La sombra de la sirena (43 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Lo dejó en la mesa, puso el bocadillo al lado y arrastró la silla a su lugar. Se subió encima y se puso de rodillas para poder servir el zumo. El cartón pesaba bastante y él se esforzaba por mantenerlo encima del vaso, pero cayó tanto dentro como fuera, así que pegó la boca al hule y sorbió lo que se había derramado
.

El bocadillo estaba riquísimo. Era el primero que hacía solo y lo devoró con ansia de varios bocados. Entonces se dio cuenta de que había sitio para otro, y ahora ya sabía cómo se preparaban. Lo orgullosa que estaría su madre cuando, al despertar, descubriera que él podía prepararse solo los bocadillos
.

—¿
A
lguien ha visto algo? —Patrik hablaba por teléfono con Martin—. Ya, bueno, tampoco lo esperaba. Pero seguid de todos modos, nunca se sabe.

Colgó y le hincó el diente a la Big Mac. Se habían parado en McDonald’s para almorzar y disponer de unos minutos para hablar de lo que harían después.

—Nada, ¿no? —dijo Paula, que lo había oído hablar mientras iba cogiendo patatas.

—Por ahora, no. No hay mucha gente que viva en esa zona en invierno, así que no es de extrañar que el resultado sea tan pobre.

—¿Y cómo ha ido la cosa en Badholmen?

—Ya se han llevado el cadáver —explicó Patrik dando otro mordisco a la hamburguesa—. Así que Torbjörn y sus hombres terminarán dentro de nada. Me prometió que me llamaría si encontraba algo.

—¿Y qué hacemos ahora?

Antes de empezar a comer repasaron las copias de los documentos que les habían entregado en los servicios sociales. Todo parecía encajar con lo que Sanna le había contado a Erica.

—Seguir adelante. Sabemos que a Christian lo dieron en adopción muy poco después, a una pareja apellidada Lissander, aquí en Trollhättan.

—¿Tú crees que vivirán aquí todavía? —preguntó Paula.

Patrik se limpió las manos a conciencia, hojeó los documentos hasta dar con el que buscaba y memorizó unos datos. Luego, marcó el número del servicio de información telefónica.

—Hola, quería saber si viven en Trollhättan unas personas llamadas Ragnar e Iréne Lissander. De acuerdo, gracias. —Se le iluminó la cara y asintió, confirmándole a Paula que tenía buenas noticias—. ¿Podrías mandarme la dirección en un
sms
?

—Así que siguen viviendo aquí, ¿eh? —Paula seguía comiendo patatas fritas.

—Eso parece. ¿Y si vamos allí y hablamos con ellos? ¿Tú qué dices?

Patrik se levantó y miró a Paula impaciente.

—¿No deberíamos llamar primero?

—No, quiero ver cómo reaccionan sin que estén avisados. Debe existir una razón para que Christian recuperase el apellido de su madre biológica, y para que nunca le hablara a nadie de su existencia, ni siquiera a su mujer.

—Puede que no viviera con ellos mucho tiempo.

—Sí, claro, pudiera ser, pero aun así, yo no creo… —Patrik trataba de expresar por qué tenía la firme sensación de que aquella era una pista que valía la pena seguir—. Por ejemplo, no se cambió el apellido hasta los dieciocho años. ¿Por qué tan tarde? Y, además, ¿por qué llevar el nombre de unas personas con las que no había vivido tanto tiempo?

—Sí, claro, en eso tienes razón —dijo Paula, aunque sin mucha convicción.

Como quiera que fuese, iban a enterarse muy pronto. No pasarían muchos minutos antes de que apareciese y encajase en su lugar una de las piezas que faltaban en el rompecabezas de Christian Thydell. O de Christian Lissander.

E
rica dudaba, teléfono en mano. ¿Debía llamar o no? Pero finalmente decidió que la noticia no tardaría en hacerse pública y que sería mucho mejor que Gaby se enterase por ella.

