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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (28 page)

—¿Y cómo es que acabaste entre los delincuentes?

—¡Preguntas como un juez de cargo! —bufó, torciendo el gesto en forma grotesca—. Entre delincuentes, ¡fuuu! ¡Desde el camino de la virtú, puf!

Regruñó un poco, se rebuscó en el seno, sacó algo que el brujo no pudo ver con claridad.

—El tuerto de Fulko —dijo pronunciando indistintamente, frotándose algo con fuerza en la encía y respirando hondo por la nariz— es, de todos modos, un tío legal. Lo que se llevó se lo llevó, pero el polvo me lo dejó. ¿Una pizca, brujo?

—No. Y preferiría que tú tampoco lo tomaras.

—¿Por qué?

—Porque no.

—¿Cahir?

—No tomo fisstech.

—Pues no me han tocado dos santurrones —agitó la cabeza—. Ahora seguro que me vais a salir con moralinas, que si los polvos te dejan ciego, sordo y calvo. Que si voy parir crios retrasados.

—Déjalo, Angouléme. Y termina de contar la historia.

La muchacha estornudó con fuerza.

—Vale, como quieras. En qué estaba yo... Ah. Estalló la guerra, sabes, con Nilfgaard, los parientes perdieron todo su patrimonio, tuvieron que dejar su casa. Tenían tres hijos propios, y yo me convertí en un peso para ellos, así que me dieron a un orfanatorio. Lo llevaban unos sacerdotes de no sé qué santuario. Un sitio alegre, resultó ser. Un lupanar común y corriente, un burdel, ni más ni menos, para los que les gustan las frutas acidas con pipas blancas, ¿entiendes? Muchachillas jóvenes. Y muchachos también. Yo, cuando llegué, estaba ya demasiado desarrollada, crecida, no tenía aficionados...

Inesperadamente, se cubrió de rubor, que era visible incluso a la luz del fuego.

—Casi no tenía —añadió entre dientes.

—¿Cuántos años tenías entonces?

—Quince. Conocí allí una muchacha y cinco muchachos, de mi edad y un poco mayores. Y nos pusimos de acuerdo al punto. Conocíamos, por supuesto, las leyendas y los cuentos. Del Loco Dei, de Barbanegra, de los hermanos Cassini... ¡Nos tiraba el camino, la libertad, el bandolerismo! Qué es eso, nos dijimos, sólo porque nos dan aquí de comer dos veces al día tenemos que ponerle el culo a placer a unos mariconazos...

—Cuida tu lenguaje, Angouléme. Sabes que lo mucho empalaga.

La muchacha gargajeó estruendosamente, escupió al fuego.

—¡Vaya santurrones! Vale, voy al grano, que no tengo ganas de hablar. En la cocina del orfanatorio se encontraron cuchillos, bastaba afilarlos bien con una piedra y esconderlos al cinto. De las patas de una silla de roble nos salieron buenos palos. Sólo nos eran necesarios caballos y dinero, así que esperamos a que vinieran dos depravados, clientes asiduos, unos vejestorios, puf, lo menos cuarentones. Vinieron, se sentaron, se tomaron su vinillo, esperaron hasta que los sacerdotes, como era costumbre, les ataran a la mozuela elegida a un curioso mueble especial... ¡Mas aquel día no encularon a nadie, no!

—Angouléme.

—Vale, vale. En pocas palabras: degüellamos y apaleamos a ambos dos viejos depravados, a tres sacerdotes y a un paje, el único que no salió corriendo y defendió los caballos. Al dispensador del santuario, que no quería soltar la llave del cofre, le pusimos al fuego hasta que la soltó, pero le perdonamos la vida, porque era un viejo amable, siempre bueno y generoso. Y nos echamos al monte, al camino. Nuestra suerte posterior fue muy variada, a veces bien, a veces mal, a veces nos dieron, a veces nosotros les dimos. A veces hartos, a veces hambrientos. Ja, hambrientos las más de las veces. De lo que se arrastra he comido en mi vida todo lo que se dejara, su puta madre, cazar. Y de lo que vuela hasta una cometa que me comí una vez, porque estaba pegada con harina.

