La Séptima Puerta (22 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

Cuando observó a los chiquillos que, congregados a su alrededor, le suplicaban un puñado de semillas que, en Ariano, habría arrojado a los pájaros, se le llenaron los ojos de lágrimas. Y esto le recordó cierto asunto.

Se volvió hacia Balthazar, que se mantenía cerca de él y observaba cada hechizo que Alfred formulaba, casi tan hambriento de magia como lo estaba de comida.

Ante la insistencia de Alfred, el nigromante había comido un poco y parecía algo más fuerte aunque, probablemente, el cambio se debía más a la brizna de esperanza renovada que a la poca sustanciosa pasta de hierba kairn que había consumido.

—Parece que tenéis abundancia de agua —apuntó—. La situación era muy distinta, la última vez que estuve aquí...

Balthazar asintió.

—¿Recuerdas que no lejos de aquí se levanta uno de los colosos? Todos habíamos dado por sentado que estaba muerto, que su poder había desaparecido. Pero no hace mucho, de repente, su magia ha vuelto a la vida.

A Alfred se le iluminó la expresión.

—¿De veras? ¿Tienes idea de por qué?

—En este mundo no ha habido ningún otro cambio. Sólo puedo suponer que ha habido cambios en otros.

—¡Eso es! ¡Tienes razón! —Alfred estaba entusiasmado—. ¡La Tumpa-chumpa... y las ciudadelas de Pryan... están funcionando! ¡Pero esto significa...!

—... Para nosotros, no significa nada —intervino Balthazar con frialdad—. El cambio llega demasiado tarde. Supongo que el calor de los conductos ha vuelto y está provocando que se funda el hielo que recubre este mundo. Pero pasarán muchas, muchísimas generaciones hasta que el mundo de los muertos pueda ser habitado por los vivos. Y para entonces los vivos ya no existirán. Sólo los muertos dominarán Abarrach.

—Estás decidido a marcharte de aquí —murmuró Alfred con inquietud.

—O a morir en el intento —respondió Balthazar en tono tétrico—. ¿Acaso ves algún futuro para nosotros, para nuestros hijos, aquí, en Abarrach?

Alfred no supo qué contestar y le ofreció más comida. Balthazar la cogió y se marchó para distribuirla entre su pueblo.

—No puedo culparlos por querer escapar —murmuró Alfred para sí—. En este momento, yo mismo siento terribles deseos de marcharme de aquí. Pero sé perfectamente qué sucederá cuando esos sartán lleguen a los otros mundos. Sólo será cuestión de tiempo para que empiecen a intentar imponerse y a perturbar las vidas de los mensch.

«Forman un grupo penoso, sobrecogedor», dijo la voz de Haplo.

Al oírla, Alfred dio un respingo. No se había dado cuenta de que dejaba escapar sus pensamientos en voz alta. O tal vez no era así. Haplo siempre había sido capaz de leerlos en su mente.

«Tienes razón», continuó el patryn. «Ahora, esos sartán están débiles; pero, cuando estén en condiciones de dejar de recurrir a la magia para sobrevivir, ésta se reforzará. Entonces descubrirán su poder».

Alfred se echó a temblar. Dejó caer las semillas y se llevó las manos a los ojos, que le escocían.

—¡Ya veo cómo se repite todo! Las rivalidades, las guerras, los enfrentamientos mortíferos. Las víctimas inocentes atrapadas en ellas, muriendo por algo que no alcanzan a entender... ¡Todo..., todo otra vez! ¡De cabeza a un nuevo desastre!

La última frase surgió de Alfred en un grito resonante. Cuando apartó las manos de los ojos, se encontró con la mirada brillante de los ojos del nigromante. Balthazar había vuelto, y Alfred tuvo la repentina sensación de que el nigromante había seguido todas las vueltas y revueltas de sus pensamientos. Balthazar había visto lo que la mente de Alfred; había compartido la visión que había conducido a aquel grito espantado.

—Sí, escaparé de Abarrach —declaró Balthazar con voz tranquila—. No podrás detenerme.

Alfred, conmocionado y tembloroso, tuvo que renunciar a continuar usando la magia. No se sentía con fuerzas ni para convertir el hielo en agua en un día caluroso de verano.

—Fue un error venir aquí —murmuró.

«Pero, si no lo hubiéramos hecho, todos habrían muerto», apuntó la voz de Haplo.

—Tal vez habría sido lo mejor. —Alfred se miró las manos; eran grandes, con muñecas de huesos grandes y dedos finos y ahusados, unas manos agradables y elegantes... y capaces de causar mucho daño. También las podía usar para el bien pero, de momento, no estaba dispuesto a contemplar tal aspecto—. Para los mensch, sería mejor que todos nosotros muriésemos.

«Que sus dioses los abandonaran, te refieres?»

—¡«Dioses»! —Repitió Alfred con desdén—. Esclavizadores es un término más preciso. ¡Con gusto libraría al universo de nuestra presencia y de nuestro corrupto «poder»!