—Hola, soy Erica.

Cerró los ojos mientras Gaby la abrumaba con su habitual verborrea incontenible hasta que la interrumpió en medio del torrente.

—Gaby, Christian está muerto.

Se hizo el silencio en el auricular. Luego oyó jadear a Gaby.

—¿Qué? ¿Cómo? —balbució—. ¿Ha sido la misma persona que…?

—No lo sé. —Erica volvió a cerrar los ojos. Las palabras que iba a pronunciar eran terribles e irrevocables—: Lo encontraron esta mañana, colgado de una cuerda. La Policía no sabe más por ahora. Ignoran si lo hizo él mismo o si… —Dejó la frase inacabada.

—¿Colgado? —Gaby volvía a jadear—. ¡No puede ser!

Erica guardó silencio un instante. Sabía que la información debía asentarse despacio antes de convertirse en realidad. Ella misma lo experimentó así cuando Patrik le dio la noticia.

—Te llamaré si me entero de algo más —aseguró Erica—. Pero te agradecería que mantuvieras al margen a los medios tanto tiempo como sea posible. Su familia ya está sufriendo bastante.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Gaby, y pareció que lo decía de verdad—. Pero mantenme al corriente de las novedades.

—Te lo prometo —dijo Erica antes de colgar. Sabía que, aunque Gaby se abstuviera de llamar a la prensa, la noticia de la muerte de Christian no tardaría en ocupar las primeras páginas de los diarios. Se había convertido en un personaje célebre de la noche a la mañana y los periódicos comprendieron enseguida que su nombre vendería muchos ejemplares. Su muerte dominaría todas las noticias de los próximos días, de eso estaba segura. Pobre Sanna, pobres niños.

Erica apenas fue capaz de mirarlos el rato que estuvo con ellos en casa de la hermana de Sanna. Estuvieron jugando en el suelo con una montaña de piezas de lego. Un juego sin tristeza, alegre, tan solo interrumpido por la riña habitual entre hermanos. No parecían ya afectados por la experiencia del día anterior, pero quizá la llevasen dentro. Quizá se les hubiese quebrado algo por dentro, aunque no se les notase por fuera. Y ahora habían perdido a su padre. ¿Cómo afectaría aquello a sus vidas?

Ella se había quedado todo el rato sentada en el sofá, sin moverse. Y al final se obligó a mirarlos, a ver cómo las dos cabezas discutían, muy juntas, dónde debía ir la sirena de la ambulancia. Tan parecidos a Christian y también a Sanna. Ellos serían lo único que quedase de Christian. Ellos y el libro.
La sombra de la sirena
.

Erica tuvo entonces el impulso de leer la historia una vez más, como un homenaje a Christian. Primero fue a ver a Maja, que estaba durmiendo. Con el jaleo de la mañana, no había llevado a la pequeña a la guardería. Le acarició la melena rubia que descansaba sobre el almohadón. Luego, fue a buscar el libro, se acomodó en el sillón y lo abrió por la primera página.

E
nterrarían a Magnus dentro de dos días. Dentro de dos días quedaría bajo tierra. En un agujero.

Cia no había salido desde que recibió la noticia del hallazgo del cadáver. No soportaba que la gente se la quedase mirando, no soportaba las miradas que, con un toque de compasión, se preguntaban qué habría hecho Magnus para merecer aquella muerte. Ni las especulaciones de que tal vez hubiese buscado la desgracia por su propia mano.

Sabía lo que decían, llevaba muchos años oyendo ese tipo de habladurías. No era de las que contribuían activamente, desde luego, pero sí escuchaba sin protestar.

«No hay humo sin fuego.»

«A saber cómo pueden permitirse ir a Tailandia, seguro que trabaja sin cotizar.»

«Pues sí que ha empezado a ponerse camisetas escotadas, así, de repente, ¿a quién querrá impresionar?»

