En el aire quedó una frase sin pronunciar:
Y tú, menos que nadie
.
Alfred tragó saliva y retrocedió un paso. No dijo nada. Balthazar, tampoco. Los dos continuaron caminando, adentrándose en la cavidad. El nigromante avanzaba fatigadamente, pero rechazó cualquier ayuda. Alfred, compungido e incómodo, no conseguía controlar sus pies errantes. De no haber sido por el perro, se habría caído en incontables grietas y habría tropezado con mil y una rocas.
Le vino a la mente un refrán mensch:
«Saltar de la sartén para caer en la olla».
CAVERNAS DE SALFAG
ABARRACH
Balthazar guardó silencio durante la caminata, y Alfred se lo agradeció en extremo. Como de costumbre concentrado en salir de un problema, se había visto envuelto en otro. Ahora tenía que encontrar el modo de salir de ambos y, por mucho que se esforzara, no daba con soluciones para ninguno de los dos.
Continuaron caminando, con el perro en retaguardia, vigilante. Por fin, llegaron a la zona de la caverna en la que se habían instalado los sartán.
Alfred escrutó la oscuridad y sus preocupaciones por Haplo y por Marit, sus suspicacias respecto a Balthazar, quedaron sumergidas bajo una oleada de conmoción y de lástima. Unas decenas de sartán, hombres, mujeres y algunos niños —demasiado pocos niños— se refugiaban en aquel deprimente lugar. La visión de aquellos desgraciados, de su penoso estado, encogía el corazón. El hambre se había cobrado su terrible precio, pero peor aún que las privaciones físicas eran el terror, el pánico y la desesperación que habían dejado sus espíritus tan demacrados como sus cuerpos.
Balthazar había hecho cuanto había podido por mantener el ánimo del grupo, pero él mismo estaba al borde del agotamiento. Muchos de los sartán se habían dado por vencidos y yacían sobre el suelo duro y frío de la caverna, sin hacer otra cosa que mirar la oscuridad como si desearan que ésta descendiera y los envolviera. Alfred conocía bien aquella desesperación y sabía adonde podía llevar, pues él mismo había recorrido una vez aquel terrible camino. De no haber sido por la llegada de Haplo —y del perro del patryn—, Alfred quizás habría seguido tal camino hasta su amarga conclusión.
—Éste es ahora nuestro sustento —anunció Balthazar al tiempo que señalaba un gran saco—. Semilla de hierba kairn destinada a la siembra, que rescatamos de Puerto Seguro. Molemos el grano y lo mezclamos con agua para hacer unas gachas. Y éste es el último saco. Cuando se termine... —El nigromante se encogió de hombros.
Los escasos poderes mágicos que aún conservaban aquellos sartán apenas les servían para mantenerse con vida y para respirar el ponzoñoso aire de Abarrach.
—No te preocupes —dijo Alfred—. Os ayudaré. Pero antes debo ocuparme de Marit.
—Desde luego —asintió Balthazar.
La patryn yacía sobre una pila de mantas deshilachadas. Varias mujeres sartán la atendían y hacían lo posible para que se sintiera cómoda. Le habían echado una manta por encima para que no tuviera frío y le habían dado agua. (Alfred no pudo evitar sorprenderse ante la aparente abundancia de agua potable; la última vez que había estado en Abarrach, el líquido elemento era extraordinariamente escaso. Tendría que acordarse de preguntar qué había sucedido.)
Gracias a estas atenciones, Marit había recobrado la conciencia y no tardó en distinguir a Alfred. Alzó la mano hacia él con gesto débil, y el sartán se dispuso a hincar la rodilla a su lado. Ella se agarró a él y casi lo desequilibró.
—¿Qué...? ¿Dónde estamos? —preguntó con las mandíbulas encajadas para dominar los escalofríos que la estremecían—. ¿Quién es esa gente?
—Sartán —dijo Alfred con voz tranquilizadora, tratando de forzarla a tenderse de nuevo en el improvisado lecho—. Aquí estás a salvo. Voy a intentar curarte; luego, necesitarás dormir.
Una expresión de desafió endureció las facciones de Marit, y Alfred recordó aquella otra ocasión, en Abarrach, en la que había curado a Haplo contra la voluntad de éste.
—Puedo ocuparme de mí misma... —inició una protesta, pero no pudo continuarla. Le costaba demasiado esfuerzo respirar.
Alfred la tomó de las manos —la diestra en su zurda, la zurda en la diestra— para completar y compartir el círculo de sus seres.
Ella hizo un débil intento de desasirse pero, en esta ocasión, Alfred era más fuerte; la retuvo firmemente y empezó a entonar las runas.
El calor y la energía del sartán fluyeron a Marit. El dolor, el sufrimiento y la soledad de la patryn penetraron en él. El círculo los envolvió, los vinculó y, durante un breve instante, también Haplo participó de él.
