Si estaba vivo, reflexionó el patryn, lo más probable era que estuviese librando su propia batalla. Sin duda, Sang-drax habría traído refuerzos.
Como en respuesta a sus pensamientos, oyó la voz de Alfred en un grito ronco de horror y desesperación. Haplo no podría contar con su ayuda. Y no había nada que el patryn pudiera hacer por él.
Haplo tenía sus propios problemas.
Contra un fondo espeluznante de tormentas y fuego, de oscuridad y de mares agitados, el Señor del Nexo estaba trazando la compleja urdimbre de runas que, una vez completa, haría que los elementos de los cuatro mundos se transformaran y cambiaran, se descompusieran y se fundieran. Concentrado en la elaboración del hechizo, Xar no se permitió desviar la atención ni siquiera una ínfima fracción de segundo. Tan difícil, tan inmenso era el encantamiento, que se veía obligado a volcar en él hasta el último gramo de su ser. Incluso sus defensas estaban bajadas; los signos mágicos de su arrugada piel apenas emitían su fulgor mortecino.
La magia era un infierno flameante frente a él. Pero Xar tenía desprotegida la espalda.
Sang-drax levantó la daga. Los ojos de la serpiente concentraron la mirada en la base del cráneo del Señor del Nexo, el punto en el cual terminaban las runas protectoras.
Silenciosa, la serpiente se deslizó hacia su víctima. Pero, para llegar hasta Xar, Sang-drax tendría que rodear a Haplo.
Si su Señor moría, pensó éste, el hechizo que estaba conjurando quedaría inacabado y los mundos estarían a salvo.
Debía dejarlo morir. Igual que Xar lo había dejado morir a él.
No debía hacer nada. Sólo dejar que su Señor muriese...
—¡Mi Señor! —Gritó, al tiempo que se incorporaba de un salto—. ¡Detrás de ti!
LA SÉPTIMA PUERTA
Alfred miró al otro lado de la Puerta de la Muerte, horrorizado. Otras serpientes habían abandonado la batalla del Laberinto y se dirigían a toda prisa hacia la puerta abierta. Una, la que abría la marcha, casi había llegado a ella.
—¡Haplo...!
El sartán apenas tuvo tiempo de iniciar la llamada de auxilio cuando escuchó el grito de advertencia de Haplo a Xar.
Cuando volvió la mirada hacia el otro extremo del caótico corredor, alcanzó a ver al patryn en el instante en que éste se arrojaba contra la serpiente.
Alfred reprimió su grito e, impotente, se volvió hacia la puerta abierta y hacia la serpiente que se zambullía en la abertura con un intenso brillo en sus ojos. Si aquella perversa criatura conseguía entrar, se uniría a su hermana y Haplo se vería enfrentado a dos de ellas. Las posibilidades del patryn frente a una sola eran muy reducidas; contra las dos, absolutamente nulas, sobre todo si Xar se volvía contra él, lo cual parecía muy probable.
—¡Tengo que detener a ésta yo mismo! —murmuró y, a tientas, buscó dentro de sí el valor necesario. Buscó al otro Alfred, aquel Alfred cuyo auténtico nombre era Coren. El Elegido.
Y, de pronto, se cumplió la posibilidad de que Alfred estuviera de nuevo en el mausoleo de Ariano.
No podía creerlo. Miró a su alrededor, confundido pero indeciblemente aliviado y agradecido. Como si acabara de despertar en su lecho y descubriera que todo lo anterior no había sido más que una pesadilla terrible.
La tumba estaba tranquila y silenciosa. Allí estaba seguro, a salvo, rodeado por los ataúdes de sus amigos, que descansaban en paz. Y, al pasear su mirada por el lugar con desconcertada gratitud, mientras se preguntaba qué significaba todo aquello, Alfred vio la tapa abierta de su propio ataúd.
Sólo tenía que introducirse en él, yacer allí y cerrar los ojos.
Reconfortado por tal pensamiento, dio un paso hacia él... y tropezó con el perro.
Alfred rodó por el frío suelo de mármol del mausoleo, enredado con un confuso revuelo de patas y cola plumosa. El animal soltó un gañido de dolor. Alfred había aterrizado justo encima de él.
Tras salir arrastrándose de debajo del sartán caído de bruces, el perro se sacudió con aire indignado y le dedicó una mirada de reproche.
—Lo siento... —balbuceó Alfred.
El eco repitió su disculpa en el interior de la estancia como la voz del fantasma de un lázaro. El perro lanzó un ladrido irritado.
—Tienes razón —Alfred se sonrojó y sonrió débilmente—. Ya estoy pidiendo disculpas otra vez. No dejaré que vuelva a suceder.
La tapa del ataúd se cerró con un ruido atronador.
Se encontró de nuevo en la Puerta de la Muerte, en el pasadizo. Y la serpiente estaba a punto de cruzar el umbral.
