astillados y los matorrales y hierbas aplastados.

—Lo seguiremos. El dragón ha dicho que se proponía llevar a Alfred a su cueva. Si conseguimos descubrir el cubil de la bestia, tal vez logremos dar con la manera de rescatar al sartán.

—¿Y si mata a Alfred mientras va de camino?

—No lo hará —afirmó Marit. Si de algo estaba segura, era de esto—. Los dragones no matan a sus presas enseguida. Las mantienen vivas para entretenerse.

El rastro del dragón era fácil de seguir. La criatura aplastaba cuanto se interponía en su camino, sin desviarse un ápice de una ruta recta a través del bosque. Árboles gigantes eran arrancados de raíz con un golpe de su cola poderosísima. Arbustos y matorrales eran aplastados por las grandes patas traseras. La hiedra sofocante, que trataba de enredar sus zarcillos cortantes en torno al dragón, advertía demasiado tarde lo que había atrapado. Las enredaderas quedaban en el suelo, ennegrecidas y humeantes.

Hugh y Marit continuaron avanzando tras la estela de destrucción del dragón. La marcha resultaba ahora mucho más fácil, pues el dragón les despejaba el camino con toda eficacia. Con todo, Marit insistió en mantener la máxima cautela, aunque Hugh protestó. No era probable, decía, que el dragón alcanzara a oírlos, con el estruendo que producía. Y, cuando la criatura cambió de dirección y empezó a viajar a favor de viento, Marit se detuvo a embadurnarse de fango pestilente en una ciénaga y obligó a Hugh a imitarla.

—Una vez vi a un dragón destruir un asentamiento de pobladores —explicó Marit mientras se aplicaba el fango en los muslos y dejaba que resbalase por las pantorrillas—. La bestia era muy lista. Podría haber atacado el asentamiento, haberlo quemado y haber matado a sus habitantes, pero poca diversión le habría proporcionado eso. Así, en lugar de arrasarlo todo, capturó vivos a dos patryn, jóvenes y fuertes. A continuación, procedió a torturarlos.

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