Alfred tuvo una visión extraña y fantasmal de los tres, flotando en una onda de luz y de aire y de tiempo mientras hablaban.
—Tenéis que escapar de Abarrach, Alfred —decía Haplo—. Tú y Marit. Id a algún lugar seguro, donde Xar no pueda encontraros.
—Pero no podemos llevarnos al perro —protestó Alfred—. Xar tiene razón: el perro no puede cruzar la Puerta de la Muerte. Sin ti, no puede hacerlo.
—No nos iremos —lo secundó Marit—. No vamos a dejarte.
La patryn parecía rodeada de luz; a los ojos de Alfred, era una mujer hermosa. Marit se inclinó hacia Haplo y extendió la mano hacia él, pero no consiguió tocarlo. Y él tampoco podía tocarla a ella. La onda los transportaba, los sostenía, pero también los separaba.
—Ya te perdí una vez, Haplo. Te dejé porque no tuve el valor necesario para amarte. Pero ahora lo tengo. Te quiero y no volveré a perderte. Si la situación fuese la inversa —continuó, sin darle ocasión de replicar—, si fuera yo quien yaciera en ese lecho de piedra, ¿tú me abandonarías? Entonces, ¿cómo puedes pensar que soy menos fuerte que tú?
Haplo respondió con voz vacilante:
—No te pido que seas menos fuerte que yo. Al contrario; te pido que lo seas más. Debes tener el valor necesario para dejarme, Marit. Recuerda a nuestro pueblo, que lucha por su vida en el Laberinto. Recuerda qué será de ellos y de todos los que viven en los cuatro mundos si nuestro Señor consigue su propósito de cerrar la Séptima Puerta.
—No puedo dejarte —insistió Marit.
El amor rebosó de su corazón. El amor de Haplo fluyó del suyo. Y Alfred fue la gasa de fina seda a través de la cual se filtraban los dos. La tragedia de la separación lo apenó profundamente. Si hubiera podido aliviarla sacrificándose él mismo, lo habría hecho. Pero en aquel asunto sólo podía ser una especie de intermediario.
Y lo peor era que se daba cuenta de que Haplo dirigía aquellas palabras no sólo a Marit, sino también a él. También Alfred debía encontrar la fuerza necesaria para abandonar a alguien a quien había terminado por querer.
—Pero, mientras tanto, ¿qué hago con Balthazar? —preguntó el sartán.
Antes de que Haplo pudiera contestar, la luz empezó a desvanecerse y el calor pasó. La onda se disolvió y dejó a Alfred abandonado y solo en la oscuridad. Se estremeció y exhaló un profundo suspiro; no quería abandonar aquel estado, no quería regresar. Pero, en aquel instante, oyó pronunciar su nombre.
—Alfred. —Marit estaba medio incorporada, apoyada en un codo. La fiebre había desaparecido de su mirada, aunque los párpados le pesaban y empezaba a vencerla el sueño—. Alfred... —repitió con urgencia, luchando por mantenerse despierta.
—Sí, Marit, aquí estoy—respondió, al borde de las lágrimas—. Deberías estar tendida.
La patryn apoyó de nuevo la cabeza en las mantas y dejó que él la arropara, demasiado adormilada para impedírselo. Cuando Alfred ya se disponía a retirarse, ella lo asió por la mano.
—Pregunta al sartán... acerca de la Séptima Puerta —susurró—. Pregúntale qué sabe de ella.
—¿Crees prudente hacerlo?
Alfred no estaba seguro. Ahora que había visto de nuevo a Balthazar, había recordado el gran poder del nigromante y, aunque debilitado por la inquietud y la falta de comida, Balthazar recuperaría las fuerzas rápidamente si creía haber encontrado una vía de salvación para él y para su pueblo.
—Me gusta tan poco la idea de que Balthazar encuentre la Séptima Puerta como que lo haga Xar. Tal vez sea mejor que no saque el tema a colación.
—Limítate a preguntarle qué sabe de ella —suplicó Marit—. ¿Qué mal puede haber en eso?
Alfred se mantuvo reacio a la propuesta.
—Dudo que Balthazar sepa nada...
Marit se aferró a su mano y la apretó hasta hacerle daño.
—¡Pregúntale! ¡Por favor!
—¿Preguntarme, qué?
Balthazar se había mantenido a cierta distancia, observando el proceso de curación con profundo interés. Luego, al oír que pronunciaban su nombre, había avanzado hacia ellos sigilosamente.
—¿Qué es lo que queréis saber? —insistió.
«Adelante», dijo de pronto la voz de Haplo, para sobresalto de Alfred. «Pregúntale. A ver qué dice».
Alfred tragó saliva y suspiró.
—Verás, Balthazar..., nos preguntábamos si has oído hablar alguna vez de... de algo llamado la Séptima Puerta.
