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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Séptima Puerta (5 page)

Hugh le dirigió una mirada furiosa y, por un momento, Marit pensó que iba a desafiarla. Podía detenerlo, por supuesto. Era un hombre fuerte, pero era un mensch, carente de facultades mágicas y, por lo tanto, débil en comparación con ella. Sin embargo, no quería llegar a la fuerza. Una demostración de magia alertaría al dragón de su presencia, si no lo estaba ya. Además, el mensch portaba aquella maldita arma sartán...

Hizo una profunda inspiración y relajó la mano con la que asía a Hugh. Éste se acurrucó en el estrecho espacio a su lado.

—¿Qué? ¿Has pensado en algo?

—Después de todo, quizá te deje irrumpir abiertamente. Esa Hoja Maldita... ¿Todavía la llevas?

—Sí, tengo ese maldito engendro. Es como esta maldita vida mía... Parece que no puedo librarme de ninguna de las dos... —Hugh calló un momento; la sugerencia había calado en su mente—. ¡El arma podría salvar a Alfred!

—Tal vez. —Marit se mordió el labio—. Es un arma poderosa, pero no estoy segura de que un objeto mágico como ése pueda resistir a un dragón rojo. Al menos, la Hoja Maldita podría proporcionarnos tiempo; podría servirnos de elemento de distracción.

—El arma tiene que creer que Alfred está en peligro. No, un momento... —se corrigió Hugh, pensando apresuradamente—. Sólo tiene que creer que
yo
estoy en peligro.

—Tú entras a la carga. El dragón te atacará, y la Hoja Maldita atacará al dragón. Mientras, yo busco a Alfred, utilizo mi magia para curarlo, al menos lo suficiente como para que se sostenga en pie, y nos marchamos.

—Sólo hay un problema, señora mía. El arma podría atacarte a ti, también.

Marit se encogió de hombros.

—Ya has oído los gritos de Alfred. Cada vez está más débil. Quizás el dragón ya se está cansando del juego, o quizá no sabe mantenerlo con vida, puesto que Alfred es un sartán. En cualquier caso, Alfred está a punto de morir. Si esperamos más, puede que sea demasiado tarde.

Tal vez era ya demasiado tarde. Las palabras flotaron en el aire tácitamente. No habían oído a Alfred, ni el menor gemido, en todo el rato que llevaban agachados en la pequeña cavidad. El dragón también guardaba un extraño silencio.

Hugh
la Mano
llevó la mano al cinto y desenvainó la daga sartán, tosca y fea, que había dado en llamar la Hoja Maldita. La contempló detenidamente y la sostuvo con disgusto.

—¡Puaj! —Masculló con una mueca de desagrado—. Esta cosa maldita se retuerce en mi puño como una serpiente. Acabemos de una vez. Prefiero enfrentarme al dragón que empuñar esta daga mucho rato más.

Fabricada por los sartán, la Hoja Maldita tenía como propósito ser utilizada por los mensch para defender a sus «superiores», los propios sartán, en la batalla. Era un arma consciente; por sí sola, adquiría la forma necesaria para derrotar a su enemigo. Sólo necesitaba a Hugh, o a cualquier mensch, como mero medio de transporte. No precisaba de las órdenes del mensch en el combate. La Hoja Maldita lo defendía por ser el brazo que la empuñaba. Y defendía a cualquier sartán en peligro. Por desgracia, como había señalado Hugh, también había sido preparada para combatir al enemigo ancestral de los sartán: los patryn. Era tan posible (incluso más) que atacara a Marit como que lo hiciera al dragón.

—Por lo menos, ahora conozco el modo de controlar el maldito artefacto —apuntó Hugh—. Si se lanza sobre ti, puedo...

—... rescatar a Alfred —lo cortó Marit—. Llévalo a Abri, a los sanadores. No te detengas a ayudarme, Hugh —añadió, cuando él intentó protestar—. Por lo menos, la Hoja me matará deprisa.

Él la miró fijamente, sin intención de discutir, pero estudiándola en profundidad, tratando de decidir si sólo hablaba por hablar o si tenía el valor de mantener tales palabras.

Marit le sostuvo la mirada sin parpadear.

Hugh asintió una sola vez y salió a hurtadillas de la concavidad del terreno. Marit lo imitó. Por voluntad de la fortuna —o del Laberinto— la lluvia que había ocultado sus movimientos había cesado. Una suave brisa agitaba las ramas y provocaba pequeños chaparrones cuando el agua caía de las hojas. Los dos se detuvieron en el resalte rocoso, casi sin atreverse a respirar.

Ni un gemido, ni un quejido... y la entrada de la caverna quedaba apenas a un centenar de pasos. Los dos alcanzaban a verla claramente: un profundo agujero negro contra la pálida claridad de la roca. En la distancia, el resplandor rojizo del cielo parecía más intenso.

—¡Quizás el dragón se ha dormido! —le susurró Hugh al oído.

Marit aceptó la posibilidad con un gesto de asentimiento. La idea no le consolaba demasiado, pues el dragón despertaría tan pronto como olfateara la cercanía de una nueva diversión.

