La Séptima Puerta (39 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

EL LABERINTO

Haplo estaba herido y exhausto. Había pasado el día huyendo de sus enemigos, plantándoles cara y luchando con ellos cada vez que lo arrinconaban. Ahora, por fin, los había eludido, pero estaba débil, desorientado y desesperadamente necesitado de un descanso para curarse y recuperarse. Sin embargo, no se atrevía a detenerse. Estaba en el Laberinto, a solas, y sumirse en un sueño curativo equivalía a una muerte segura.

A solas. Al fin y al cabo, eso era lo que significaba su nombre, Haplo: solitario.

Y, en aquel instante, una voz dijo en un susurro:

—No estás solo.

Haplo levantó la vista, casi borrosa.

—¿Marit? —murmuró, incrédulo. Aquella voz era una ilusión, el resultado de su dolor, de su terrible añoranza y de su desesperación.

Unos brazos fuertes, cálidos y protectores, le rodearon los hombros y lo sostuvieron en pie, evitando que cayese al suelo, desfallecido. Haplo se apoyó en la mujer, agradecido. Ella lo depositó en el suelo con suavidad y acomodó su dolorido cuerpo sobre un lecho de hojas. Haplo levantó la vista hacia ella y Marit se arrodilló a su lado.

—He estado buscándote... —murmuró él.

—Ya me has encontrado —contestó la mujer.

Con una sonrisa, posó la mano sobre la desbaratada runa del corazón de Haplo. El contacto alivió el dolor de éste. Por fin, Haplo alcanzó a ver con claridad a Marit mientras ella murmuraba:

—Me temo que esto nunca curará por completo.

Haplo alargó la mano y apartó el cabello del rostro de la mujer. El signo grabado en su frente, el signo de Xar, empezaba a difuminarse. Pero también aquello dejaría secuelas. Marit no permitió que los dedos de Haplo tocaran el signo mágico, pero mantuvo la sonrisa. Tomó la mano del hombre y se llevó la palma a los labios.

Plenamente consciente de nuevo, la alarma y la sensación de peligro asaltaron a Haplo...

—No podemos quedarnos aquí —murmuró mientras se incorporaba hasta quedar sentado sobre el lecho de hojas.

Ella lo retuvo, sujetándolo por los hombros con ambas manos.

—Estamos a salvo. Al menos, de momento. Déjalo, Haplo. Abandona el miedo y el odio. Ya ha terminado todo.

Marit se equivocaba de medio a medio. Las cosas no habían hecho más que empezar. Se recostó de nuevo en las hojas y atrajo a la mujer junto a él.

—No quiero dejarte más —murmuró.

Ella apoyó la cabeza en su pecho, sobre la runa del corazón, la runa del nombre.

Un único signo mágico, partido en dos.

CAPÍTULO 36

EL LABERINTO

—¿Qué tiene? —preguntó una voz femenina. Le resultaba familiar, pero Alfred no conseguía ubicarla—. ¿Está herido?

—No —respondió otra voz; ésta, masculina—. Probablemente, sólo se ha desmayado.

«Nada de eso!», quiso replicar Alfred con indignación. « ¡Estoy muerto! ¡Estoy...!»

Se oyó a sí mismo hacer un ruido, un graznido.

—¿Lo ves? ¿Qué te decía? Ya está volviendo en sí.

Alfred abrió los ojos con cautela y contempló unas ramas. Se hallaba tendido sobre una hierba mullida y una mujer estaba arrodillada a su lado.

—¿Marit? —Preguntó con una expresión de asombro—. ¿Haplo?

Su amigo estaba en las inmediaciones.

Marit sonrió a Alfred y posó la mano en su frente con suavidad.

—¿Cómo te encuentras?

—No..., no estoy seguro. —Alfred examinó con cuidado las diversas partes de su cuerpo y comprobó, sorprendido, que no experimentaba dolor alguno. Pero, claro, ¿cómo iba a sentirlo?—. ¿Vosotros también estáis muertos?

—No. Y tú tampoco —respondió Haplo en tono sombrío—. Por lo menos, todavía no.

—Todavía no...

—Estás en el Laberinto, amigo mío. Y es probable que sigas aquí mucho tiempo.

—¡Entonces, dio resultado! —exclamó Alfred. Se incorporó hasta quedar sentado y los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡Ha surtido efecto! ¡La Puerta de la Muerte está...!

—Cerrada —asintió Haplo con una de sus leves sonrisas—. La Séptima Puerta quedó destruida y la magia, según parece, nos ha arrojado aquí. Y, como acabo de decir, vamos a quedarnos aquí bastante tiempo.

—¿Se ha desencadenado la batalla?

A Haplo se le ensombreció la expresión.

—Según Vasu, está a punto de iniciarse. El dirigente ha intentado establecer negociaciones con Ramu, pero el consejero se niega a hablar siquiera. Alega que no es más que una trampa.