—Por supuesto —contestó Balthazar con toda calma, pero con una mirada penetrante de sus negros ojos que atravesó a Alfred como una afilada daga—. En Abarrach, todos han oído hablar de la Séptima Puerta. Todos los niños aprenden la letanía.
—¿Qué..., a qué letanía te refieres? —preguntó Alfred con voz desmayada.
—«La Tierra fue destruida —empezó a recitar Balthazar, con un hilo de voz aguda— y cuatro mundos fueron creados de sus ruinas. Mundos para nosotros y para los mensch: Aire, Fuego, Piedra y Agua. Cuatro Puertas conectan cada mundo con los otros: Ariano y Pryan y Abarrach y Chelestra. Para nuestros enemigos se construyó un correccional: el Laberinto. Éste está conectado con los otros mundos a través de la Quinta Puerta, el Nexo. La Sexta Puerta está en el centro y permite la entrada: es el Vórtice. Y todo esto se llevó a cabo a través de la Séptima Puerta. El final fue el principio».
—¡De modo que era así como conocías la existencia de la Puerta de la Muerte y de los otros mundos! —Murmuró Alfred, recordando su primer encuentro con Balthazar y cómo el nigromante había sabido penetrar en las mentiras que había empleado Haplo para ocultar su verdadera identidad—. ¿Y dices que esto se enseña a los niños?
—Se enseñaba —lo corrigió Balthazar con un hincapié desconsolado en el tiempo del verbo—. Cuando nos complacíamos en instruir a los pequeños en otras cosas, además de aleccionarlos sobre cómo morir.
—¿Cómo ha llegado tu pueblo a esta situación? —preguntó Marit, luchando contra el amodorramiento que se adueñaba de ella—. ¿Qué le sucedió a este mundo?
—Lo que sucedió fue resultado de la codicia. De la codicia y de la desesperación. Cuando la magia que mantenía vivo este mundo comenzó a fallar, nuestra gente empezó a morir. Entonces recurrimos a la nigromancia. Al principio, para conservar cerca a nuestros seres queridos; después, con el tiempo, utilizamos esas artes de magia negra para aumentar nuestro número, para añadir soldados a nuestros ejércitos y criados a nuestras casas. Pero, con ello, las cosas empeoraron en lugar de mejorar.
—Según los planes originales —explicó Alfred a la patryn—, Abarrach fue concebido de modo que la supervivencia en él dependiera de los otros tres mundos. Unos conductos, conocidos en este mundo como colosos, debían canalizar la energía que fluía hasta Abarrach desde las ciudadelas de Pryan. Tal energía proporcionaría luz y calor y permitiría a la gente vivir cerca de la superficie, donde el aire es respirable
»Sin embargo, los planes no se cumplieron. Cuando la Tumpa-chumpa dejó de funcionar, la luz de las ciudadelas de Pryan se apagó también y Abarrach quedó sumido en la oscuridad.
Alfred se detuvo. Su didáctica exposición había dado resultado. Marit tenía los ojos cerrados y la respiración relajada y profunda. Con una leve sonrisa, la arropó para mantenerla caliente. Después, se apartó de su lado en silencio. Tras dedicar una mirada a la patryn, Balthazar siguió a Alfred.
—¿Por qué preguntas por la Séptima Puerta?
De nuevo, la mirada penetrante atravesó a Alfred, quien de inmediato empezó a balbucear unas palabras incoherentes:
—Yo..., yo... curioso... oí en alguna parte... algo...
Balthazar frunció el entrecejo.
—¿Qué intentas descubrir, hermano sartán? ¿El emplazamiento de esa Puerta? Créeme, si tuviera la menor idea de dónde está, la habría utilizado yo mismo para ayudar a los míos a escapar de este lugar terrible.
—Sí, claro.
—¿Qué más quieres saber, pues?
—En realidad, nada. Sólo..., sólo era curiosidad. Ahora, veamos qué podemos hacer para alimentar a tu pueblo.
Sinceramente preocupado por el bienestar de los suyos, el nigromante no insistió. De todos modos, Alfred apreció con claridad que su inesperado interés por la Séptima Puerta había despertado también, como temía, el de Balthazar. Y el nigromante se parecía mucho al perro de Haplo. Una vez que tenía algo entre los dientes, no era fácil que lo soltara.
Alfred empezó a reproducir sacos de semilla de hierba kairn,
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en cantidad suficiente para aprovisionar a los sartán, que molerían el grano en harina y la cocerían en panes, más nutritivos y gustosos que las gachas. Mientras se ocupaba en ello, dirigió una mirada disimulada en torno a él. No había sartán muertos al servicio de los vivos, como la última vez que Alfred había visitado a aquella gente. No vio cadáveres soldados que protegieran la entrada ni reyes muertos que pretendieran gobernar. Y, allá donde yacían, los muertos descansaban en paz, como había dicho Balthazar.