La Séptima Puerta (7 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

EL LABERINTO

—No puedo... continuar.

Alfred se dejó caer hacia adelante y se quedó en el suelo, muy quieto. Marit lo contempló con frustración. Estaban perdiendo mucho tiempo. Sin embargo, aunque no le gustaba reconocerlo, ella tampoco sería capaz de llegar mucho más lejos sin descanso. Ya casi no se acordaba de la última vez que había echado una cabezada.

—Muy bien —se limitó a responder, al tiempo que tomaba asiento en un tocón del bosque—. Pero sólo unos momentos, hasta que recobremos la respiración.

Alfred yacía con los ojos cerrados y el rostro semienterrado en el fango. Parecía viejo, muy viejo y encogido. A Marit le costó trabajo convencerse de que aquel sartán anciano y frágil era, no hacía mucho, una criatura tan bella y poderosa como aquel dragón verde y dorado que había visto sobre Abri...

—¿Qué le sucede ahora? —preguntó
la Mano
al penetrar en el pequeño claro del bosque donde se habían detenido sus compañeros de fuga. Hugh los había estado siguiendo a cierta distancia, atento al camino para cerciorarse de que nadie los seguía.

Marit se encogió de hombros, demasiado fatigada como para contestar. La patryn sabía muy bien qué le sucedía a Alfred: lo mismo que a ella. ¿De qué servía seguir luchando? ¿Por qué molestarse?

—He encontrado agua —anunció Hugh—. No lejos de aquí... —añadió, e indicó la dirección con la mano.

Marit movió la cabeza en un gesto de negativa. Alfred no hizo el menor movimiento.

Hugh se sentó junto a ellos, nervioso e incómodo. Permaneció así unos instantes, recurriendo a toda su paciencia, pero muy pronto se puso en pie otra vez.

—Estaríamos más seguros en Abri...

—¿Durante cuánto tiempo? —Replicó Marit con acritud—. Mira. Observa ahí arriba.

Hugh alzó la vista entre la maraña de ramas. El cielo, gris hasta entonces, estaba teñido ahora de un leve tono entre rosa y anaranjado.

Desde hacía un rato, Marit apenas notaba el hormigueo de las runas de su piel. No había ningún enemigo en las inmediaciones. No obstante, aquel fuego rojo en el cielo daba la impresión de consumir sus últimas esperanzas.

Rendida por el cansancio, cerró los ojos.

Y, de nuevo, vio el mundo a través de los ojos del dragón. Estaba sobrevolando Abri y vio sus edificios y sus gentes, sus murallas protectoras, las armas plantadas en el terreno que se extendían para rodear a los hijos de la tierra.

Los hijos. Su hija. Suya y de Haplo...

Una niña, de nombre Rué. Ahora debía de tener ocho puertas, más o menos. Marit alcanzó a verla: delgada y fuerte, alta para su edad, con el cabello castaño de su madre y la serena sonrisa de su padre.

Marit lo vio todo con perfecta nitidez.

—Nosotros le enseñamos a cazar pequeñas piezas, a despellejar un conejo, a capturar peces con las manos... —le aseguraba al dirigente Vasu, el cual había aparecido de la nada inexplicablemente—. Ya tiene edad suficiente para ser de cierta utilidad para nosotros. Me alegro de que decidiéramos quedarnos con ella en lugar de dejarla con los residentes.

Rué sabía correr deprisa si surgía la necesidad. Y era capaz de pelear si se veía acorralada. La pequeña tenía su propia daga cubierta de runas, regalo de su madre.

—Yo la adiestré en su uso —le decía Marit al dirigente—. No hace mucho, Rué hizo frente a un snog con esa arma. Mantuvo a raya a la criatura hasta que su padre y yo pudimos acudir en su rescate. Y aseguró que no había tenido miedo, aunque luego, en mis brazos, no dejaba de temblar. Después, se acercó Haplo y le hizo unas carantoñas hasta que Rué se echó a reír y terminamos los tres a carcajadas...

—¡Eh!

