La torre de la golondrina (30 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—Vuestras armas —Schirrú tiró del cabello a Angouléme con brutalidad— han de encontrarse en el suelo antes de que cuente tres. Luego comenzaré a cortar a la puta.

—Veremos cuánto te va a dar tiempo a cortar. Yo pienso que no mucho.

—¡Uno!

—¡Dos! —comenzó Geralt su propia cuenta, agitando el sihill en un silbante molinete.

Un ruido de cascos, relinchos y bufidos de caballos, unos gritos humanos les llegaron desde el exterior.

—¿Y ahora qué? —se rió Schirrú—. Estaba esperando esto. ¡Ya no estamos en tablas, esto es un jaque mate! Han venido mis amigos.

—¿De verdad? —dijo Cahir, mirando por la ventana—. Veo uniformes de la caballería ligera imperial.

—Así que es jaque mate, pero para ti —dijo Geralt—. Has perdido, Schirrú. Suelta a la muchacha.

—Seguro.

Las puertas de la barraca cedieron ante unos puntapiés, unas cuantas personas entraron, la mayoría iban vestidas de negro y con el mismo uniforme. Los dirigía uno con barbas, de cabellos rubios, y con una señal de un oso de plata en el hombro.

—¿Que aen suecc's? —preguntó amenazador—. ¿Qué pasa aquí? ¿Quién es el responsable de este alboroto? ¿De estos cuerpos en el patio? ¡Hablad al punto!

—Señor jefe...

—¡Glaeddyvan vort! ¡Tirad la espada!

Obedecieron. Porque les estaban apuntando con ballestas y arbaletes. Angouléme, a quien Schirrú había soltado, intentó levantarse de la mesa, pero de pronto se encontró en el abrazo de un rufián rechoncho, vestido de colores, con unos ojos saltones como una rana. Ella quiso gritar, pero el rufián le apretó sobre la boca una mano enguantada.

—Evitemos el uso de la violencia —propuso Geralt con voz fría al jefe que llevaba el oso en el hombro—. No somos delincuentes.

—Lo que tú digas.

—Actuamos con conocimiento y beneplácito de don Fulko Artevelde, prefecto de Riedbrune.

—Lo que tú digas —repitió el Oso, haciendo una señal para que alzaran y recogieran las espadas de Geralt y Cahir—. Con conocimiento y beneplácito. De don Fulko Artevelde. El importante señor Artevelde. ¿Habéis oído, muchachos?

Su gente, los negros y los coloreados, risotearon a coro.

Angouléme se revolvió en el abrazo del ojos de rana, intentando gritar en vano. No era necesario. Geralt ya lo sabía. Antes de que el sonriente Schirrú comenzara a apretar las manos que se le tendían. Antes de que cuatro negros nilfgaardianos agarraran a Cahir y otros tres le dirigieran las ballestas directamente al rostro.

El ojos de rana empujó a Angouléme hacia sus camaradas. La muchacha colgó en su abrazo como una muñeca de trapo. Ni siquiera intentaba ofrecer resistencia.

El Oso se acercó lentamente a Geralt y de pronto le golpeó en la ingle con un puño embutido en un guante de armadura. Geralt se dobló, pero no cayó. Una rabia fría le mantuvo en pie.

—Puede que te alegre la noticia —le dijo el Oso— de que no sois los primeros idiotas que el tuerto Fulko ha utilizado para sus propios objetivos. Los rentables negocios que yo llevo a cabo aquí junto con el señor Straggen, por algunos llamado Ruiseñor, son para él como una piedra en el zapato. A Fulko se le llevaron los diablos cuando, en lo que concierne a estos negocios, tomé a Homer Straggen al servicio de su emperador y lo nombré jefe de una compañía de voluntarios para proteger la minería. Así que, como no puede vengarse oficialmente, contrata a picaros diversos.

—Y a brujos —intervino Schirrú, quien sonreía venenosamente.