Se calló, se restregó con brusquedad sus cabellos claritos como la paja.

—Ah, lo que pasó, pasó. Esto te diré: de los que huyeron conmigo del orfanatorio, no vive ya ninguno. A los dos últimos, Owen y Abel, se los cargaron hace unos días los infantes de don Fulko. Abel se entregó, como yo, mas lo rajaron igual, por mucho que había arrojado la espada. A mí no me mataron. No pienses que por bondad de corazón. Ya me estaban tirando de espaldas y me abrían de patas, mas se allegó un oficial y no les permitió la diversión. Y luego tú me salvaste del cadalso...

Guardó silencio un instante.

—Brujo.

—Dime.

—Yo sé mostrar gratitud. Si quieres...

—¿Qué?

—Voy a ver qué tal los caballos —dijo Cahir rápido y se levantó, envolviéndose con la capa—. Daré un paseo... por los alrededores...

La muchacha estornudó, sorbió los mocos, carraspeó.

—Ni una palabra, Angouléme —se anticipó Geralt, verdaderamente enfadado, verdaderamente avergonzado, verdaderamente confundido—. ¡Ni una palabra!

Carraspeó de nuevo.

—¿De verdad que no tienes ganas de mí? ¿Ni un poquitito?

—Ya te dio Milva con el cinto, mocosa. Si no te callas ahora mismo te voy a dar yo también una buena.

—Ya no digo más.

—Buena chica.

En una pendiente poblada de pinos retorcidos y encorvados se abrían cuevas y agujeros, revestidos y tapados con tablas, ligados con pasarelas, escalerillas y andamiajes. De los agujeros surgían unas plataformas apoyadas sobre unos postes entrecruzados. Por algunas de aquellas plataformas se afanaban unas personas que empujaban carretillas y vagonetas. El contenido de las carretillas y las vagonetas, que parecía al primer golpe de vista una sucia tierra pedregosa, era vertido desde las plataformas a una artesa cuadrangular, o más bien a un complejo de artesas cada vez más pequeñas, divididas por tablas. A través de la artesa corría una corriente continua y ruidosa de agua conducida desde la colina boscosa con ayuda de unos canalones de madera apoyados en unos caballetes bajos. Y de igual forma era luego despachada hacia abajo, al despeñadero.

Angouleme bajó del caballo, hizo una señal para que Geralt y Cahir desmontaran también. Dejaron a los animales junto a la valla y anduvieron en dirección a los edificios, hundiéndose en el barro provocado por las cercanas artesas y canalones, que dejaban traspasar el agua.

—Lavan mena de yerro —dijo Angouleme, señalando la estructura—. De allí, de los pozos, sacan el mineral, lo amontonan en la artesa y echan agua que toman del río. El mineral se asienta en los lavaderos, de allí se lo recoge. Alrededor de Belhaven hay muchas minas y muchos de estos lavaderos. Y el mineral se lleva al valle, a Mag Turga, allá hay hornos y fábricas puesto que allí hay más bosques y para el beneficio de los metales hace falta madera...

—Gracias por la lección —le cortó Geralt, ácido—. Ya he visto en mi vida más de una mina y sé lo que hace falta para beneficiar los metales. ¿Cuándo nos vas a revelar por fin para qué hemos venido aquí?

—Para platicar con un conocido mío. El capataz local. Venid conmigo. ¡Ja, ya lo veo! Oh, allí, al lado de la carpintería! Vamos.

—¿Es el enano?

—Sí. Se llama Golan Tordilho. Es, como he dicho...

—El capataz local. Lo has dicho. Lo que no has dicho ha sido de qué quieres hablar con él.

—Mirad vuestras botas.

Geralt y Cahir la obedecieron, su calzado estaba hundido en un barro de un extraño color rojizo.

—El medioelfo que buscamos —Angouleme se adelantó a sus preguntas— también tenía las mismitas manchas de limo rojizo en las polainas. ¿Entendéis?

—Ahora sí. ¿Y el enano?

