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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (29 page)

Rialto era una mina grande, excavada cerca de la cumbre de una colina. La cumbre estaba truncada y formaba una cantera, es decir, una mina a cielo abierto. El lavadero se localizaba en una terraza excavada en la pendiente de la colina. Allí, junto a una pared vertical en la que resaltaban las aberturas de las galerías y los pozos, había artesas, lavaderos, canalones y demás parafernalia de la industria minera. Allí también se levantaba un asentamiento de casuchas de madera, chozas, chabolas y hutas con el tejado cubierto de corteza.

—No conozco aquí a nadie —dijo la muchacha, mientras ataba las riendas a una valla—. Mas intentaremos hablar con el capataz. Geralt, si puedes, no lo agarres tan pronto del gaznate ni lo amenaces con el bardeo. Primero platicaremos...

—No le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos, Angouléme.

No tuvieron tiempo de hablar. No tuvieron ni siquiera tiempo de acercarse al edificio en el que suponían se encontraba la oficina del capataz. En la placita, donde se cargaba la gandinga en los carros, se encontraron de pronto con cinco jinetes.

—Oh, mierda —dijo Angouléme—. Oh, mierda. Mira lo que nos ha traído el gato.

—¿Qué pasa?

—Son gente de Ruiseñor. Han venido a por la mordida por la protección. Ya me han visto y reconocido... ¡Su puta madre! La hemos liado...

—¿Serás capaz de escaquearte? —murmuró Cahir.

—No cuento con ello.

—¿Por?

—Robé a Ruiseñor, cuando huía de la hansa. No me lo perdonarán. Mas lo intentaré... Vosotros callad. Tened los ojos bien abiertos y estad dispuestos. A todo.

Los jinetes se acercaron. En vanguardia iban dos, un tipo de largos cabellos grises vestido con una piel de lobo y un zagalón con barba, que se había dejado a todas luces para cubrir las cicatrices del acné. Fingían indiferencia pero Geralt distinguió un oculto brillo de odio en las miradas con las que contemplaban a Angouléme.

—Clara.

—Novosad. Yirrel. Hola. Bonito día. Una pena que llueva.

El de las cicatrices se bajó del caballo o, mejor dicho, saltó de la silla, pasando enérgicamente la pierna derecha por encima de la testa del caballo. Los demás también desmontaron. El de las cicatrices le dio las riendas al zagalón de la barba, llamado Yirrel, y se acercó a ellos.

—Vaya —dijo—. Nuestra urraca parlanchína. ¿Y no resulta que vives y estás sana?

—Y doy brincos con los pies.

—¡Mocosa deslenguada! El rumor decía que dabas brincos, pero en lo alto de un palo. El rumor decía que te había agarrado el tuerto Fulko. ¡El rumor decía que habías cantado en el potro como una tórtola, que habías chotado todo lo que te preguntaban!

—El rumor decía —resopló Angouléme— que tu madre, Novosad, sólo pedía a sus clientes cuatro chavos y nadie quería dar más de dos.

El bandolero le escupió a los pies con un gesto de odio. Angouléme bufó de nuevo, exactamente igual que un caballo.

—Novosad —dijo descarada, poniéndose en jarras—. Tengo algo entre manos para el Ruiseñor.

—Curioso. Porque él también tiene algo entre manos para ti.

—Cierra el pico y escucha mientras entoavía tengo ganas de chamullar. Hace dos días, a una milla de Riedbrune, yo y estos los mis amigos nos cargamos al brujo ése por el que había el precio. ¿Entiendes?

Novosad miró significativamente a sus camaradas, luego se quitó el guante, valoró con la mirada a Geralt y Cahir.

—Tus nuevos amigos —repitió despacio—. Ja, veo por sus jetas que no son curas. ¿Dices que mataron al brujo? ¿Y cómo? ¿Con un estilete en la espalda? ¿O en sueños?

—Eso son promenores sin importancia. —Angouléme frunció el ceño como un mono—. El promenor importante es que el tal brujo se pudre bajo tierra. Escucha, Novosad. Yo no quiero importunar al Ruiseñor ni ponérmele por medio. Mas el negocio es el negocio. El medioelfo os dio un adelanto por el trabajo, de esto no hablo, es vuestro dinero, por los costes y la fatiga. Mas la otra parte, la que prometió el medioelfo para después del trabajo es, según la ley, mía.

—¿Según la ley?