—Los lobunos y los caodines se agrupan para un asalto —añadió Marit—. Ya ha habido escaramuzas a lo largo de las lindes del bosque. Si los sartán se unieran a nosotros, tal vez... —La patryn se encogió de hombros y movió la cabeza en gesto de negativa—. Hemos pensado que podrías hablar con Ramu...

Alfred se puso en pie tambaleándose. Todavía no terminaba de convencerse de que no estaba muerto. Se pellizcó disimuladamente y reprimió una mueca de dolor. Quizá sí que seguía vivo...

—No creo que sirva de mucho —respondió con desconsuelo—. Ramu me tiene en tan mal concepto como a cualquier patryn. Peor incluso, probablemente. Y si llegara a descubrir que he combinado mi magia con la vuestra...

—...y que han dado resultado —añadió Haplo con una sonrisa.

Alfred asintió y le devolvió la sonrisa. Sabía que aquello debería deprimirlo, pero no podía evitarlo: su corazón parecía burbujear de alegría. Miró a su alrededor y contuvo el aliento.

Sobre un montón de hojarasca apilada, en el centro de un claro del bosque, yacían dos cuerpos. Uno, vestido con ropas negras, tenía sus nudosas manos cruzadas sobre el pecho. El otro pertenecía a un mensch, un humano.

—¡Hugh
la Mano
! —Alfred no sabía si alegrarse o echarse a llorar—. ¿Está..., está...?

—Muerto —asintió Marit en voz baja—. Entregó su vida luchando en defensa de los míos. Lo encontramos junto a los cuerpos de varios caodines. Estaba como lo ves ahora, sereno y en paz. Cuando lo he encontrado así, muerto... —la voz se le quebró y Haplo se acercó a ella y le rodeó los hombros con su brazo—, he sabido que había sucedido algo terrible en la Puerta de la Muerte. Y me he dado cuenta de que debería tener miedo, pero no lo he sentido.

Alfred sólo alcanzó a mirar, incapaz de articular palabra. Junto a Hugh yacía Xar, el Señor del Nexo.

Haplo siguió su mirada y le adivinó el pensamiento.

—Lo hemos encontrado aquí, tal como está.

Con el corazón encogido y una mezcla de emociones en conflicto, Alfred se acercó a los muertos.

Las facciones de Xar en la muerte parecían mucho más viejas que en vida. Surcos y arrugas que el odio y la voluntad inflexible del Señor del Nexo habían convertido en muecas de tensa ferocidad, aparecían ahora relajados y revelaban un dolor y un sufrimiento ocultos, una pena profunda y duradera. Miraba al cielo con ojos apagados, ciegos; miraba al firmamento de la gran prisión de la que había escapado para, finalmente, encontrarse de nuevo en ella.

Alfred hincó la rodilla junto al cuerpo, alargó la mano y, con gesto piadoso, le cerró los párpados.

—Al final, Xar comprendió... —murmuró una voz, muy cerca de los presentes—. No lloréis por él.

Alfred, presa del nerviosismo, se volvió tan deprisa que perdió el equilibrio y tropezó con Haplo. Marit desenvainó su espada pero no tardó en bajarla, con una expresión de asombro.

Detrás de ellos se encontraba Jonathon.

¡Y era Jonathon! No el espantoso lázaro, el cadáver ambulante cubierto de su propia sangre y con las señales de su dolorosa muerte visibles en su cuerpo, sino el auténtico Jonathon, el joven que Alfred había conocido...

—¡Estás vivo! —exclamó.

Jonathon movió la cabeza en gesto de negativa.

—Ya no soy uno de esos atormentados no muertos. Pero tampoco he vuelto a la vida. Ni querría que así fuera. Como anunciaba la profecía, la Puerta se ha abierto. Pronto volveré a los mundos y conduciré a las almas atrapadas en ellos. Sólo me he quedado aquí para liberar la de estos dos... —señaló con un gesto a Xar y a Hugh
la Mano
—. Los dos han abandonado este plano. Y ésta será la última vez que camino entre los vivos. Adiós.

Jonathon empezó a alejarse y, al hacerlo, su cuerpo tangible empezó a difuminarse hasta convertirse en una especie de polvo que se dispersó con un brillo mortecino bajo un rayo de sol cegador.

—¡Espera! —gritó Alfred con desesperación, corriendo tras el efímero ser y trastabillando con las rocas en su esfuerzo por alcanzarlo—. ¡Espera! Tienes que contarme qué ha sucedido. ¡No lo entiendo!

Jonathon no se detuvo.

—¡Por favor! —Suplicó Alfred—. Me siento extrañamente en paz. Igual que me sentí la primera vez que estuve en la Cámara de los Condenados. ¿Significa eso..., significa eso que puedo entrar en contacto con el poder superior?

No hubo respuesta. Jonathon había desaparecido.

—¿Habéis llamado?

El extremo puntiagudo de un sombrero de aspecto raído asomó tras el tronco de un árbol. Tras esto apareció el resto del sombrero, que traía consigo a un viejo hechicero vestido con ropas pardas.

—Zifnab —murmuró Haplo—. No puede ser...