Hugh abrió la marcha. Avanzó sin hacer ruido, tanteando cada paso y abriéndose paso con una habilidad y facilidad que a Marit le pareció impresionante. Lo siguió en completo silencio, pero tenía la inquietante sensación de que el dragón podía oírlos llegar, que acechaba su llegada.

Alcanzaron la entrada de la cueva. Hugh se aplastó de espaldas contra la pared de roca y avanzó muy despacio con la esperanza de poder asomarse y observar el interior sin ser visto. Marit aguardó a cierta distancia, oculta tras un arbusto y con la entrada de la cueva a la vista.

Seguía sin oírse el menor ruido. Ni una respiración, ni el sonido del roce de un gran cuerpo contra la piedra, ni el sonido de un ala dañada al moverse sobre un suelo de roca. La lluvia había limpiado de fango su cuerpo, y las runas tatuadas de la patryn irradiaban su brillo. El dragón sólo tenía que mirar al exterior para advertir que tenía compañía. El resplandor la convertiría en un objetivo tentador cuando entrara en la caverna, pero también le proporcionaría la oportunidad de encontrar a Alfred en la oscuridad, de modo que no hizo ningún intento para disimularlo.

Hugh contorsionó el cuerpo, se asomó tras el muro de roca e intentó observar el interior de la caverna. Escrutó las sombras largo rato con la
cabeza
ladeada, tan pendiente del oído como de la vista. Con la mano, indicó a Marit que se acercara. Ella cruzó el camino sin perder de vista la boca de la cueva y se aplastó contra la pared junto a él.

Hugh se inclinó para hablarle al oído.

—Ahí dentro está más negro que el corazón de un elfo. No puedo ver nada, pero creo que he oído una respiración jadeante hacia la derecha, mirando a la cueva. Podría ser Alfred.

Lo cual significaba que seguía con vida. Una ligera oleada de alivio reconfortó a Marit; la esperanza dio aliento a su valor.

—¿Alguna señal del dragón? —susurró ella.

—¿Además de la pestilencia? —Replicó Hugh, arrugando la nariz con repugnancia—. No, no he visto el menor rastro del dragón.

El hedor a carne descompuesta, putrefacta, resultaba horrible. A Marit no le gustaba pensar en lo que iban a encontrar allí. Si Vasu había perdido a alguno de los suyos últimamente —el pastor raptado mientras guardaba su rebaño, el niño que se había alejado demasiado de su madre, el explorador que no había regresado de su salida—, lo más probable era que sus restos estuviesen en la cueva.

Marit no había visto salir al dragón, pero estaba segura de que habría oído a la bestia, si ésta hubiera seguido dentro de la cueva. Tal vez la caverna penetraba mucho en la montaña. Tal vez el dragón tenía una salida trasera. O no se había percatado de su presencia. O su herida era más grave de lo que Marit había creído. Tal vez la bestia herida se había retirado al fondo de su guarida a dormir.

Pocas veces en la vida de la patryn los acontecimientos le habían sido favorables. Marit siempre tomaba la decisión equivocada, terminaba en el lugar inconveniente y hacía o decía lo que no debía. Había cometido el error de quedarse con Haplo y, después, el de abandonarlo. Había cometido el error de abandonar a su hija. Y de confiar en Xar. Y, tras encontrar de nuevo a Haplo, había cometido el error de amarlo otra vez... y sólo para volver a perderlo.

Ahora, por una vez en su vida, lo que intentaba tenía que salirle bien. ¡Sí, se lo tenía merecido!

Que el dragón estuviera dormido...

Sólo pedía que el dragón estuviera dormido...

Ella y el mensch se colaron en la cueva, cautos y silenciosos.

Las runas de Marit iluminaron la caverna. La entrada no era muy ancha ni muy alta; el dragón, sin duda, no lo tenía muy cómodo para penetrar por la abertura, como evidenciaba la capa de relucientes escamas rojas que, a modo de corteza, cubría el techo y las paredes de la boca de la caverna.

La angosta entrada daba paso a una sala amplia, de forma aproximadamente circular y techo alto. La luz rojoazulada de las runas de Marit se reflejó en las paredes húmedas e iluminó la mayor parte de la cámara, excepto el techo —que desaparecía en la oscuridad— y una abertura al fondo. La patryn llamó la atención de Hugh hacia dicha abertura, que era lo bastante ancha como para que el dragón pudiera emplearla. Y, al parecer, eso era lo que había hecho, pues la cámara en la que se encontraban estaba vacía.

Vacía, salvo los espantosos trofeos del dragón.

Encadenados a las paredes colgaban cadáveres en diversos grados de descomposición. Hombres, mujeres y niños, todos los cuales habían muerto evidentemente en medio de atroces dolores y tormentos. Hugh
la Mano
, que había convivido con la muerte y la había visto en todas sus formas durante su vida, sintió náuseas. Doblado por la cintura, vomitó sin freno.

Incluso Marit se sintió abrumada ante la absoluta brutalidad, ante la perversa crueldad de la escena. El horror que le producía ésta y la rabia que le despertaba contra la insensible bestia capaz de cometer actos tan odiosos se combinaron hasta casi privarla de sentido. La caverna empezó a hacerse borrosa ante sus ojos. Se sentía mareada, aturdida.

