PUERTO SEGURO
ABARRACH
Al otro lado del Mar de Fuego, el Señor del Nexo vio cómo sus planes, cuidadosamente trazados, eran absorbidos en el caos como bloques de roca desgajada atrapados en el torbellino.
La nave sartán había aparecido de la nada y se había materializado sobre el Mar de Fuego envuelta en un fulgor trémulo de signos mágicos azules. La enorme embarcación, larga y estilizada, con una forma que recordaba la de un cisne, sobrevolaba el río de magma como si le repugnara el contacto con la roca fundente, y Xar vio cómo sus ocupantes descolgaban por la borda escalas mágicas, a base de runas, que los conducían a la cubierta.
El Señor del Nexo escuchó las palabras de Ramu a través de los oídos de Marit; las oyó con la misma claridad que si hubiera estado sentado al lado de ella:
Cerraremos la Última Puerta. Nos aseguraremos, de una vez por todas, de que nuestro enemigo no vuelve a escapar jamás
.
La nave sartán era visible para los patryn que aguardaban a bordo de su propia nave dragón de casco metálico, la cual flotaba en la lava fundida de la bahía. Un grupo de patryn había empezado a escalar las rocas apresuradamente para reunirse con su señor.
Xar permaneció de pie, callado e inmóvil.
Varios patryn, al llegar a lo alto del promontorio dispuestos a entrar en acción, se encontraron con el muro alto y frío del silencio de su Señor. Xar no prestó la menor atención a los recién llegados y éstos se miraron unos a otros, sin saber qué hacer. Por último, el patryn de más edad se adelantó al resto.
—¡Los sartán, mi Señor! —apuntó.
Xar no respondió de palabra. Se limitó a asentir sobriamente mientras se decía que los recién llegados superaban en número a sus patryn en una proporción de casi cuatro a uno.
—Lucharemos, mi Señor —continuó el patryn con impaciencia—. Danos la orden y...
¡Luchar! ¡Combatir! Vengarse por fin del enemigo ancestral. La expectación y el deseo atenazaron el estómago de Xar, encendieron el aire de sus pulmones y casi le hicieron estallar el corazón. Era como volver a ser joven y estar esperando el encuentro con una amante.
Pero el fuego fue extinguido rápidamente por las gélidas aguas de la lógica.
Ramu mentía, se dijo Xar. Toda aquella palabrería de acudir al Laberinto era un fraude, una maniobra de diversión. Lo que esperaba el hijo de Samah era que el Señor del Nexo y sus patryn abandonaran Abarrach. Quería este mundo para sí y había acudido a él para encontrar la Séptima Puerta.
—¡Mi señor! —Exclamó uno de los patryn, con la vista fija en el otro lado del Mar de Fuego—. ¡Han capturado a Marit! ¡La han cogido prisionera!
—¿Cuáles son tus órdenes, Señor? —prorrumpió su gente, ansiosa de sangre. Los sartán los cuadruplicaban en número, pero su gente era fuerte, se dijo Xar. Tal vez, si él los encabezaba...
—Ninguna —respondió con voz ronca—. Seguid vigilando a los sartán. Observad qué hacen y adonde van. Dicen que se dirigen al Laberinto.
—¡Al Laberinto, Señor! —Los patryn debían de haber oído rumores de la lucha que se desarrollaba allí.
—Esta vez, se proponen acabar con nosotros definitivamente —dijo uno.
—¡Tendrán que pasar sobre mi cadáver! —replicó otra voz.
Sobre muchos, sobre muchísimos cadáveres, pensó Xar.
—No confío en ellos —declaró en voz alta—. No creo que ese plan suyo de acudir al Laberinto sea verdad. De todos modos, merece la pena estar prevenidos. No os enfrentéis a ellos aquí. Aprestaos para zarpar y, si de veras entran en la Puerta de la Muerte, entonces seguidlos.
—¿Llevamos a toda nuestra gente, mi Señor?
Tras una breve reflexión, Xar asintió. Si Ramu enviaba efectivamente sus fuerzas al Laberinto, los patryn necesitarían toda la ayuda que pudieran reunir.
—Sí, llevaos a todo el mundo. Nombro a Sadet comandante en mi ausencia.
—Pero, mi Señor... —El patryn inició una protesta, una pregunta. La mirada severa y fulminante de Xar heló las palabras en los labios de su lugarteniente—. Sí, mi Señor.
Xar aguardó a ver cumplirse sus órdenes. Los patryn abandonaron el Yunque y descendieron la pendiente, deslizándose entre las rocas hasta la nave dragón. En cuanto estuvo a solas, el Señor del Nexo empezó a trazar en el aire un círculo de runas ardientes. Cuando el círculo quedó completo, pasó a través de él y desapareció.