Marit despertó, sobresaltada, con la mano de Hugh en el hombro. El mensch la había sujetado cuando estaba a punto de caer rodando. Al advertirlo, ella se sonrojó intensamente.

—Lo siento. Debo de haberme quedado dormida.

Se puso en pie y se frotó los ojos, que le escocían. La tentación de volver a entregarse a aquel dulce sueño era demasiado fuerte. Durante un instante se permitió creer, en un acto de superstición, que el sueño tenía algún significado. Haplo estaba vivo y volvería a ella. Y, juntos, encontrarían a su hija perdida.

La calidez del sueño la embargó; se sintió envuelta en amor y cariño...

Irritada, borró todo aquello de su cabeza.

Un sueño, se dijo con frialdad y firmeza. Nada más que eso. Nada que pudiera aspirar a alcanzar. Ya había desperdiciado su oportunidad.

—¿Qué? —Alfred se incorporó—. ¿Qué decías? ¿Algo acerca de Haplo?

Marit no creía haber pronunciado aquel nombre, pero estaba tan agotada que ya no sabía lo que se hacía.

—Será mejor que continuemos —dijo, evitando la respuesta.

Alfred se puso en pie, vacilante, y continuó mirando a la patryn con una fijeza extraña y apenada.

—¿Dónde está Haplo? —preguntó—. Lo vi con Xar. ¿Están en Abrí?

Marit apartó la mirada y contestó:

—Se han marchado a Abarrach.

—Abarrach... La nigromancia... —Con gestos de abatimiento, Alfred se apoyó en el tronco de un árbol caído—. La nigromancia... —repitió con un suspiro—. Entonces, Haplo está muerto.

—¡No! —Exclamó Marit, al tiempo que se volvía hacia Alfred, furiosa—. ¡Mi Señor no lo dejaría morir!

—¿Que no? —Intervino Hugh—. ¡Tú misma intentaste acabar con él... por órdenes de ese señor tuyo!

—Eso era cuando Xar lo creía un traidor —replicó Marit, exasperada—. Pero ahora mi Señor sabe que no era así. Sabe que Haplo le decía la verdad sobre las serpientes dragón. Mi Señor no lo dejaría morir. No lo dejaría, seguro...

La patryn estaba tan cansada que rompió en sollozos como una niña asustada. Avergonzada, apurada, intentó detener las lágrimas pero el dolor que sentía por dentro era demasiado grande. El vacío que había alimentado y cultivado durante tanto tiempo había desaparecido, reemplazado por un dolor terrible, ardiente, que sólo las lágrimas parecían aliviar. Captó que Alfred daba un paso hacia ella; probablemente, para intentar consolarla. A ciegas, se apartó de él y dejó sentado que quería que la dejaran en paz.

Las pisadas del sartán se detuvieron.

Cuando Marit hubo recuperado por fin el dominio de sí misma, se sonó y enjugó las lágrimas. Le dolía el estómago de tanto sollozar y los músculos del cuello aún se contraían espasmódicamente. Tragó saliva y carraspeó.

Hugh
la Mano
tenía la mirada ceñuda fija en el vacío y daba puntapiés a un matojo de hierbas, con aire sombrío. Alfred estaba sentado, con los hombros hundidos, la espalda encorvada y los brazos huesudos colgando entre las flacas rodillas. Con la mirada abstraída, parecía sumido en profundos pensamientos.

—Lo siento —murmuró Marit, en un esfuerzo por parecer animada—. No tenía intención de quedarme dormida. Estoy cansada, eso es todo. Será mejor que volvamos a Abrí...

—Marit —interrumpió Alfred tímidamente—, ¿cómo entró Xar en el Laberinto?

—No lo sé. No me lo dijo. ¿Qué interés tiene eso?

—Tiene que haber entrado por el Vórtice —reflexionó Alfred—. Sabía que nosotros entramos por allí. Supongo que se lo contaste, ¿no?

A Marit le escocía la piel. Involuntariamente, levantó la mano para tocar el signo mágico del centro de su frente, el signo que Xar había desbaratado de forma tan dolorosa y que una vez la había unido con su Señor. Al advertir que Alfred la observaba, apartó la mano.