Temiendo estar a punto de desmayarse, se lanzó adelante con la esperanza de que el movimiento le avivara la sangre.

—¡Alfred!

Hugh se pasó el revés de la mano por los labios y señaló un punto de la pared. Marit miró hacia donde indicaba, a través de la oscuridad rota por las runas, y divisó al sartán. Se concentró en él, borró de su mente todo lo demás y se sintió mejor. Estaba vivo, aunque sólo apenas, a juzgar por su aspecto.

—Ve por él —dijo Hugh con voz enronquecida tras las náuseas—. Yo vigilaré.

Empuñó la Hoja Maldita, atento y preparado. El arma había empezado a despedir un fulgor verdusco, repulsivo.

Marit corrió al lado de Alfred.

El sartán, como las otras víctimas incontables, colgaba de unas cadenas. Tenía la cabeza hundida sobre el pecho y las muñecas esposadas a la pared por encima de la cabeza. Los pies colgaban cerca del suelo; las puntas de los dedos apenas rozaban éste. Habríase dicho que estaba muerto, de no ser por el sonido de una respiración superficial que Hugh había oído desde la entrada de la caverna. Allí dentro, en cambio, sus jadeos eran mucho más audibles.

Marit lo tocó con toda la suavidad posible, con la esperanza de llamar su atención sin asustarlo. Pero, al notar el roce de sus dedos en la mejilla, Alfred emitió un sonido quejumbroso; su cuerpo se convulsionó y sus talones golpearon repetidamente la pared de roca.

La patryn lo amordazó con una mano, lo obligó a levantar la cabeza y lo forzó a mirarla. No se atrevía a decir nada en voz alta, y pensó que los susurros seguramente tendrían muy poco efecto en él, en tal estado.

Alfred la miró con ojos desorbitados, dementes, en los que no había un asomo de reconocimiento, sino sólo miedo y dolor. En una reacción instintiva, se resistió a la mordaza, pero estaba demasiado débil para librarse de ella. Tenía las ropas empapadas de sangre, que formaba charcos bajo sus pies, pero su carne y su piel seguían enteras e intactas, hasta donde Marit alcanzaba a ver.

El dragón había desgarrado y acuchillado su carne para, a continuación, volver a curarlo. Lo había hecho muchas veces, probablemente. Incluso el brazo roto estaba curado. Pero el verdadero daño lo había sufrido en la mente. Alfred estaba completamente ausente.

—¡Hugh! —tuvo que arriesgarse a exclamar Marit y, aunque no empleó más que un susurro, el nombre resonó en la caverna con un eco fantasmagórico. La patryn se encogió, sin atreverse a repetirlo.

Hugh se encaminó hacia ella sin apartar los ojos del fondo de la cueva un solo instante.

—Me ha parecido oír que algo se movía ahí dentro. Será mejor que te des prisa.

¡Precisamente lo que no podía hacer!

—Si no lo curo —replicó la patryn en voz muy baja—, no será capaz de salir de la cueva con vida. Ni siquiera me reconoce.

Hugh miró a Alfred y, de nuevo, a Marit.
La Mano
había visto actuar a los sanadores patryn y sabía qué significaba su intervención. Marit tendría que concentrar todo su poder mágico en Alfred. Tendría que traspasarse a sí misma las heridas del sartán y transmitir a éste su energía vital. Durante unos momentos, ella estaría tan incapacitada como lo estaba Alfred en aquel instante. Cuando el proceso de curación hubiera concluido, los dos estarían bastante débiles.

Hugh asintió para demostrar su comprensión; después, volvió a su puesto.

Marit alargó la mano hasta tocar las esposas que aprisionaban a Alfred y pronunció las runas en un murmullo. De su brazo saltó una doble llamarada azul y los grilletes se abrieron. Alfred cayó derrumbado al suelo de la caverna y allí quedó, en un charco de su propia sangre. Había perdido el conocimiento.

Rápidamente, Marit se arrodilló junto a él, le tomó las manos entre las suyas —la derecha en la zurda, y viceversa— y, uniendo el círculo de sus seres, invocó la magia para que lo curase.

Una serie de imágenes fantásticas, hermosas, maravillosas y temibles inundó la mente de la patryn. Se encontraba sobre Abrí, muy por encima de Abrí; no ya en lo alto de las murallas de la ciudad, sino como si estuviera en lo alto de una montaña, contemplando la ciudad a sus pies. Y entonces saltó de la montaña y cayó... pero no caía. Flotaba en el cielo, deslizándose sobre corrientes invisibles como si lo hiciera en el agua. Estaba volando.

La experiencia era aterradora hasta que se acostumbró a ella. Y entonces resultó emocionante. Tenía unas alas enormes y poderosas, unas zarpas delanteras de afiladas garras, un cuello largo y elegante, unos dientes afilados... Era enorme e inspiraba temor y asombro; cuando se precipitaba sobre sus enemigos, éstos huían entre alaridos de pánico. Era Alfred, el Mago de la Serpiente.

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