Nadie lo perseguía.
El Señor del Nexo podría haber detenido al animal. Podría haberlo matado con pronunciar una sola runa, pero dejó que se fuera. Había cumplido su propósito. Ahora, Alfred ya no se marcharía de Abarrach. Y tarde o temprano, se dijo Xar, terminaría por conducirlo a la Séptima Puerta.
El amor rompe el corazón.
Con una sonrisa, complacido consigo mismo, Xar dejó la nave y volvió a su biblioteca para meditar su siguiente paso. Mientras se marchaba, se frotó el signo mágico de la frente.
Casi inconsciente, agarrada al lomo del dragón, Marit dejó excapar un gemido.
El dragón sobrevoló en círculos la ciudad abandonada de Puerto Seguro, pendiente de ver qué hacía Xar. Alfred estaba preparado para cualquier cosa menos para la brusca partida del Señor del Nexo.
Cuando Xar desapareció, Alfred esperó y observó con atención, pensando que podía ser un truco o que tal vez había ido en busca de refuerzos.
No sucedió nada. Nadie se presentó.
—Alfred... —murmuró Marit con un hilillo de voz—. Será mejor... que me dejes... en el suelo. No..., no creo que pueda seguir sujetándome mucho rato más.
«Llévala a las cavernas de Salfag», sugirió Haplo. «Están por ahí, no muy lejos. El perro conoce el camino».
El can asomó de su escondite y corrió hasta colocarse en mitad de la calle vacía. Levantó la testuz hacia Alfred, lanzó un único ladrido y avanzó al trote, calle abajo.
Con una brusca maniobra sobre Puerto Seguro, el dragón voló tras el perro y siguió una carretera que recorría la orilla del Mar de Fuego hasta que el propio camino desapareció. El perro empezó a abrirse paso entre las gigantescas peñas que sobresalían de la costa. El dragón reconoció el lugar que sobrevolaba: estaba en las cercanías de la entrada a las cavernas de Salfag y descendió en espiral, buscando un lugar adecuado para posarse.
Al hacerlo, mientras se aproximaba al suelo, Alfred creyó detectar un movimiento, una sombra que se desprendía de un laberinto de rocas y árboles muertos y se alejaba hasta perderse entre otras sombras. El dragón estudió el lugar con atención pero no vio nada. Cuando encontró un lugar adecuado entre una extensión de peñascos, se posó en el suelo.
Marit se deslizó del lomo del dragón, se dejó caer entre las rocas y se quedó inmóvil. Alfred adquirió de nuevo su aspecto normal y se inclinó sobre la patryn con inquietud.
Los poderes curativos de la mujer habían impedido que muriera, pero poco más. El veneno aún corría por sus venas. Ardía de fiebre y cada respiración le costaba un gran esfuerzo. Parecía sufrir fuertes dolores. Alfred la vio llevarse la mano a la frente y apretarla contra ella.
El sartán apartó el flequillo de Marit y vio el signo mágico —el signo de Xar— iluminado con un fulgor fantasmal. Alfred comprendió de qué se trataba y exhaló un profundo suspiro.
—No es extraño que Xar nos dejara marchar —murmuró—. Allá donde vayamos, ella lo conducirá directamente hasta nosotros.
«Tienes que curarla», intervino la voz de Haplo. «Pero aquí no. Dentro de la cueva. Marit necesitará descanso».
—Sí, claro.
Alfred levantó a Marit en brazos suavemente. El perro, conociendo al sartán, siguió la maniobra con mirada inquieta. Claramente, el animal esperaba tener que acudir en cualquier momento, a salvarlos a ambos de precipitarse de cabeza en el Mar de Fuego.
Alfred empezó a murmurar para sí, entonando las runas como si cantara una nana a un chiquillo. Marit se relajó en sus brazos y dejó de gemir. Exhaló un jadeo profundo y apacible y descansó la cabeza en el hombro del sartán. Alfred sonrió para sí y la transportó con facilidad, avanzando sin el menor traspié, hasta la entrada de las cavernas de Salfag.