—Pero el Vórtice fue destruido...

—No puede destruirse nunca —la corrigió Alfred—. La montaña cayó sobre él. No debe de ser fácil, pero seguro que puede hacerse. De todos modos... —Hizo una pausa, pensativo.

—¡No podría salir por ahí! —Exclamó Marit—. La Puerta sólo se abre en un sentido. ¡Tú mismo se lo dijiste a Haplo!

—Eso, si lo que dijo era cierto —refunfuñó Hugh—. Recuerda que él era el que no quería ir.

—Os dije la verdad —aseguró Alfred, ruborizado—. Si os detenéis a pensarlo, tiene sentido. Si la Puerta se abriera en ambos sentidos, todos los patryn enviados al Laberinto habrían podido escapar por donde habían llegado.

Marit ya no estaba cansada. Una energía renovada fluía por su interior.

—¡Xar tendría que haber salido a través de la Última Puerta! Es la única vía accesible. Pero, una vez allí, vería nuestro apuro y oiría a nuestro pueblo pedirle ayuda a gritos. No puede habernos dejado para que luchemos a solas. No; seguro que encontramos a mi Señor allí, en la Última Puerta. Y Haplo estará con él.

—Tal vez —respondió Alfred, y esta vez le tocó a él apartar la vista de la patryn.

—Por supuesto que estará —afirmó Marit—. Ahora, debemos llegar allí. Y deprisa. Yo podría utilizar mi magia. Me llevaría a...

Estuvo a punto de decir «a mi Xar», pero entonces recordó la herida de su frente. Se prohibió tocarla, pese a que había empezado a escocerle dolorosamente.

—... a la Última Puerta —terminó la frase, sin convicción—. Yo he estado allí. Puedo verla en mi mente.

—Sí, tú podrías ir —reconoció Alfred—, pero no podrías llevarnos contigo.

—¿Qué importa eso? —Dijo la patryn, llena de esperanza—. ¿Para qué te necesito ahora, sartán? Mi Señor combatirá a sus enemigos y saldrá triunfante. Y Haplo quedará curado...

Se aprestó a trazar el círculo rúnico, casi a punto de colocarse en su interior. Alfred se puso en pie entre balbuceos, con la visible intención de tratar de detenerla. Marit no le hizo caso. Si se acercaba demasiado, no dudaría en...

—Señor, señora, ¿puedo ayudaros en algo?

Un caballero —imponente, vestido totalmente de negro: calzones negros, abrigo negro de terciopelo, medias de seda negra, con los cabellos canos atados a la nuca con una cinta negra— salió del bosque. Lo acompañaba un anciano de luengas barbas y largos cabellos, vestido con una túnica de color pardo, rematado todo ello por un sombrero puntiagudo, lastimosamente raído.

El anciano venía cantando una tonadilla. Cuando terminó, esbozó una sonrisa suave y tristona; de inmediato, con un suspiro, volvió a empezar.

—Disculpadme, señor —dijo el caballero de negro en voz baja—, pero no estamos solos.

—¿Eh? —El viejo dio un violento respingo y el sombrero le cayó de la cabeza. Contempló con profunda suspicacia a los tres seres que lo observaban con perplejidad—. ¿Qué hacéis aquí? ¡Fuera!

El caballero de negro emitió un suspiro de sufrida paciencia.

—No creo que sea una buena decisión, señor. Ésta es la gente que hemos venido a buscar.

—¿Estás seguro? —El anciano no parecía convencido.

Marit lo observó fijamente y, por fin, exclamó:

—¡Yo te conozco! Fue en Abarrach. Tú eres un sartán, prisionero de mi Señor.

Un rápido vistazo a los signos mágicos de su piel le indicó que el anciano no era peligroso; una mirada al propio viejo lo confirmaba. Marit recordó su conversación inconexa y divagante en las celdas de Abarrach. Entonces lo había tomado por un chiflado.

—Me pregunto si ahora lo estaré yo también —murmuró para sí.