—En el exterior —dijo en voz alta el Oso— hay cinco cadáveres empapándose con la lluvia. ¡Habéis asesinado a personas que estaban al servicio del emperador! ¡Habéis estorbado el trabajo en la mina! No hay ninguna duda: sois espías, saboteadores y terroristas. En estas tierras rige la ley marcial. Por la presente y en vía sumaria, os condeno a muerte.

El ojos de rana se carcajeó. Se acercó a Angouléme, a quien sujetaban los bandidos, la agarró con un rápido movimiento por un pecho y apretó con fuerza.

—Eh, ¿y qué, Clara? —gritó, y resultó que tenía la voz todavía más de rana que los ojos. El sobrenombre del bandido, si era él mismo el que se lo había dado, denotaba sentido del humor. Y si se trataba de un mote para camuflarse, entonces había acertado extraordinariamente.

—¡Así que nos encontramos de nuevo! —gritó otra vez el batracio Ruiseñor, pellizcando a Angouléme en el pecho—. ¿Te alegras?

La muchacha gimió dolorosamente.

—¿Y dónde tienes, puta, las perlas y las piedras que me robaste?

—¡Las tomó en depósito el tuerto Fulko! —gritó Angouléme, intentando sin éxito aparentar que no tenía miedo—. ¡Preséntate a él para recogerlas!

El Ruiseñor gritó y desencajó los ojos, ahora tenía el aspecto de una verdadera rana, daba la impresión de que estaba a punto de ponerse a cazar moscas con la lengua. Apretó a Angouléme todavía con más fuerza, ella se agitó y gimió todavía más dolorosamente. Por detrás de la roja niebla de rabia que cubrió los ojos de Geralt, la muchacha otra vez comenzó a parecerse a Ciri.

—Lleváoslos —ordenó el Oso con impaciencia—. Al patio con ellos.

—Es un brujo —dijo inseguro uno de los bandidos de la compañía ruiseñora de protección de la minería—. ¡Un meigo! ¿Cómo lo vamos a coger con las manos desnudas? Lo mesmo nos echa algún hechizo o algo así...

—No tengáis miedo. —Schirrú, sonriente, se palmeó los alrededores del bolsillo—. Sin su amuleto brujeril no puede hechizar y su amuleto lo tengo yo. Cogedlo sin miedo.

En el exterior esperaban más nilfgaardianos armados vestidos con capas negras y más miembros de la coloreada hansa del Ruiseñor. Se había reunido también un grupo de mineros. Alrededor revoloteaban los ubicuos niños y perros.

Ruiseñor perdió de pronto el dominio de sí mismo. Exactamente igual que si lo hubiera poseído el diablo. Croando de rabia agredió a Angouléme con los puños, y cuando cayó la pateó varias veces. Geralt se arrancó de la sujeción de los bandidos, por lo que recibió un golpe en la nuca con algo duro.

—¡Decían —croó Ruiseñor, mientras saltaba sobre Angouléme como un sapo loco— que te habían clavado en un palo por el culo, allá en Riedbrune, mala pécora! ¡Escrito te estaba el palo! ¡Y en el palo vas a reventar! ¡Eh, muchachos, buscadme por aquí alguna estaquilla y sacádmela punta! ¡Presto!

—Señor Straggen. —El Oso frunció el ceño—. No veo motivo para entretenernos con una ejecución tan bestial y que precisa de tanto tiempo. Hay que colgar sin más a los prisioneros...

Se calló ante la mirada de furia de los ojos de rana.

—Estaos calladito, capitán —croó el bandido—. Demasiado os pago para que me vengáis haciendo propuestas innecesarias. Yo le juré a Angouléme una mala muerte y ahora voy a jugar un poquillo con ella. Si queréis, colgad a esos dos. A mi ni me van ni me vienen.

—Pero a mí sí —intervino Schirrú—. Ambos me son necesarios. Sobre todo el brujo. Especialmente él. Y dado que el empalamiento de la muchacha va a tardar un poco, yo también voy a aprovechar ese tiempo.

Se acercó, clavó en Geralt sus ojos de gato.

