La Séptima Puerta (23 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

Se arrodilló junto a Marit. La patryn dormía tan profunda y apaciblemente que parecía un crimen despertarla. Viéndola dormir sin que la perturbaran sueños o recuerdos, recordó de pronto, con un sobresalto, a otro —Hugh
la Mano—
que se había liberado de las cargas y dolores de la vida y había encontrado un refugio en la muerte... hasta que había sido arrebatado de ella...

Notó un nudo en la garganta. Sofocado, intentó carraspear y, al oír el extraño sonido, Marit despertó.

—¿Qué? ¿Qué sucede?

Los patryn estaban acostumbrados a despertar instantáneamente, siempre atentos —incluso cuando dormían— al peligro que los rodeaba en el Laberinto. Marit se incorporó en su lecho de mantas y su mano buscó el arma casi antes de que Alfred se diera cuenta de que estaba despierta y en acción.

—Nada..., no sucede nada—se apresuró a tranquilizarla.

La patryn pestañeó y retiró el cabello de su frente. Alfred observó de nuevo el signo grabado en ella y el corazón se le encogió. Había olvidado que Xar conocía... cada movimiento... Quizá debería decírselo a Marit, que parecía ignorarlo.

«No digas una palabra», se apresuró a aconsejarle Haplo. «Sí, Xar conoce lo que sucede, a través de ella. Pero eso podría ser una ventaja para nosotros. No dejes que Xar sepa que tú lo sabes».

—¿Qué quieres? —Preguntó Marit—. ¿Por qué me miras?

—Estás..., tienes mucho mejor aspecto —improvisó Alfred.

—Gracias a ti. —Marit sonrió y se relajó. AI hacerlo, Alfred observó que todavía estaba débil y enferma. La patryn miró a su alrededor y advirtió al momento la súbita actividad.

—¿A qué viene todo esto?

—Kleitus intenta apoderarse de la nave —explicó el sartán.

—¡Mi nave! —Marit se incorporó rápidamente; demasiado. Estuvo a punto de caerse.

—Voy a intentar impedirlo —añadió Alfred; él también se puso en pie con torpeza.

—¿Y quién va a impedírselo a ellos? —Preguntó Marit con un gesto impaciente que abarcaba a los sartán de la caverna— ¡Están recogiendo sus cosas! ¡Piensan mudarse! ¡En mi nave!

Alfred no supo qué decir... y Haplo no lo ayudó. Miró a Marit, pestañeó como un búho desconcertado y balbuceó algo ininteligible.

Marit se ajustó la espada a la cintura.

—Comprendo —murmuró, tranquila y ceñuda—. Lo olvidaba. Es tu gente. Naturalmente, los ayudarás a escapar con mucho gusto.

«Silencio..»., le advirtió Haplo.

Alfred apretó los labios con fuerza para evitar la tentación. Temía que si abría la boca, aunque sólo fuera para respirar, las palabras surgieran solas. Además, en realidad, no podía decirle a Marit nada positivo. Ignoraba qué estaba tramando Haplo.

El sartán tuvo la extraña impresión de que la mente de Haplo seguía un sendero, como las centellas rodantes de la gran Tumpa-chumpa, los grandes vagones metálicos que se deslizaban por raíles de hierro, impulsados por las descargas de los lectrozumbadores. Alfred tenía que estar prevenido para una descarga temible cuando Haplo llegara al final de la línea. Mientras tanto, no tenía más remedio que continuar adelante a tientas con la esperanza de que, de algún modo y en algún momento, se las arreglara para llevar a cabo su papel adecuadamente.

La gente de Balthazar se había reunido hasta formar un pequeño ejército que parecía más muerto que los muertos a los que se disponía a enfrentarse. Con expresiones endurecidas y decididas en sus demacrados rostros, los sartán avanzaron lentamente, pero con firmeza. Alfred se admiró. Habría llorado por ellos.

Pero, al contemplarlos, vio el principio del mal, no su término.

Los sartán abandonaron las cavernas de Salfag y recorrieron el escarpado camino que conducía a la ciudad de Puerto Seguro. Con su lógica característica, Balthazar había dispuesto que los más jóvenes, los cuales tenían que proteger a los demás, se alimentaran lo necesario para recuperar sus fuerzas.

Este grupo estaba en relativa buena forma, aunque su número era escaso, y abría la marcha en calidad de exploradores y escolta de vanguardia. Aun así, la mayor parte de la columna la componía un grupo de gente desharrapada, macilenta y lastimosamente débil que avanzaba a lo largo de la costa del mar ardiente con la intención de plantar cara a los muertos, a los que no se podía hacer daño, a los que no se podía matar...