¿Existía de veras aquel anciano, o habría cobrado existencia de su propia mente cansada? Cuando alguien pasaba demasiado tiempo sin dormir, empezaba a ver cosas que no estaban. Miró a Hugh y la alivió observar que éste también miraba hacia el anciano, lo mismo que Alfred. O bien todos ellos habían caído bajo un hechizo extraordinario, o el viejo estaba realmente delante de ellos.

Marit desenvainó su espada.

El anciano contemplaba al trío con igual perplejidad.

—¿Qué me recuerda esto? Tres personajes de aspecto desesperado vagando por el bosque, perdidos. No, no me lo digáis... Ya está: ¡El espíritu de la tía Em! El Espantapájaros. —El anciano se abalanzó sobre Alfred, le estrechó la mano y la sacudió enérgicamente. Después se volvió hacia Hugh—. Y el León. ¿Cómo está, señor León? ¡Y el Hombre de Latón!

Avanzó hacia Marit, quien levantó la punta de la espada hasta el gaznate del individuo.

—No te acerques, viejo chiflado. ¿Cómo has llegado aquí?

—¡Ah! —El anciano retrocedió un paso y le dirigió una mirada socarrona—. Veo que todavía no has estado en Oz. Allí, los corazones son libres, querida. Aunque, naturalmente, uno tiene que abrirse para poner dentro el corazón. Algunos, es cierto, consideran tal cosa un inconveniente, pero...

Marit hizo un ademán amenazador con la espada.

—¿Quién eres? ¿Cómo has llegado aquí?

—Respecto a quién soy... —el anciano hizo una pausa, pensativo—. Buena pregunta. Si tú eres el Espantapájaros, tú el León y tú el Hombre de Latón, eso me convierte en... ¡en Dorothy!

El anciano sonrió, hizo una reverencia y tendió la mano.

—Me llamo Dorothy. Soy una muchacha de pueblo de un pueblecito al oeste de Topeka. ¿Te gustan mis zapatos?

—Disculpadme, señor —interrumpió el caballero de negro—, pero no sois...

—Y éste —exclamó el anciano con aire triunfal, rodeando con sus brazos a su acompañante— es mi perrito Toto.

El caballero pareció muy dolido ante tal sugerencia.

—Me temo que no, señor. —Intentó librarse del abrazo del viejo y añadió—: Perdonadlo, señora, señores. Todo esto es culpa mía. Debería haberlo vigilado más de cerca.

—Por todos los antepasados, ¿qué está sucediendo? —le cuchicheó Hugh a la patryn.

—¡Zifnab! —exclamó Alfred.

—¡Salud! —Dijo el anciano con cortesía—. ¿Necesitas un pañuelo?

—Os ha llamado por vuestro nombre, señor —intervino el caballero con voz resignada.

—¿De veras? —El viejo mostró una considerable perplejidad.

—Sí, señor. Hoy sois Zifnab.

—¿No Dorothy?

—No, señor. Y debo deciros que ese personaje nunca me ha gustado —añadió el caballero de negro con cierta aspereza.

—¿Seguro que no ha dicho «el señor Bond»?

—Me temo que no, señor. Hoy, no. Sois Zifnab, señor. Un gran mago, muy poderoso.

—¡Desde luego que lo soy! No prestéis atención al hombre que está tras la cortina de la ducha. Acaba de despertar de un mal sueño. Es preciso ser un mago poderoso para entrar en el Laberinto, ¿no? ¡Y yo... Vaya, vaya, mi viejo amigo...! Me alegro de verte, caramba.

Zifnab le estrechaba la mano a Alfred con aire solemne.

—Estoy encantado de conocerte, Zifnab —dijo el sartán—. Haplo me contó su encuentro contigo. En Pryan, ¿no es así?

—¡Sí, eso es! ¡Ya recuerdo! —Zifnab rebosaba de alegría; después, su rostro se ensombreció—. Haplo. Sí, lo recuerdo —exhaló un suspiro, pesaroso—. Lo siento tanto...

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