«Sabes, amigo mío?», Haplo tenía un tono pensativo. «Tal vez haya algo en lo que dices..».

—¿Que tal vez haya algo? —Alfred se quedó perplejo. Había estado parloteando, divagando mentalmente, sin pensar en absoluto en articular nada de interés—. ¿Qué es lo que he dicho, exactamente?

«No te preocupes de eso. Ve a hacer algo útil».

—¿Se te ocurre qué? —preguntó Alfred con docilidad.

«Podrías investigar qué le cuentan los exploradores a Balthazar», sugirió secamente Haplo. « ¿O no has advertido que han vuelto?»

En efecto, Alfred no había reparado en ello. Irguió la cabeza y dio un respingo. La sartán que había visto apostada a la entrada de la caverna, la que Balthazar había enviado a alguna misión con un gesto, había regresado. Balthazar había ofrecido comida a la joven y ésta la engullía con voracidad pero, entre bocado y bocado, le hablaba en voz baja y con tono vehemente.

Alfred se dispuso a incorporarse, resbaló sobre un puñado de semillas y volvió a caer sentado.

«Quédate ahí», le indicó Haplo. Después, dio una orden silenciosa al perro.

El animal se levantó, avanzó en silencio hacia Balthazar y se dejó caer a sus pies.

«Balthazar envió a la sartán a inspeccionar la nave. Se propone adueñarse de ella», informó Haplo, que seguía la conversación a través del oído del perro.

—Pero eso es imposible, ¿verdad? —Protestó Alfred—. Marit rodeó la embarcación con sus runas patryn...

«En circunstancias normales, bastaría con ello», apuntó Haplo. «Sin embargo, parece que alguien más en Abarrach ha tenido la misma idea. Alguien más trata de robar la nave».

Alfred lo escuchó, perplejo.

—No puede ser Xar...

«No, mi Señor no necesita esa nave. Pero alguien de este mundo sí».

De repente, Alfred supo a quién se refería el patryn.

—¿Quién? —dijo con un temblor en la voz, esperando haberse equivocado.

No era así.

«Kleitus».

CAPÍTULO 18

CAVERNAS DE SALFAG

ABARRACH

—¡Ojalá fuéramos más fuertes! —exclamaba Balthazar cuando Alfred se acercó, titubeante, al nigromante y la centinela. El perro meneó la cola y se acercó a recibir a Alfred.

»¡Ojalá nuestro número fuera mayor! Sin embargo tendrá que bastar... —Balthazar miró a su alrededor—. ¿Cuántos de los nuestros se encuentran en condiciones de...?

—¿Qué..., qué sucede? —Alfred se acordó, oportunamente, de fingir que lo ignoraba.

—Ese lázaro, Kleitus, pretende apoderarse de tu nave —informó el nigromante con una calma que asombró a Alfred—. Naturalmente, ese malvado debe ser detenido.

«Para que puedas apropiarte de ella tú mismo», añadió Alfred, pero lo añadió en silencio.

—La... esto... la magia rúnica patryn protege la nave. No creo que nadie pueda desbaratarla...

Balthazar le dirigió una sonrisa sombría, con los labios apretados.

—Como recuerdas, una vez vi una demostración de esa magia patryn. Sus estructuras rúnicas resplandecen, despiden luz cuando están activadas, ¿no es cierto?

Alfred asintió, cauto.

—Pues has de saber que la mitad de los signos de tu nave está apagada —le informó el nigromante—. Al parecer Kleitus los está desmontando.

—¡Eso es imposible! —Protestó Alfred con incredulidad—. ¿Cómo podría el lázaro haber aprendido tal habilidad...?

«De Xar», dijo Haplo. «Kleitus ha estado observando a mi Señor y al resto de mi gente. Y ha descubierto el secreto de la magia rúnica».

—Los lázaros pueden aprender —decía al mismo tiempo Balthazar—, debido a la proximidad del alma al cuerpo. Y llevan mucho tiempo deseando abandonar Abarrach. Aquí ya no les queda carne viva de la que alimentarse. Y no es preciso que te diga qué terrible tragedia se abatiría sobre los demás mundos si esos lázaros consiguieran entrar en la Puerta de la Muerte.

Tenía razón. No era preciso que se lo dijera a Alfred, pues éste podía hacerse una idea muy clara de tal pesadilla. Había que detener a Kleitus pero, una vez que lo consiguieran (si así era), ¿quién iba a detener a Balthazar?

Alfred se sentó pesadamente en un saliente rocoso, con la mirada perdida en la oscuridad.

—¿Es que no terminará nunca? ¿Es que el llanto y el dolor se prolongarán eternamente?