—Has de saber, imitante —dijo—, que yo fui quien acabó con tu amigo Codringher en Dorian. Lo hice por orden de mi señor, el maestro Vilgefortz, al que sirvo desde hace años. Pero lo hice con verdadero placer.

»Ese viejo canalla de Codringher —siguió el medioelfo sin esperar a la reacción— tuvo la desvergüenza de meter la nariz en los asuntos del maestro Vilgefortz. Lo destripé con mi cuchillo. Y a ese asqueroso monstruo de Fenn lo quemé vivo entre sus papeles. Podría simplemente haberlo acuchillado, pero sacrifiqué un poco de tiempo y esfuerzo para escuchar cómo aullaba y gruñía. Y aullaba y gruñía, te digo, como un cerdo en la matanza. Nada humano había en aquellos aullidos, absolutamente nada.

«¿Sabes por qué te hablo de todo esto? Porque también a ti podría simplemente acuchillarte o mandar acuchillarte. Pero sacrificaré un poco de tiempo y esfuerzo. Voy a escuchar cómo aullas. ¿Dijiste que la muerte es siempre la misma? Ahora verás que no todas. Muchachos, calentadme alquitrán en unas graseras. Y traedme unas cadenas.

Algo se deshizo con un estruendo en el carbón de la barraca y explotó al instante con fuego y un estruendo estremecedor.

Otro recipiente con aceite de roca —Geralt lo reconoció por el olor— acertó directamente en la grasera, un tercero estalló junto al que sujetaba los caballos. Hubo un estruendo, borbotearon las llamas, los caballos se volvieron locos. Hubo un tumulto, del tumulto emergió un perro ardiendo y aullando. Uno de los bandidos del Ruiseñor extendió de pronto los brazos y cayó sobre el fango con una flecha en la espalda.

—¡Vivan Los Taludes libres!

En la cima de la colina, detrás de los andamiajes y los soportes, se entreveían unas siluetas con capotes grises y gorros de piel. Sobre las personas, los caballos y las barracas de la mina seguían cayendo más proyectiles incendiarios, especie de susurros que arrastraban consigo unas trenzas de fuego y humo. Dos cayeron sobre el taller, el suelo lleno de virutas y serrines.

—¡Vivan Los Taludes libres! ¡Muerte al ocupante nilfgaardiano!

Silbaban las trayectorias de las flechas y las saetas.

Rodó bajo el caballo uno de los negros nilfgaardianos, se derrumbó con la garganta atravesada uno de los bandidos ruiseñores, cayó con una saeta en la nuca uno de los esbirros de pelo corto. El Oso cayó lanzando un macabro gemido. La flecha le había atravesado el pecho, bajo el esternón, más abajo del emblema. Eran aquéllas —aunque nadie podía saberlo— saetas robadas a un transporte militar, el modelo estándar del ejército imperial, con unas pequeñas modificaciones. La amplia punta dos hojas había sido aserrada en algunos lugares para lograr un efecto de expansión.

La punta se expansionaba maravillosamente en las entrañas del Oso.

—¡Abajo con el tirano Emhyr! ¡Los Taludes libres!

Ruiseñor gritó, se echó mano a un brazo al que le había rozado una flecha.

Uno de los niños cayó sobre el barro haciéndose una bola, estaba atravesado de parte a parte por la flecha de uno de los luchadores por la libertad con mala puntería. Cayó uno de los que sujetaban a Geralt. Se derrumbó uno de los que sujetaban a Angouléme. La muchacha se libró del otro, sacó como un rayo el cuchillo de la caña de la bota, cortó con un amplio ímpetu. Con la pasión del momento falló la garganta de Ruiseñor, pero le destrozó maravillosamente la mejilla, casi hasta los propios dientes. El Ruiseñor croó si cabe todavía peor que de costumbre y sus ojos se desencajaron todavía más. Cayó de rodillas, la sangre brotando por entre las manos con las que se aferraba el rostro. Angouléme aulló reprobatoria y se acercó para terminar su obra. Pero no lo consiguió, pues entre ella y Ruiseñor explotó otra bomba, borboteando de fuego y ondas de humo apestoso.