—No habléis con él. Yo me ocuparé de la chachara. Ha de teneros a vosotros por unos que no hablan, sino que degüellan. Poned cara de duros.

No tuvieron que poner ninguna cara especial. Algunos de los picadores que los miraban apartaban los ojos rápidamente, otros se quedaban pasmados y con la boca abierta. Aquéllos que se cruzaban en su camino se salían de él a toda prisa. Geralt se imaginó por qué. En el rostro de Cahir y en el suyo propio todavía se veían los cardenales, rasguños, cicatrices y las hinchazones resultado de su pintoresca lucha y de la paliza que les había atizado Milva. Así que tenían el aspecto de individuos que encuentran gusto en darse en los morros mutuamente y a los que tampoco hay que convencer mucho rato para romperle la cara a un tercero.

El enano amigo de Angouleme estaba al lado de un edificio con un letrero que ponía «Carpintería» y pintaba algo en una tablilla hecha de dos listones de madera pulidos. Contempló a los que se acercaban, soltó el pincel, posó el cubo con la pintura, los miró con los ojos entornados. En su fisonomía adornada con una barba llena de manchas se pintó de pronto una expresión de profundo asombro.

—¿Angouléme?

—Buenas, Tordilho.

—¿Eres tú? —El enano abrió la barbada boca—. ¿Eres tú en verdad?

—No. No soy yo. Soy el profeta Lebioda, recién resucitadito. Haz otra pregunta, Golan. Para variar, una que sea inteligente.

—No te mofes, Clara. Yo ya no me esperaba echarte el ojo encima nunca. Nomás hace cinco días estuvo aquí el Mulillas, chocheó que te habían cazado y clavado en un palo en Riedbrune. ¡Juró que era cierto!

—Siempre hay algún beneficio. —La muchacha se encogió de hombros—. Si ahora el Mulillas viniera a pedirte dinero y jurara que te lo va a devolver tú ya sabrás lo que valen sus juramentos.

—Yo ya lo sabía —le repuso el enano, removiendo y encogiendo la nariz con rapidez exactamente igual que un conejo—. A él yo ni un real de vellón roto que le prestara, ni aunque se cagara aquí mesmo y se comiera la tierra. ¡Mas estás viva y salva, malegro, malegro, je! Y pudiera ser que me devolvieras lo que me debes, ¿eh?

—Pudiera, ¿quién sabe?

—¿Y quiénes están contigo, Clara?

—Unos buenos amigos.

—Ah, qué lengua... ¿Y aónde te llevan los dioses?

—Como de costumbre, por el mal camino. —Angouléme, sin importarle para nada la mirada fulminante del brujo, se metió en la nariz una pizca de fisstech, el resto se lo frotó en las encías—. ¿Una rayita, Golan?

—Por supuesto. —El enano puso el dedo, se metió el polvillo de narcótico ofrecido en el agujero de la nariz.

—Hablando en serio —siguió la muchacha—, pienso que a Belhaven. ¿No sabrás si acaso no ande por allá el Ruiseñor con la hansa?

Golan Tordilho inclinó la cabeza.

—A ti, Clara, lo mejor te sea evitar al Ruiseñor. Enrabietao está, dicen, contigo, como al oso cuando le despiertan de la invernada.

—¡Oh, venga! Y cuando la noticia llegole de que me ensartaron en una estaca afila tirando de los tiros de dos caballos, ¿no se le cambió el corazón? ¿No lo lamentó? ¿Lagrimillas no vertiera, no se tiró de la barba?

—Na de na. Dicen que habló así: tiene ésta, Angouléme, lo que hace tiempo se mereciera, un palo en el culo.

—Hala, malhablado. Será vulgar el gañán. El señor prefecto Fulko diría: el fondo de la sociedad. Yo, en cambio, digo: ¡el fondo de la cloaca!

—Mejor para ti, Clara, que no digas tales cosas ante sus ojos. Y no andurrear por Belhaven, arrodear la villa y no entrar en ella. Y si has de entrar, lo mejor desfrazada.

—Eh, Golan, no le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos.