Cotilleos aislados, tomados fuera de contexto y ensamblados hasta formar una mezcla de realidad e invención. Hasta que al final cobraban carta de naturaleza.

Bien imaginaba ella qué historias contarían en el pueblo. Pero mientras pudiera quedarse en casa, no le importaba. Apenas era capaz de pensar en el vídeo que Ludvig le había enseñado a los policías el día anterior. No mintió cuando dijo que no sabía nada de aquella grabación. Pero, al mismo tiempo, la hizo recapacitar porque, claro que, de vez en cuando, había tenido la impresión de que había algo que Magnus no le contaba. ¿O sería una construcción mental posterior, ahora que se había removido todo de la forma más desconcertante? Pero creía recordar que, en ocasiones, una honda melancolía hacía presa en su marido, por lo general tan alegre. Lo abatía como una sombra, como un eclipse de sol. Alguna vez incluso le preguntó. Sí, claro que lo recordaba. Le acarició la mejilla y le preguntó en qué pensaba. Y él siempre reaccionaba igual, se iluminaba de nuevo. Ahuyentaba la sombra antes de que ella tuviese ocasión de ver demasiado.

—En ti, cariño, ¡qué preguntas haces! —respondía él inclinándose para darle un beso.

También había llegado a suceder que ella sintiera que algo lo apesadumbraba incluso cuando no se le notaba en la cara. Pero ella siempre desechaba aquellos presentimientos. Ocurría tan rara vez y, además, no tenía nada concreto en lo que basarse.

Pero desde el día anterior, no había podido dejar de pensar en ello. En la sombra. ¿Era esa sombra la causa de que él ya no estuviera con ella? ¿De dónde habría salido? ¿Por qué Magnus no le dijo nunca una palabra? Ella había vivido en la creencia de que se lo contaban todo, de que ella lo sabía todo de él, y viceversa. ¿Y nunca fue así? ¿Y si ella no tenía ni idea de nada?

La sombra crecía cada vez más en su conciencia. Veía la cara de Magnus ante sí. No el semblante alegre, cálido y cariñoso a cuyo lado Cia había tenido la fortuna de despertarse cada mañana de los últimos veinte años, sino la cara de la grabación de vídeo. Aquella cara distorsionada por la desesperación.

Cia se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. Ya no estaba segura de nada. Era como si Magnus hubiera muerto por segunda vez, y Cia no podría sobrevivir a esa segunda pérdida.

P
atrik tocó el timbre y, un instante después, se abrió la puerta. Un hombrecillo de piel reseca asomó la cara.

—¿Sí?

—Soy Patrik Hedström, de la Policía de Tanum. Y esta es mi colega Paula Morales.

El hombre los observaba con suma atención.

—Pues vienen de muy lejos. ¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó con cierta reserva.

—¿Es usted Ragnar Lissander?

—El mismo.

—Pues querríamos entrar y charlar un rato. A ser posible, con su mujer, si es que está en casa —dijo Patrik. Le habló con amabilidad, pero no cabía pensar que fuese una pregunta.

El hombre pareció dudar un instante. Luego, se apartó y los invitó a pasar.

—Mi mujer no se encuentra bien y está descansando. Pero iré a ver si puede bajar un rato.

—Estaría bien —insistió Patrik, sin saber si Ragnar Lissander pretendía que aguardasen en el recibidor mientras él subía.

—Entren y pónganse cómodos, no tardaremos —dijo el hombre, como respondiendo a la pregunta que Patrik no había formulado.

Patrik y Paula se encaminaron en la dirección que señalaba el brazo del hombre y vieron que, a la izquierda, había una sala de estar. Echaron un vistazo mientras oían los pasos de Ragnar Lissander subiendo hacia la primera planta.

—Qué aspecto más poco acogedor —dijo Paula en un susurro.