A su alrededor ya crepitaba el fuego y reinaba un pandemonium ígneo. Los caballos se habían desbocado, relinchaban y coceaban. Los bandidos y los nilfgaardianos gritaban. Los mineros corrían en pánico, unos huían, otros intentaban apagar los edificios que estaban ardiendo.

Geralt había conseguido ya alzar el sihill que había dejado caer el Oso. A una alta mujer con una cota de malla que intentaba golpear a Angouléme con una maza la cortó rápido en la frente. A un negro nilfgaardiano que se le acercaba con un regatón en la mano le rajó el muslo. Al siguiente, que simplemente se le cruzó, le cortó la garganta.

Junto a él, un caballo enloquecido, quemado, corriendo a ciegas, derrumbó y pateó a otro niño.

—¡Coge los caballos! ¡Coge los caballos! —Cahir apareció junto a él, le señaló los dos alazanes con unos golpes enérgicos de la espada. Geralt no oía, no veía. Desventró a otro nilfgaardiano, estaba buscando a Schirrú.

Angouléme, de rodillas, a una distancia de tres pasos, disparó con una ballesta que tenía alzada, metiéndole un virote en el bajo vientre a uno de los bandidos de la compañía de protección de la minería, que la estaba atacando en aquel momento. Luego se levantó y agarró las riendas de un caballo que pasó trotando al lado.

—¡Coge alguno, Geralt! —gritó Cahir—. ¡Y a correr!

El brujo se cargó a otro nilfgaardiano con un golpe desde arriba, desde el esternón hasta la cadera. Con un brusco movimiento de la cabeza se limpió de sangre las cejas y las pestañas. ¡Schirrú! ¿Dónde estás, canalla?

Un golpe. Un grito. Gotas calientes en el rostro.

—¡Piedad! —se lamentó un muchacho vestido de uniforme negro que estaba arrodillado en el barro. El brujo vaciló.

—¡Vuelve en ti! —gritó Cahir, agarrándolo por los hombros y agitándole con fuerza—. ¡Vuelve en ti! ¿Es que te has vuelto loco!

Angouléme volvió al galope, tirando de las riendas de otro caballo. La perseguían dos jinetes. Uno cayó bajo las flechas de un luchador por la libertad de Los Taludes. Al otro lo barrió de la silla la espada de Cahir.

Geralt saltó al caballo. Y entonces, a la luz de los incendios, vio a Schirrú, reuniendo a gritos a los despavoridos nilfgaardianos. Junto al medioelfo croaba y gritaba maldiciones Ruiseñor, que con su jeta ensangrentada tenía el aspecto de un verdadero troll antropófago.

Geralt bramó con rabia, dio la vuelta al caballo, hizo un molinete con la espada.

Junto a él, Cahir gritó y maldijo, se tambaleó en la silla, sangre proveniente de la frente le anegó al instante los ojos y el rostro.

—¡Geralt! ¡Ayuda!

Schirrú reunió a su alrededor a un grupo, aulló, ordenó disparar con las ballestas. Geralt dio palmadas con la hoja en las ancas del caballo, listo para un ataque suicida. Schirrú debía morir. El resto no tenía importancia. No contaba. Cahir no contaba. Angouléme no contaba...

—¡Geralt! —gritó Angouléme—. ¡Ayuda a Cahir!

Volvió en sí. Y se avergonzó.

Lo detuvo, lo apoyó. Cahir se limpió los ojos con la manga, y la sangre le volvió a anegar de inmediato.

—No es nada, unos arañazos... —La voz le temblaba—. Al caballo, brujo... Al galope, detrás de Angouléme... ¡Al galope!

Desde los pies de la loma les llegó un enorme grito, desde allí se acercaba corriendo una muchedumbre armada de picos, palancas y hachas. En ayuda de sus compañeros y compadres de la mina Rialto acudían los mineros de las minas vecinas, del Agujero de Fortuna o de Asuntos Comunes. O de alguna otra. ¿Quién podía saberlo?

Geralt golpeó al caballo con los talones. Se lanzaron a galopar, en un loco
ventre á terre
.

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