Alfred se dejó llevar... y se agarró.
Un dragón de escamas verdes y alas doradas, con su cresta bruñida reluciente como un sol, surgió de la Puerta de la Muerte, hizo pedazos el corredor del caos y atacó a la serpiente.
Las poderosas zarpas traseras del dragón cayeron sobre el cuerpo de la serpiente y traspasaron las escamas grises de la piel de ésta hasta clavarse profundamente en su carne.
La serpiente, empalada en las zarpas del dragón, se agitó y se revolvió en un intento de liberarse, pero el movimiento sólo hizo que las garras se hundieran más en su cuerpo. Entre terribles dolores, la serpiente contraatacó e intentó cerrar sus mandíbulas, poderosas aunque desdentadas, en torno al cuello del dragón para quebrárselo.
El dragón cerró sus colmillos sobre las fauces abiertas de la serpiente, los hundió en el cráneo, entre aquellos rojos ojos cargados de odio, e hizo brotar la sangre de la malévola criatura, que llovió sobre el Laberinto. En sus últimos estertores, la serpiente emitió unos chillidos agónicos que fueron captados por sus hermanas y éstas empezaron a cerrar filas en torno al dragón, dispuestas a lanzarse sobre él y darle muerte.
Alfred soltó el cuerpo de la serpiente muerta, la desprendió de sus zarpas y la dejó caer al suelo. Ardía en deseos de volver a la Cámara, de acudir en ayuda de Haplo, pero no se atrevió a dejar la puerta desprotegida.
Con aire sombrío, el dragón verde y dorado continuó volando ante la Puerta de la Muerte, a la espera del asalto.
El grito de alarma de Haplo hizo reaccionar a Xar. Éste no tuvo necesidad de volverse para saber qué sucedía. La serpiente lo había traicionado. Xar apenas tuvo tiempo de restablecer las defensas mágicas de su cuerpo cuando le llegó el ataque por la espalda. Un destello de dolor le taladró la nuca.
Con un traspié, se volvió para defenderse.
Haplo estaba luchando con Sang-drax por la posesión de una daga empapada de sangre.
—¡Mi Señor! ¡El traidor ha intentado matarte! —masculló Sang-drax mientras golpeaba con saña a Haplo.
Con la respiración entrecortada, entre jadeos dolientes y agudos, Haplo no logró articular palabra. Los signos mágicos de su piel emitían un intenso resplandor azulado y tenía sangre en las manos.
Xar se llevó la mano atrás para tocar la herida y, al retirarla, comprobó que sus dedos también estaban empapados de sangre.
—¡Pues sí! —murmuró y presenció con un extraño distanciamiento la batalla entre Haplo y la serpiente. El dolor era un elemento perturbador, pero no tenía tiempo para curarse. La estructura rúnica que había creado resplandecía con una luz brillante delante de las cuatro puertas que conducían a los respectivos mundos. Sin embargo, aquí y allá, la luz empezaba a desvanecerse. Privada de la energía del Señor del Nexo, la magia que éste había utilizado empezaba a disgregarse.
Xar se secó con irritación la sangre que empezaba a correrle por el cuello hasta la ropa. Vista la atención que le prestaba, cualquiera habría pensado que aquella sangre no era suya.
Haplo cayó al suelo, vencido y aturdido. Sang-drax se volvió hacia Xar. El Señor del Nexo se puso tenso. La serpiente se situó entre él y la estructura mágica.
Al tiempo que sacudía la cabeza para vencer el aturdimiento, Haplo trató de incorporarse. Tenía manos y brazos cubiertos de sangre. En el suelo, cerca de él, estaba la daga en forma de serpiente.
Sang-drax también tenía las manos bañadas en sangre.
—¡Este traidor servidor tuyo ha intentado matarte, Señor del Nexo! —repitió—. Por fortuna, he podido impedirlo. Di una palabra y pondré fin a su vida.
Haplo volvió a caer, esta vez de bruces sobre el suelo empapado de sangre.
—No es preciso que pierdas el tiempo en eso —respondió Xar, aproximándose a Haplo, a la serpiente, a la magia—. Yo me ocuparé de él. Hazte a un lado.
En los ojos de la serpiente apareció un destello de recelo. Rápidamente, Sang-drax bajó los párpados para disimular su reacción.
—Es un gran honor para mí obedeceros, mi Señor. Pero antes —la serpiente se agachó— permíteme coger la daga del traidor. Podría intentarlo de nuevo...
La mano de Sang-drax se cerró en el aire.
Sin advertirlo, Xar había puesto el pie sobre la hoja cubierta de sangre. Hincó la rodilla junto a Haplo, sin dejar de prestar atención a Sang-drax. El Señor del Nexo cogió a Haplo por el mentón sin la menor delicadeza y volvió su rostro hacia la luz. Un corte terrible cruzaba la frente de su servidor, prácticamente hasta el hueso; a juzgar por el aspecto de la herida, ésta podía haber sido causada por el filo de una daga.