Alfred y Marit acompañaron a los sartán. Alfred tenía tal confusión en la cabeza ante la perspectiva de tener que formular aquel hechizo —un hechizo que nunca había pensado que debería emplear—, que no prestaba atención alguna a dónde iba ni a cómo lo hacía y avanzaba tropezando con los peñascos y trastabillando con los pies de sus compañeros de marcha, cuando los tenía cerca, o con sus propios zapatos, cuando no había otra cosa.

El perro estuvo muy ocupado en alejar a Alfred de un posible desastre tras otro y, al cabo de poco tiempo, incluso el fiel animal empezó a dar muestras de irritación ante su torpeza. Si al principio de la marcha se apresuraba a dar un golpecito con el hocico al sartán para desviarlo de un pozo de fango burbujeante, un trecho después se limitaba a advertir a Alfred con un gruñido y un tirón de la pernera de los pantalones, cogida entre los dientes.

Marit caminaba en silencio, con la mano en la empuñadura de la espada. Ella también tramaba algo pero, evidentemente, no tenía intención de compartir su estrategia. Alfred se había convertido de nuevo en un enemigo.

Y, aunque no podía culparla por pensar así, la reflexión llenó de abatimiento al sartán. Él tampoco se atrevía a confiar en ella, mientras llevara en la frente el signo de Xar.

Todo empezaba de nuevo... sin final. Sin final.

A una orden de Balthazar, los sartán abandonaron el camino antes de aproximarse a la ciudad y se pusieron a cubierto entre las sombras oscuras que creaba la tenue luminosidad procedente del Mar de Fuego. Los que estaban en mejores condiciones ayudaron a los niños y a los enfermos a continuar la marcha hacia los edificios abandonados. Los jóvenes más vigorosos acompañaron a su líder a estudiar el muelle y la embarcación patryn desde un punto de observación disimulado y bien situado.

Kleitus estaba solo; no había ningún otro lázaro que lo ayudara, lo cual, al principio, le resultó inexplicable a Alfred. Después, se le ocurrió pensar que aquellos lazaros, probablemente, también se tenían desconfianza entre ellos. Kleitus se reservaba celosamente los secretos que había aprendido de Xar. Encogidos en las sombras, los sartán observaron cómo el lázaro, despacio y con paciencia, desmontaba la compleja estructura rúnica patryn.

—Menos mal que hemos venido en este momento —susurró Balthazar antes de retirarse para dar órdenes a su gente.

Alfred estaba tan atormentado y agitado que fue incapaz de responder. Marit tampoco hizo el menor comentario; desconcertada y abatida, se limitó a contemplar su nave. Casi dos terceras partes de las runas que protegían el casco estaban destruidas y su poder mágico, anulado. Si le quedaba alguna duda de lo que le había dicho el sartán, en aquel momento acababa de comprobar que era verdad.

—¿Crees que Xar le habrá enseñado a Kleitus el modo de desbaratar la magia?

En realidad, Alfred le hacía la pregunta a Haplo pero Marit, era evidente, había pensado que se la dirigía a ella. Con un centelleo en los ojos, respondió:

—¡Mi Señor no permitiría jamás que el lázaro aprendiera la magia rúnica! Además, ¿con qué propósito haría una cosa así?

Alfred se sonrojó, escocido por la cólera de la patryn.

—Debes reconocer que es un modo muy conveniente de librarse del lázaro... y de mantenernos atrapados aquí, en Abarrach.

Marit movió la cabeza, negándose a tomar en consideración la sugerencia del sartán. Se llevó la mano a la frente y frotó el signo mágico que Xar había grabado en ella. Cuando advirtió que Alfred la observaba, retiró la mano apresuradamente y cerró los dedos con fuerza en torno a la empuñadura de la espada.

—¿Qué te propones hacer? —preguntó con voz fría—. ¿Vas a transformarte en dragón?

—No. —Alfred se lo contó a regañadientes; no quería pensar en lo que se disponía a hacer, en lo que se vería obligado a realizar—. Tendré que emplear toda mi energía para llevar a cabo el hechizo que libere a esta alma atormentada. —Su mirada, apesadumbrada, estaba fija en el lázaro—. No podría hacerlo y, al mismo tiempo, ser el dragón.

El sartán se cercioró de que Balthazar no estaba en las inmediaciones; a continuación, se volvió hacia la patryn y le susurró:

—Marit, no voy a permitir que los sartán se apoderen de la nave.

Ella lo observó en silencio, pensativa y desconfiada. Por último, hizo un brusco gesto de asentimiento.

—¿Cómo vas a impedirlo?

—Marit... —Alfred se humedeció los labios resecos—. ¿Y si destruyo la nave?

Ella permaneció pensativa. No protestó.

—Quedaríamos atrapados en Abarrach —continuó Alfred. Quería asegurarse de que Marit lo había comprendido—. Es nuestra única vía de escape de este mundo.