Los patryn del barco vieron los signos mágicos flameantes en la cima del Yunque y no apartaron la vista de ellos hasta que el círculo de runas parpadeó y se apagó. Entonces, despacio y con cautela, pilotaron la nave dragón de casco metálico hasta la boca de la bahía y se situaron en posición de vigilancia del enemigo, dispuestos a seguir a éste a la Puerta de la Muerte.
—¡Estúpido sartán! ¡No has entendido nada!
Rodeada de una coraza protectora de luz roja y azulada —sus propias runas tatuadas, que se activaban para defenderla—, Marit se plantó ante Ramu, desafiante. En las manos llevaba la espada cubierta de signos mágicos.
—¡Pregunta a alguno de los tuyos, si no me crees! —continuó—. ¡Pregúntale a Alfred! ¡Él ha estado en el Laberinto y ha visto lo que sucede!
—Lo que dice la patryn es cierto —intervino Alfred con sinceridad—. Quienes intentan cerrar definitivamente la Última Puerta son las serpientes, esas criaturas a las que conocéis como serpientes dragón. Los patryn se defienden contra esos seres terribles y malévolos. ¡Lo sé muy bien, creedme! ¡He estado allí!
—Sí, has estado allí —dijo Ramu con tono despectivo—. Y por eso no te creo. Como decía mi padre, tienes más de patryn que de sartán.
—Puedes ver que mis palabras son ciertas...
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Ramu se volvió en redondo hacia él.
—Veo a los patryn agrupados en torno a la Última Puerta. Veo la ciudad que construimos para ellos envuelta en llamas. Veo hordas de criaturas maléficas que acuden en su ayuda... y, entre ellas, las serpientes dragón. ¿Niegas acaso algo de esto?
—Sí —declaró Alfred en un intento desesperado de tranquilizarlos a todos e impedir que la situación se deteriorara—. ¡Ah, Ramu, captas las imágenes, pero no las ves!
Marit le habría dicho a Alfred que estaba perdiendo el tiempo.
Ramu habría podido decirle lo mismo.
Alfred los abarcó a ambos en una mirada desesperada y suplicante.
Marit no le hizo caso.
Ramu apartó la vista con desagrado. Señaló a la patryn y ordenó a sus hombres:
—Desarmadla. Tomadla presa y llevadla a bordo de su propia nave. Utilizaremos la embarcación para transportar a nuestros hermanos de Abarrach.
Los sartán rodearon a Marit, pero ella no les prestó atención. Su mirada estaba fija y concentrada en Ramu.
—Algunos de vosotros, seguidme. Terminaremos de desbaratar la estructura rúnica.
La situación de Marit era desesperada. Aún no se había recuperado por completo de los efectos del veneno y seguía débil. Pese a ello, estaba decidida a enfrentarse a Ramu, a vencerlo y a destruirlo. La visión de aquel sartán tan elegante y tan satisfecho de sí mismo, que hablaba con tal frialdad de sentenciar a su pueblo a más tormentos cuando, en aquel mismo instante, los patryn luchaban por la supervivencia, la enfureció hasta el límite de la locura.
Mataría a Ramu aunque hacerlo le costara la vida, pues los demás sartán se lo harían pagar de inmediato.
De todos modos, su vida ya no importaba. Había perdido a Haplo. Jamás encontrarían la Séptima Puerta. Y nunca volvería a ver a Haplo con vida. Por eso, se encargaría de que se cumpliera su último deseo: que su pueblo se salvara. Sí, ella se encargaría de que aquel sartán no llegara al Laberinto.
El hechizo que se disponía a lanzar era poderoso y mortífero. Y tomaría a Ramu completamente desprevenido.
El muy estúpido le había vuelto la espalda.
Ramu no se había enfrentado nunca a un patryn; sólo los conocía de oídas y jamás habría imaginado que Marit estaría dispuesta a sacrificar su vida por acabar con la de su enemigo.
Pero Alfred sí lo imaginó. Lo supo antes incluso de que la voz de Haplo le avisara de lo que se proponía Marit.
«Yo la detendré», le dijo Haplo. «Tú ocúpate de Ramu». Conmocionado todavía por el terrible encuentro con el lázaro, Alfred se dispuso a obrar su magia. Sondeó confusamente las posibilidades... y las descubrió tan revueltas y confusas que no consiguió separarlas. El pánico se adueñó de él. Marit iba a morir. Ya había empezado a pronunciar las runas; alcanzó a ver el movimiento de sus labios, aunque de su boca no salía sonido alguno. Ramu se alejaba... pero no llegaría muy lejos. El perro se agazapaba para dar un gran salto...
Y el animal inspiró una idea a Alfred. Él también se preparó para un gran salto.
El perro se lanzó sobre Marit.
Alfred, agitando brazos y piernas furiosamente, saltó sobre Ramu.
El perro se arrojó contra la coraza de protección rúnica de Marit. Los signos mágicos crepitaron y se encendieron. El animal emitió un aullido de dolor y cayó, inerte, al piso del embarcadero.