El perro se echó a sus pies y emitió un leve gañido compasivo. Balthazar se quedó en las proximidades, con aquella mirada penetrante e inquisitiva en sus negros ojos. Alfred se encogió como si la afilada mirada lo hubiera tocado en lo vivo. Y tuvo la clara sensación de saber qué iba a decir Balthazar a continuación.

El nigromante posó su descarnada y ajada mano en el hombro de Alfred e, inclinándose hacia él, le dijo con voz grave:

—Hubo un tiempo en el que habría sido capaz de formular los hechizos como es debido. Pero ya no. Tú, en cambio...

Alfred palideció y rehuyó el contacto con su interlocutor.

—¡Yo... no podría! ¡No sabría cómo...!

—Yo sí —insistió Balthazar sin estridencias—. Como puedes suponer, he dado muchas vueltas al asunto. Los lázaros son peligrosos porque, a diferencia de los muertos normales, el alma viva permanece atada al muerto. Si esa atadura se rompiera y el alma pudiera desembarazarse del cuerpo, creo que los lázaros, los cadáveres ambulantes, quedarían destruidos.

—¿Lo «crees»? —Replicó Alfred—. ¿No lo sabes con seguridad?

—Ya te he dicho que no tengo el vigor necesario para llevar a cabo el experimento yo mismo.

—Pues no cuentes conmigo —declaró Alfred abiertamente—. No podría hacerlo de ninguna manera.

«Pero el nigromante tiene razón», intervino Haplo. «Es preciso detener a Kleitus, y Balthazar está demasiado débil para hacerlo».

Alfred emitió un nuevo gemido. « ¿Qué hago con Balthazar?», preguntó en silencio, consciente de la presencia del nigromante a su costado. ¿Cómo lo detengo a él?

«Preocúpate de una sola cosa cada vez», respondió Haplo.

Alfred movió la cabeza en un gesto de desazón.

«Mira a esos sartán», insistió Haplo. «Apenas pueden andar. Y se trata de una nave patryn, cubierta de runas patryn por fuera y por dentro. Aunque Kleitus destruya las runas, habrá que grabar otras para que la nave pueda remontar el vuelo. Balthazar no podrá zarpar en cierto tiempo. Además, no creo que al Señor del Nexo le agrade demasiado la idea de permitir que estos sartán se le escapen».

Nada de cuanto oía le resultaba estimulante a Alfred.

—Pero esto significará más luchas, más muertes... —protestó.

«Los problemas, de uno en uno, sartán», dijo Haplo con una calma inexplicable. «Los problemas, de uno en uno. ¿Puedes llevar a cabo la magia que propone el nigromante?

—Sí —musitó Alfred con un suspiro de resignación—. Creo que sí.

—¿Puedes obrar la magia? —La voz era la de Balthazar—. ¿Es eso lo que dices?

—Sí —confirmó Alfred, sonrojado.

Balthazar entrecerró los ojos.

—¿Con quién o con qué estás hablando, hermano?

El perro alzó la testuz y emitió un gruñido. No le gustaba el tono de aquel hombre. Alfred sonrió, alargó la mano y dio unas palmaditas en el lomo al animal.

—Conmigo mismo —musitó en voz muy baja.

Balthazar insistió en llevar consigo a toda su gente.

—Tomaremos el control de la nave y empezaremos a trabajar en ella inmediatamente —le dijo a Alfred—. Los más fuertes de los nuestros montarán guardia, en previsión de cualquier ataque. Si no tenemos interrupciones, deberíamos estar en condiciones de abandonar Abarrach en un tiempo relativamente corto.

«Habrá interrupciones», se dijo Alfred. «Xar no os dejará partir. Y yo no puedo ir con vosotros. No puedo abandonar a Haplo en este mundo. Pero tampoco puedo quedarme. Xar me busca para que lo conduzca a la Séptima Puerta. ¿Qué voy a hacer?»

«Haz lo que debes», respondió Haplo con calma y serenidad.

. Y Alfred comprendió en ese instante que Haplo tenía un plan. Su corazón vibró de esperanza.

—Tienes una idea...

—¿Cómo dices? —Balthazar se volvió hacia él.

«Cierra el pico, Alfred!», le ordenó Haplo. «No digas una palabra. Todavía no está elaborada. Y las circunstancias quizá no sean favorables. Pero, está prevenido. Ahora, ve a despertar a Marit».

Alfred inició una protesta, pero notó cómo lo invadía el calor de la irritación de Haplo. Una experiencia incómoda y misteriosa.

«Marit estará débil, pero vas a necesitar ayuda y ella es la única que puede proporcionártela».

Alfred asintió e hizo lo que le indicaba el patryn. Los sartán estaban reuniendo sus escasas pertenencias y se preparaban para el traslado. La voz había corrido entre ellos con rapidez: una nave, una escapatoria, una esperanza. Hablaban en tono admirado de huir de aquella tierra ominosa, de encontrar una vida nueva en un nuevo mundo llenó de belleza. Alfred estuvo a punto de echarse a chillar de pura frustración.

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