—Hay otra —replicó Marit—. La Séptima Puerta.

CAPÍTULO 19

PUERTO SEGURO

ABARRACH

—¡Mi Señor! —Un patryn entró en la biblioteca de Xar—. Un grupo de gente se ha presentado en Puerto Seguro. Sartán, al parecer. Los vigías creen que se disponen a intentar capturar la nave.

Xar, por supuesto, sabía lo que sucedía. Había estado con Marit mentalmente, siguiendo los acontecimientos a través de sus oídos y de sus ojos, aunque ella no tenía idea de que la estuvieran utilizando para aquel propósito. Con todo, Xar no hizo mención del hecho y se limitó a contemplar con interés al patryn que presentaba el informe.

—¡Vaya! Un grupo de sartán nativos de Abarrach, con vida. Había oído rumores al respecto antes de nuestra llegada, pero los lazaros me convencieron de que todos los sartán estaban muertos.

—Es muy posible que ya lo estén, mi Señor. Es un puñado de desharrapados de aspecto penoso. Medio muertos de hambre.

—¿Cuántos son?

—Unos cincuenta, tal vez, mi Señor. Incluidos los niños.

—¿Niños...? —Xar se mostró desconcertado. Marit no había hecho ninguna referencia a niños, por lo que él no los había tenido en cuenta en sus cálculos.

Aun así, eran niños sartán, se recordó a sí mismo con frialdad.

—¿Qué hace Kleitus?

—Sigue empeñado en destruir la magia rúnica que protege la nave, mi Señor. Parece ajeno a todo lo demás.

Xar hizo un gesto de impaciencia.

—Lo está, en efecto. Él también está desfallecido de hambre... No; de sed de sangre fresca.

—¿Cuáles son tus órdenes, mi Señor?

Sí, ¿cuáles? Xar se lo había estado preguntando desde que había conocido, por la conversación cuchicheada entre Marit y Alfred, los planes de éste. Alfred se proponía intentar separar el alma del lázaro de su cuerpo. Xar sentía mucho respeto por el Mago de la Serpiente (más del que Alfred se inspiraba a sí mismo) y lo creía muy capaz de poner fin a la atormentada existencia del lázaro.

Al Señor del Nexo le importaba menos que una taba rúnica lo que le sucediera al cadáver ambulante. Le daba igual si todos ellos se convertían en polvo o si escapaban de Abarrach. Se alegraría de librarse de ellos. Pero, una vez destruido Kleitus, Alfred estaría en situación de apoderarse de la nave. Era cierto que había confiado a Marit que se proponía destruirla, pero Xar no se fiaba del sartán.

El Señor del Nexo tomó una decisión. Se puso en pie.

—Acudiré allí —declaró—. Enviad a todos los nuestros al Yunque. Preparad la nave y aprestadla para zarpar. Debemos estar dispuestos para movernos... y hacerlo deprisa.

Más allá de las Nuevas Provincias, directamente enfrente de Puerto Seguro, se alzaba un promontorio de roca pelada conocido, por su color negro y por su forma característica, como el Yunque. Este Yunque guardaba la entrada de una bahía creada mucho tiempo atrás, cuando un temblor de tierra había desgajado parte de la peña y la había desmoronado. Los restos habían caído al Mar de Fuego y habían originado una abertura en el acantilado que permitía al magma fluir hasta una depresión del terreno.

Así se había creado la bahía, que recibía el nombre de Charco de Fuego. La lava, aportada continuamente por el Mar de Fuego y rodeada por empinados muros de roca, formaba un remolino de movimiento lento y perezoso.

El viscoso magma giraba y giraba, transportando bloques de roca negra en su resplandeciente superficie. Un espectador situado en el Yunque podía escoger una roca en concreto y contemplar cómo era arrastrada inexorablemente a su destino. Podía verla penetrar en el Charco de Fuego, dar vueltas en la superficie, derivar cada vez más cerca del ojo del remolino y desaparecer al fin, tragada por las fauces del ardiente torbellino.

Xar acudía con frecuencia al Yunque para contemplar desde allí la hipnotizadora espiral de lava ígnea. Cuando estaba de humor fatalista, comparaba el Charco de Fuego con la vida. No importaba lo que uno hiciera, ni cuánto luchara y se empeñara en evitar su destino: el final era siempre el mismo.

En esta ocasión, sin embargo, Xar no se permitió caer en pensamientos tan negros. En esta ocasión se asomó al torbellino y, en vez de rocas, vio una de las embarcaciones de hierro, impulsadas mediante la magia y el vapor, que habían construido los sartán para surcar el Mar de Fuego. La nave metálica flotaba en la bahía, oculta a los ojos de los muertos y de los vivos.

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