Con gestos rápidos y solapados, Xar trazó una runa curativa sobre la herida; la hemorragia se detuvo y el corte se cerró. Después, tras un momento de vacilación, trazó otro signo mágico, reproducción del que presidía su propio corazón. Lo trazó con sangre, pues no estaba destinado a durar. Carecía de poder..., de poder mágico.
Al contacto con su señor, Haplo emitió un gemido y abrió los ojos con un pestañeo. Xar aumentó la presión y hundió los dedos nudosos en la carne de su servidor.
Haplo alzó la vista y parpadeó. Tenía problemas para enfocar la visión y, cuando lo consiguió, puso cara de desconcierto. Después, con un suspiro y una sonrisa, extendió la mano y asió a Xar por la muñeca.
—Mi Señor... —murmuró—. Entonces, he llegado... la he alcanzado. La Última Puerta.
—¿De qué habla ese traidor, mi Señor? —preguntó Sang-drax —. ¿Qué te está diciendo? ¡Mentiras, mi Señor! ¡Mentiras!
—No dice nada importante —respondió Xar—. Haplo imagina que está otra vez en el Laberinto.
Haplo se estremeció. Su voz se hizo más potente y su tono se endureció.
—¡Lo he derrotado, mi Señor! ¡Lo he vencido!
—Es cierto, hijo mío, lo has hecho —repuso Xar—. Conseguiste una gran victoria.
Haplo sonrió, se aferró a la mano de Xar unos instantes más y, por fin, la soltó.
—Gracias por la ayuda, mi Señor, pero ya no te necesito. Puedo cruzar la Puerta por mis propios medios.
—Sí que puedes, hijo mío —dijo Xar con un susurro—. Sí que puedes.
Sang-drax pronunció una runa—una runa sartán—, al tiempo que trazaba un signo mágico patryn. Las dos runas se encendieron con un destello y volaron hacia la estructura mágica que Xar había creado.
Pero el Señor del Nexo había permanecido atento, a la espera de que la serpiente intentara algo parecido. Reaccionó con rapidez y lanzó su propia runa. Los signos mágicos chocaron, estallaron en una lluvia de chispas y se anularon mutuamente.
Xar se puso en pie empuñando la daga sinuosa.
—Ahora ya conozco al verdadero traidor —declaró, vuelto hacia Sang-drax, quien observó al Señor del Nexo con un brillo rojo feroz en sus ojos entornados—. Ya sé quién ha intentado llevar a mi gente al desastre.
—¿Quieres conocer a quien de verdad ha traído la destrucción a tu gente? —replicó Sang-drax con una sonrisa burlona—. ¡Mírate en el espejo, Señor del Nexo!
—Sí —murmuró Xar—, me miro en el espejo.
Sang-drax se despojó de su aspecto de patryn y, adoptando la forma de serpiente, creció y se expandió hasta que la enorme masa de tacto viscoso llenó la Cámara de los Condenados.
—Gracias por formar el hechizo que disgregará los mundos —dijo la serpiente con la cabeza erguida—. Reconozco que era un plan que no habíamos tomado en cuenta, pero sin duda nos resultará provechoso. El caos y la confusión que provocará nos alimentarán durante eras. Y tu gente quedará atrapada para siempre en el Laberinto. Lamento que no puedas vivir para verlo, señor Xar, pero eres demasiado peligroso...
La serpiente abrió sus desdentadas mandíbulas. Xar vio lo que se cernía sobre él y le dio la espalda. Concentró la atención en la magia, en la asombrosa estructura rúnica que había formado. Era una magia a cuya creación había dedicado su vida, un sueño forjado del odio.
Xar sabía que la serpiente atacaba con sus letales fauces abiertas de par en par para devorarlo.
Con mano firme, trazó la runa en el aire. El fuego del signo mágico emitió un resplandor azul, luego rojo y, por fin, rojo blanco, ardiente y cegador. A continuación, Xar pronunció la orden con voz firme, clara y sonora.
El signo mágico se precipitó contra la estructura de runas, estalló como una estrella explosiva y arrancó el corazón del hechizo.
Las mandíbulas se cerraron sobre el Señor del Nexo. La serpiente lo aplastó en su desdentada boca y arrojó el cuerpo roto y ensangrentado contra los muros, envueltos en un suave resplandor, de la Cámara de los Condenados.
El cuerpo de Xar golpeó la roca con un audible crujir de huesos y resbaló por la pared, dejando un rastro de sangre sobre el mármol blanco. Finalmente, quedó tendido en el suelo, como un guiñapo. La serpiente lanzó un alarido de triunfo.
—¡Mi Señor! —Haplo se puso en pie, mareado y débil, pero ya no desorientado.