—¡No me llames así! —exclamó el recién llegado, quien, una vez en el claro del bosque, se detuvo a mirar a su alrededor con aire de vago desconcierto—. Mi nombre es... esto... ¡Bah, al diablo con eso! Llámame Zifnab, si quieres. Es un nombre bastante agradable. Uno se acostumbra a él. Y bien, ¿qué era lo que preguntabas?

Alfred miraba a Zifnab fijamente; de pronto, creía comprender...

—¡Tú! ¡Tú eres el poder superior! ¡Tú eres Dios!

Zifnab se acarició la barba y trató de aparentar modestia.

—Bueno, ya que lo mencionas...

—No, señor. Rotundamente, no. —Un dragón enorme emergió del bosque.

—¿Cómo que no? —Zifnab reaccionó con irritación y se irguió en actitud indignada—. Una vez fui un dios, ¿sabes?

—¿Y cuándo fue eso, señor? —replicó el dragón con un tono de voz sepulcral—. ¿Antes o después de entrar en el Servicio Secreto de Su Graciosa Majestad?

—¡No me vengas con insolencias! —exclamó Zifnab con desprecio. Se acercó a Alfred y, sin alzar el tono de voz, le dijo—: Te aseguro que era un dios. Se descubre en el último capítulo. Lo que sucede es que ese dragón está celoso, ¿sabes?

—¿Cómo dices, señor? —Intervino el dragón—. Me parece que no he oído bien eso último.

—Preocupado —se apresuró a corregirse el hechicero—. He dicho que estás preocupado por tu... En fin, no importa.

—No eres ningún dios, señor —insistió el dragón—. Tienes que convencerte de ello.

—Hablas igual que mi psiquiatra —masculló Zifnab, pero no lo hizo en voz muy alta. Con un suspiro, hizo girar el sombrero entre sus dedos distraídamente—. ¡Bah!, como tú prefieras. En este lugar, soy prácticamente igual que el resto de vosotros. Pero no tengo reparos en declarar que estoy sumamente disgustado con ello.

—Pero, entonces, ¿dónde está el poder superior? —Intervino Alfred—. Sé que existe: Samah lo encontró y los sartán de Abarrach que entraron en la Cámara hace siglos también lo descubrieron.

—Igual hicieron los sartán de Chelestra —añadió Haplo.

—Sí, ellos lo descubrieron —dijo Zifnab—. Y tú también.

—¡Oh! —A Alfred se le encendió el rostro, casi incandescente. A continuación, poco a poco, el fulgor desapareció—. Pero no vi nada...

—Claro que no. Miraste donde no debías. Siempre has buscado donde no debías.

—En un espejo... —murmuró Haplo, recordando las últimas palabras de Xar.

—¡Aja! —Exclamó Zifnab—. ¡De eso se trata, exactamente! —El viejo hechicero alargó su larga y huesuda mano y dio unas palmaditas en el pecho a Alfred—. ¡De mirarse al espejo!

—¡Pero..., pero no! —Alfred tartamudeó, azorado—. ¡Yo no...! ¡No puedo...! ¡Yo no soy ese poder superior! ¡De ningún modo!

—Claro que sí. —Zifnab abrió los brazos con una sonrisa—. Y también lo es Haplo. Y yo. Lo son... veamos: en Ariano, sólo entre residentes en el Reino Medio, tenemos cuatro mil seiscientos treinta y siete de ellos. Sus nombres, por orden alfabético, son: Aaltje, Aaltruide, Aaron...

—Está bien, señor, entendemos... —intentó interrumpirlo el dragón con voz severa.

El hechicero continuó repasando la lista:

—Aastami, Abbie...

—Pero... ¡no es posible que todos seamos dioses! —protestó Alfred, desconcertado.

—No sé por qué no. —Zifnab acompañó sus palabras de un bufido—. Sería algo estupendo. Haría que pensáramos las cosas dos veces. Pero, si no te gusta la idea, imagínate como una lágrima caída en un océano.

—La Onda —apuntó Haplo.

—Todos nosotros, gotas en el océano que forman la Onda. Normalmente, mantenemos esta Onda en equilibrio. Las olas lamiendo suavemente la orilla, las muchachas del hula-hula cimbreando las caderas en la arena... —murmuró Zifnab con aire embelesado—. Pero a veces provocamos que la Onda pierda la armonía. Entonces hay maremotos, perturbaciones en las mareas. Las muchachas del hula-hula son arrastradas al mar... Pero la Onda siempre actúa para corregirse a sí misma. Por desgracia —añadió con un suspiro—, al hacerlo envía una oleada de agua espumeante en la dirección contraria.

—Me temo que sigo sin entender... —dijo Alfred en tono apesadumbrado.

—Ya lo entenderás, camarada. —Zifnab le dio de nuevo unas palmaditas, esta vez en la espalda—. Tú estás destinado a escribir un libro sobre el tema. Nadie lo leerá, por supuesto, pero eso es lo que menos te ha de importar. Lo que cuenta es el proceso creativo. Fíjate en Emily Dickinson. Escribió durante años en un desván. Nadie llegó a leer un solo...

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