—Ni matrevería.

—Escucha, enano. —Angouléme apoyó la bota en un peldaño de la escalera de la carpintería—. Te haré una pregunta. No has de apresurarte a responder. Piénsalo bien primero.

—Pregunta.

—¿No te ha pasao por delante últimamente un medioelfo? ¿Forastero, no de aquí?

Golan Tordilho aspiró aire, estornudó con fuerza, se limpió la nariz con la manga.

—¿Un medioelfo, dices? ¿Qué medioelfo?

—No te hagas el tonto, Tordilho. Uno que le contrató a Ruiseñor para un trabajo. Un trabajo sucio. Para cierto brujo...

—¿Un brujo? —Golan Tordilho sonrió, alzó del suelo su tablilla—. ¡No me digas na! Nosotros, por un casual, andamos buscando a un brujo, oh, mira, pintamos tales letreros y los colgamos por los alredores. Mira: «Se necesita brujo, buena paga, y amás manutención y cobijo, pormenores en la oficina de la mina La Pequeña Babette...»¿Cómo se escribe, «pormenores» o «promenores»?

—Pon: «detalles». ¿Y para qué queréis vosotros un brujo en la mina?

—Vaya una pregunta. ¿Y pa qué, si no pa los moustros?

—¿Para cuáles?

—Pa los llamadores y barbeglaces. Se nos han llenao que no veas las galerías más bajas.

Angouléme miró a Geralt, que le confirmó con un gesto de la cabeza que sabía de qué se trataba. Y con un carraspeo le hizo señal de que era hora de volver al tema.

—Volviendo al tema. —La muchacha lo entendió al vuelo—. ¿Qué es lo que sabes de ese medioelfo?

—No sé na de ningún medioelfo.

—Te he dicho que lo pienses bien.

—Y tal hice. —Golan Tordilho adoptó de pronto un gesto maligno—. Y me pensé que no me merece la pena saber na de este asunto.

—¿Es decir?

—Es decir, que esto está peligroso. La comarca está peligrosa y los tiempos están peligrosos. Bandas, nilfgaardianos, guerrilleros de Taludes Libres... Y varios otros alementos, medioelfos. Y tos ardiendo en ganas de darte un disgusto...

—¿Es decir?

—Es decir, que tú unas perras me debes, Clara. Y en vez de devolverlas, quiés hacer otras deudas. Deudas mu serias, pos por lo que me preguntas pué ser que le levanten a uno por la testa, y no con las manos desnudas, sino con una hoz. ¿Qué gano yo de to esto? ¿Me merece la pena saber algo de ese medioelfo, eh? ¿O me llevaré arguna cosilla? Porque si no hay más que riesgo y ningún beneficio...

Geralt estaba harto. Le aburría la conversación, le molestaba el argot y las maneras usadas. Con un movimiento fulminante agarró al enano por la barba, lo agitó y empujó. Golan Tordilho se tropezó con el cubo de pintura, cayó. El brujo se acercó a él de un salto, apoyó la rodilla sobre el pecho y le puso un cuchillo ante los ojos.

—Beneficio —bramó— puede ser el de salir con vida. Habla.

Parecía que los ojos de Golan iban a salirse al instante siguiente de sus órbitas y se iban a ir a dar un paseo por los alrededores.

—Habla —repitió Geralt—. Habla lo que sepas. Si no, te voy a rajar la nuez de tal modo que te asfixiarás antes de desangrarte...

—Rialto... —jadeó el enano—. En la mina Rialto...

La mina Rialto se diferenciaba en muchos aspectos de la mina La Pequeña Babette, así como de otras minas y canteras que Angouléme, Geralt y Cahir habían pasado por el camino, y que se llamaban Manifiesto de Otoño, La Mena Vieja, La Mena Nueva, La Mena Julieta, Celestina, Asuntos Comunes y Agujero de Fortuna. En todas se trabajaba mucho, en todas se sacaba de los pozos o de las excavaciones la tierra sucia y se la echaba en las artesas y se la lavaba en los lavaderos. En todas había por todos lados el característico barro rojo.

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