Se dispuso a entrar, pero el perro se negó a seguirlo. El animal olisqueó el aire; se le erizó el pelo del cuello y se le tensaron las patas. Emitió un gruñido de advertencia.
«Ahí dentro hay algo», apuntó Haplo. «Oculto en las sombras, a tu derecha».
Alfred pestañeó, incapaz de distinguir nada en la oscuridad tras la tenue luz del Mar de Fuego.
—No..., no son los lázaros... —Su voz tenía un temblor de nerviosismo.
«No».
El perro avanzó un poco más, con cautela, y gruñó de nuevo.
«Es una sola persona, y está viva. Me parece..». Haplo hizo una pausa. « ¿Recuerdas a Balthazar? El nigromante sartán que dejamos aquí cuando escapamos de Abarrach..».
—¡Balthazar! —Alfred no podía creerlo—. Pero..., pero debe de estar muerto. Y todos los sartán que lo acompañaban. Los lázaros se disponían a destruirlos.
«Pues, al parecer, no lo hicieron. Supongo que hemos tropezado con el lugar donde han permanecido escondidos Balthazar y los suyos. Recuerda que fue aquí donde los encontramos por primera vez».
—¡Balthazar! —Alfred, incrédulo, escrutó las sombras tratando de ver algo—. Por favor, necesito ayuda —continuó, en el idioma sartán—. Estuve aquí una vez, ¿recuerdas? Me llamo...
—Alfred —dijo una voz seca y ronca desde las sombras. Un sartán vestido con ropas negras deshilachadas y raídas surgió de ellas—. Sí, te recuerdo.
El perro se colocó delante de Alfred en actitud protectora y emitió un ladrido de advertencia que decía: «Mantente a distancia».
—No temas, no voy a hacerte daño. No tengo fuerzas para luchar —añadió Balthazar con un tono de amargura en la voz.
El sartán nunca había sido muy robusto, y los sufrimientos y privaciones lo habían dejado débil y enflaquecido. Su barba y sus cabellos, un día de un color negro lustroso inusual entre los sartán, presentaban ahora unas canas prematuras. Aunque el movimiento le causaba fatiga, conseguía mantener un porte digno. Sin embargo, las ropas negras raídas que lo distinguían como nigromante colgaban de unos hombros huesudos como si cubrieran un esqueleto.
—En efecto, eres tú, Balthazar —murmuró Alfred con manifiesta sorpresa—. Yo... no estaba seguro.
En su voz también era muy evidente la lástima que le producía. Los negros ojos de Balthazar centellearon de rabia. Se irguió con aire solemne y cruzó los brazos huesudos sobre el pecho hundido.
—¡Sí! ¡Balthazar! ¡Balthazar, a cuyo pueblo abandonaste a su suerte en los muelles de Puerto Seguro!
El perro, tras reconocer a Balthazar, se encontraba a punto de acercarse a él con amistosas fiestas pero, al oírlo, soltó un gruñido y retrocedió hasta colocarse cerca de sus protegidos.
—Ya sabes por qué os dejamos aquí. No podía permitir que difundierais la nigromancia a los otros mundos —respondió Alfred sin alterarse—. Sobre todo, después de ver el daño causado a éste.
Balthazar suspiró. Su cólera había sido más premeditada que real. Una llamita vacilante: esto era todo lo que quedaba de un incendio que se había apagado hacía mucho tiempo. Sus brazos, cruzados sobre el pecho, se separaron y cayeron pesadamente a los costados, muertos de cansancio.
—Ahora lo entiendo. Entonces, por supuesto, no. Y no puedo evitar la cólera. No tienes idea de lo que hemos sufrido. —Una sombra cargada de angustia y de dolor nubló sus negros ojos—. Pero lo que dices es cierto: nosotros mismos atrajimos esta desgracia con nuestros actos irreflexivos. A nosotros nos corresponde afrontarla. ¿Qué le sucede a la mujer? —Balthazar observó a Marit detenidamente—. Supongo que pertenece a la misma raza que ese amigo tuyo... ¿cómo se llama? Haplo. Sí, reconozco las marcas rúnicas de su piel.