Patrik no podía por menos de estar de acuerdo. La sala de estar parecía una sala de exposiciones más que una casa. Todo relucía y los habitantes de la casa parecían tener debilidad por las figuritas. El sofá era de piel marrón y tenía delante la consabida mesa de cristal, sobre la que no se veía una sola huella y Patrik se estremeció ante la idea del aspecto que habría tenido aquella mesa de haber estado en su casa, con Maja dejando pegotes por todas partes.

Lo más sorprendente era que no había en la habitación ningún objeto personal. Ni fotografías, ni dibujos de los nietos, ni postales de amigos o familiares.

Se sentó despacio en el sofá y Paula se acomodó a su lado. Oyeron voces procedentes del piso de arriba, una conversación agitada, aunque no pudieron distinguir qué decían. Al cabo de unos minutos más de espera, oyeron pasos en la escalera y, en esta ocasión, de dos pares de zapatillas.

Ragnar Lissander apareció en la puerta. Era el vejete por definición, pensó Patrik. Gris, encogido e invisible. No se podía decir lo mismo de la mujer que venía detrás. No caminaba hacia ellos, se deslizaba, enfundada en una bata toda de volantes color melocotón. Cuando le estrechó la mano a Patrik, dejó escapar un suspiro.

—Espero sinceramente que se trate de algo lo bastante importante como para interrumpir mi descanso.

Patrik se sentía como en una película muda de los años veinte.

—Tenemos unas preguntas que hacerle —dijo sentándose otra vez.

Iréne Lissander se repantigó en el sillón que había enfrente, sin molestarse en saludar a Paula.

—En fin… Ragnar me ha dicho que vienen de… —Se volvió hacia su marido—. ¿Era Tanumshede?

El hombre asintió con un murmullo y se sentó en el borde del sofá, con las manos colgando entre las piernas y la vista clavada en el cristal reluciente de la mesa.

—No comprendo qué quieren de nosotros —dijo Iréne Lissander con altivez.

Patrik no pudo evitar mirar fugazmente a Paula, que hizo un gesto de desidia.

—Estamos investigando un asesinato —comenzó Patrik—. Y hemos dado con una pista que nos ha llevado atrás en el tiempo, a un suceso que sucedió aquí, en Trollhättan, hace treinta y siete años.

Patrik vio con el rabillo del ojo que Ragnar daba un respingo.

—En esa fecha, ustedes se convierten en padres de acogida de un niño.

—Christian —confirmó Iréne dando zapatazos de impaciencia. Llevaba unas zapatillas de casa de tacón alto con el dedo descubierto. Llevaba las uñas pintadas de un rojo chillón que no casaba con la bata.

—Exacto. Christian Thydell, que luego llevó su apellido. Lissander.

—Pero después se lo volvió a cambiar —dijo Ragnar con una calma que le valió una mirada asesina de su mujer. El hombre guardó silencio y volvió a hundirse en el sofá.

—¿Lo adoptaron?

—No, desde luego que no. —Iréne se apartó de la cara un mechón oscuro, claramente teñido—. Solo vivía con nosotros. Lo del nombre fue para… para que fuera más sencillo.

Patrik se quedó estupefacto. ¿Cuántos años había pasado Christian en aquel hogar, donde lo trataban como a un inquilino no deseado, a juzgar por la frialdad con que su madre de acogida hablaba de él?

—Ya veo. Y ¿cuánto tiempo vivió con ustedes? —Patrik oyó el resonar displicente de sus propias palabras, pero Iréne Lissander no se dio por enterada.

—Pues… ¿cuánto tiempo fue, Ragnar? ¿Cuánto tiempo estuvo el chico con nosotros? —Ragnar no respondió, de modo que Iréne se volvió de nuevo hacia Patrik. A Paula no se había dignado dedicarle una sola mirada. Patrik tuvo la sensación de que, en el mundo de Iréne, no existían las demás mujeres.

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