Marit exhaló un grito de consternación. El hechizo estaba roto; la concentración, la voluntad, también. Se dejó caer junto al perro, tomó en sus brazos la fláccida cabeza del animal y hundió la suya sobre el pecho.
Al propio tiempo, Alfred aterrizó sobre la espalda de Ramu y lo derribó al suelo.
Durante un instante, reinó la confusión. El consejero Ramu cayó de bruces con un golpe sordo y un crujido de huesos. Sus pulmones se quedaron sin aire y, durante unos espantosos segundos, fue incapaz de respirar. Vio las estrellas y notó un gran peso que lo aplastaba y le impedía tomar aliento.
Y entonces, de pronto, la opresión desapareció y unas manos lo ayudaron a incorporarse. Ramu se volvió en redondo hacia su agresor, más furioso de lo que se había sentido en su vida.
Alfred balbuceó incoherencias, tratando de explicarse. Fue en vano; Ramu no estaba interesado.
—¡Traidor! ¡Encarceladlo junto a su amiga patryn!
—No, consejero —exclamaron varios sartán—. El hermano te ha salvado la vida.
Ramu los contempló sin una palabra, incrédulo, negándose a aceptar lo que decían.
Los sartán señalaron a Marit. La patryn seguía sentada en el embarcadero, abrazada al perro. Los signos mágicos de su piel emitían un levísimo resplandor, apenas visible.
—Ella se disponía a atacarte —explicó uno de los sartán—. El hermano se ha arrojado sobre ti y te ha protegido con su propio cuerpo. Si la patryn hubiera formulado su hechizo, lo habría matado a él en lugar de a ti, consejero.
Ramu observó fijamente a Alfred, quien había enmudecido de repente. No parecía culpable ni inocente, sólo sumamente estúpido y considerablemente confundido. Ramu sospechó que su salvador ocultaba algún motivo secreto para su proceder, aunque no se le ocurrió ni por asomo cuál pudiera ser. Pero todo se aclararía, sin duda.
Las runas patryn que rodeaban la nave estaban destruidas casi por completo. Su gente había trabajado rápido y bien. Ramu dio órdenes de hacer llevar a bordo a Marit y a Alfred. Como era de esperar, la patryn dio muestras de estar decidida a resistir, aunque se encontraba tan débil que apenas podía andar, y se negó en redondo a abandonar al perro.
Fue Alfred quien la convenció, finalmente. Le pasó el brazo en torno a los hombros y le susurró algo al oído (probablemente, otro plan). Tras esto, Marit se dejó conducir a bordo, aunque con continuas miradas atrás, hacia el perro.
Ramu creía que el animal estaba muerto, pero descubrió su error cuando se acercó a él.
El perro lanzó una dentellada que no alcanzó el tobillo del sartán por un par de dedos.
—¡Perro! ¡Aquí, perro! —Un alarmado Alfred llamó al animal con un silbido.
A Ramu le habría gustado arrojar al can al Mar de Fuego, pero se dio cuenta de que desahogar su irritación contra un animal irracional lo habría puesto en ridículo. Así pues, reaccionó con ademán de fría indiferencia y continuó con lo suyo.
El perro se incorporó a cuatro patas, aturdido; luego, tras una sacudida, avanzó tambaleándose —algo renqueante de una pata— tras los pasos de Alfred y de Marit.
Ramu abandonó los muelles y avanzó por la calle mayor de la ciudad abandonada. Había concertado allí un encuentro con el líder de los sartán de Abarrach —un nigromante, según sus noticias—, al cual encontró esperándolo. A Ramu lo sobresaltó el aspecto de su interlocutor, pálido, demacrado y débil. Al recordar lo que sabía de los sartán que vivían en Abarrach (datos que le había facilitado Alfred), Ramu lo contempló con curiosidad y con lástima.
—Me llamo Balthazar —dijo el sartán de la túnica negra—. Bienvenido a Abarrada, el mundo de piedra, hermano —añadió con una vaga sonrisa.
A Ramu no le gustó la sonrisa, ni los ojos sombríos y penetrantes del tal Balthazar. La mirada de éste taladraba a Ramu como un afilado punzón.
—Tu bienvenida no parece muy cordial, hermano —apuntó Ramu.
—Perdóname, hermano —Balthazar hizo una tiesa reverencia—. Hemos esperado más de mil años a poder dárosla.
Ramu frunció el entrecejo.
Balthazar lo traspasó con la mirada, como si fuera una daga.
—Estábamos
muertos
de ganas de veros.
La mueca ceñuda de Ramu se hizo más marcada. Unas palabras irritadas acudieron a sus labios pero, en aquel instante, Balthazar volvió la vista hacia su gente, harapienta, famélica y abatida, y luego contempló a los acompañantes de Ramu, bien alimentados, bien vestidos y en excelente estado de salud. Ramu se tragó la cólera e incluso se sintió lo bastante emocionado como para mostrarse magnánimo.