—Ha sufrido el ataque de uno de los lázaros —explicó Alfred, al tiempo que examinaba a Marit. La patryn, inconsciente, ya no sentía dolor.
Balthazar adoptó una expresión sombría.
—Algunos de los nuestros han tenido el mismo destino. Me temo que no se puede hacer nada por ella.
—Al contrario. Yo puedo curarla. —Alfred se sonrojó—. Pero necesita un rincón tranquilo donde pueda descansar y dormir sin molestias durante muchas horas.
Balthazar miró a Alfred sin pestañear.
—Lo olvidaba... —dijo por fin—. Olvidaba que posees facultades que nosotros hemos perdido... o que ya no tenemos fuerzas para poner en práctica. Tráela adentro. Aquí estará a salvo..., todo lo salvo que puede estarse en este mundo condenado.
El nigromante abrió la marcha hacia el interior de la cueva. Al avanzar, pasaron junto a otra sartán, una mujer joven. Balthazar le hizo un gesto con la cabeza. La mujer dirigió una mirada curiosa a Alfred y a sus compañeros y se alejó, dándoles la espalda.
Al cabo de unos momentos, aparecieron otros dos sartán.
—Si quieres, ellos llevarán a la mujer a nuestra zona de reposo y le darán acomodo —sugirió Balthazar.
Alfred titubeó. No estaba muy seguro de confiar tanto en aquella gente..., en su gente.
—Sólo te retrasaré unos minutos —insistió Balthazar—, pero me gustaría hablar contigo.
Los negros ojos lo taladraron, lo sondearon. Alfred tuvo la incómoda sensación de que aquellos ojos percibían mucho más de lo que él deseaba que vieran. Y era evidente que el nigromante no permitiría a Alfred hacer nada por Marit hasta que la curiosidad —o lo que fuera— de Balthazar quedara satisfecha.
A regañadientes, Alfred dejó a Marit al cuidado de los sartán. Éstos la trataron con delicadeza y la condujeron al seno de la caverna. Con todo, Alfred no dejó de advertir que los sartán que se hacían cargo de Marit estaban casi tan débiles como la enferma patryn.
—Estabais advertidos de nuestra llegada —murmuró Alfred, tras recordar la sombra que había visto moverse entre las rocas.
—Tenemos centinelas por si aparecen los lázaros —asintió Balthazar—. Sentémonos un momento, por favor. Los paseos me fatigan.
Se dejó caer, casi derrumbándose, sobre una piedra.
—Pero no usáis como vigías... a los muertos —dijo Alfred lentamente, mientras recordaba la última vez que había estado en aquel mundo—. ¿Tampoco para luchar?
Balthazar le dirigió una mirada penetrante y perspicaz.
—No. —Su mirada se perdió en las sombras, que se hacían más densas en torno a ellos conforme penetraban más en la caverna—. Ya no practicamos la nigromancia.
—Me alegro —declaró Alfred sentidamente—. Me alegro mucho.
Habéis tomado la decisión acertada. El poder de la nigromancia ya ha hecho suficiente daño a nuestro pueblo.
—El poder de resucitar a los muertos es una tentación muy fuerte, sobre todo si viene de lo que consideramos amor y compasión —suspiró Balthazar—. Por desgracia, sólo satisface el deseo egoísta de conservar algo de lo que debemos desprendernos. Miopes y arrogantes, imaginábamos que este estado mortal es el culminante, el mejor que podemos alcanzar. Pero hemos aprendido que no es así.
Alfred lo miró con perplejidad.
—¿Lo habéis aprendido? ¿Cómo?
—Mi príncipe, mi querido Edmund, tuvo el valor de mostrárnoslo. Honramos su memoria. Ahora, dejamos que el alma de los muertos parta libremente y damos descanso a los cuerpos con respeto.
«Desdichadamente —añadió; su voz recuperó el tono de amargura—, enterrar a nuestros muertos es una tarea que se ha hecho demasiado habitual...
Balthazar hundió el rostro entre las manos en un vano intento de esconder las lágrimas. El perro se adelantó con un trotecillo, dispuesto a perdonar el malentendido anterior. Colocó una pata sobre la rodilla del nigromante y lo miró con ojos comprensivos.
Cuando se hubo recuperado lo suficiente y pudo reanudar la conversación, el nigromante expuso a Alfred la situación desesperada en la que se encontraba su pueblo.
—Huimos tierra adentro para escapar de los lázaros, pero nos alcanzaron. Combatimos contra ellos en una batalla perdida de antemano, como bien sabíamos. Entonces, uno de los adversarios, el lázaro de un joven noble llamado Jonathon, se adelantó hacia nosotros y liberó al príncipe Edmund, dio descanso a su espíritu y nos demostró que no era verdad lo que habíamos temido durante tantos siglos. El alma no se pierde en el vacío, sino que continúa viva. Nos equivocábamos al encadenar el alma a su prisión de carne y huesos. Jonathon mantuvo a raya a Kleitus y a los demás lázaros y nos dio tiempo a escapar y ponernos a salvo.
»Nos ocultamos en los eriales exteriores mientras pudimos, pero nuestros suministros eran escasos y nuestra magia se debilitaba día a día. Acuciados por el hambre, volvimos a esta ciudad abandonada, saqueamos las escasas provisiones que quedaban en ella y nos instalamos en las cavernas. Ahora, la comida se ha acabado casi por completo y no tenemos esperanzas de conseguir más. Lo poco que nos queda está reservado para los recién nacidos, los enfermos...
Balthazar hizo un alto y cerró los ojos como si estuviera a punto de desmayarse. Alfred le pasó los brazos alrededor y lo sostuvo hasta que su interlocutor pudo hacerlo de nuevo por sí solo.
—Gracias —murmuró Balthazar con una vaga sonrisa—. Ya me siento mejor. De vez en cuando, me cogen estos mareos.
—Unos mareos de debilidad, por falta de sustento. Supongo que te has privado de comer para que tu pueblo pudiera alimentarse, ¿no? Pero tú eres su líder. ¿Qué será de ellos si caes enfermo?
—No importa si yo vivo o muero; su suerte será la misma —respondió Balthazar con tono lúgubre—. No nos queda esperanza. No tenemos modo de escapar. Sólo esperamos la muerte. Y, después de ver la paz que encontró mi príncipe —añadió, con voz mucho más dulce—, debo confesar que la espero con gusto.
—Vamos, vamos —se apresuró a decir Alfred, alarmado ante aquellas palabras—. Estamos perdiendo el tiempo. Si os queda algo de comida, puedo utilizar mi magia para proporcionaros más.
Balthazar ensayó de nuevo su débil sonrisa.
—Eso sería de gran ayuda. Y, sin duda, llevarás grandes provisiones de comida en tu nave.
—Bien, sí, claro... Yo... —Alfred enmudeció.
«Ya la has hecho buena!», murmuró Haplo.
—¡De modo que esa nave que vimos es tuya! —A Balthazar le brillaron los ojos con un destello febril. Alargó una mano esquelética y asió con ella la solapa de terciopelo descolorido de Alfred—. ¡Por fin podemos escapar! ¡Dejar este mundo de muerte!
—Yo..., yo... —balbuceó Alfred—. Esto... verás...
Alfred alcanzó a comprender exactamente adonde había conducido todo aquello. Se incorporó, tembloroso.
—Hablaremos más tarde. Ahora, necesito volver con mi amiga para curarla. Después, haré lo que pueda por ayudar a tu pueblo.
Balthazar también se puso en pie y se inclinó hacia Alfred.
—¡Escaparemos! —afirmó con voz susurrante—. Esta vez, nadie nos detendrá.