—¡Así es! —Angouléme no prestó atención al tono sarcástico—. Nosotros fuimos quienes acabamos el contrato, matamos al brujo, de lo que podemos mostrar pruebas al medioelfo. Tomaré entonces lo que sea mío y me iré adonde el dios perdió el gorro. Con el Ruiseñor, como dije, no quiero competencias, porque Los Taludes son demasiado pequeños para mí y para él. Dile esto, Novosad.

—¿Sólo esto? —De nuevo un sarcasmo venenoso.

—Y mis besos —resopló Angouléme—. Puedes chuparle el culo de mi parte, per procura.

—Me se ocurrió a mí mejor idea que ésa —anunció Novosad, mirando de reojo a los compañeros—. Yo le llevaré tu culo en original al Ruiseñor, Angouléme. Yo te me entrego atadita, Angouléme, y él entonces ya hablará todo y se pondrá de acuerdo en todo contigo. Y lo regulará. Todo. La disputa de a quién le pertenecen los dineros del contrato con el medioelfo Schirrú. Y el pago de lo que le robaras. Y lo de que en Los Taludes no hay sitio para los dos. De este modo todo se soluciona. Al detalle.

—Hay una pega. —Angouléme bajó las manos—. ¿Y cómo quieres llevarme hasta el Ruiseñor, Novosad?

—¡Oh, así! —El bandido estiró las manos—. ¡Por el pescuezo!

Geralt, con un movimiento relampagueante, desenvainó el sihill y se lo puso a Novosad bajo la nariz.

—No te lo recomiendo.

Novosad retrocedió, echó mano a la espada. Con un siseo, Yirrel sacó un sable curvo de una vaina que llevaba a la espalda. Los otros siguieron su ejemplo.

—No te lo recomiendo —repitió el brujo.

Novosad maldijo. Miró a sus compañeros. No era muy ducho en aritmética, pero le salió que cinco es bastante más que tres.

—¡Atacad! —gritó, al tiempo que se lanzaba sobre Geralt—. ¡Matad!

El brujo evitó el golpe con una media vuelta y lo rajó del revés en la sien. Antes de que cayera Novosad, Angouléme se inclinó en un pequeño impulso, un cuchillo brilló en el aire. Yirrel, que estaba atacando, se detuvo: bajo su barbilla sobresalía un mango de hueso. El bandolero dejó caer el sable, agarró el cuchillo en el cuello con las dos manos, borboteando sangre, y Angouléme, con un impulso, le golpeó en el pecho y lo echó al suelo. Entre tanto Geralt había degollado a un segundo bandido. Cahir rajó a otro más. Bajo el poderoso golpe de la espada nilfgaardiana algo en forma de un pedazo de sandía cayó del cráneo del bandolero. El último esbirro desertó, saltó sobre el caballo. Cahir bajó la espada, la agarró por la hoja y la lanzó como una jabalina, acertando al ladrón exactamente entre los omoplatos. El caballo relinchó y agitó la cabeza, se echó para atrás, pateó, arrastrando por el barrizal rojizo el cadáver que llevaba la mano enganchada en las riendas.

Todo aquello no duró más que cinco latidos del corazón.

—¡Paisanooos! —gritó alguien por entre los edificios—. ¡Paisanooos! ¡Ayudaaa! ¡Asesinos, asesinos, que matan a alguien!

—¡Al ejército! ¡Llamad al ejército! —gritó un segundo minero, mientras espantaba a los niños que, siguiendo la costumbre ancestral de todos los niños del mundo, habían aparecido de no se sabía dónde para mirarlo todo y enredarse en los pies de los mayores.

—¡Que alguien corra a por el ejército!

Angouléme recobró su cuchillo, lo limpió y lo introdujo en la caña.

—¡Venga, que corran! —gritó, mirando a su alrededor—. ¿Es que vosotros, picadores, estáis ciegos o qué? ¡Ha sido en defensa propia! ¡Nos asaltaron estos truhanes! ¿Y es que no los conocéis? ¿Es que no sus hicieron poco mal? ¿No os sacaron sus buenas mordidas?

Estornudó con fuerza. Luego le arrancó a Novosad, que todavía temblaba, la bolsa que llevaba al cinto, se arrodilló junto a Yirrel.

—Angouléme.

—¿Qué?

—Déjalo.

—¿Y por qué? ¡Esto es el botín! ¿Te sobra el dinero?

—Angouléme...

—Eh, vosotros —se oyó de pronto una voz sonora—. Venid acá, si os place.

En las puertas abiertas de una barraca que hacía las veces de almacén de herramientas estaban de pie tres hombres. Dos eran esbirros, con el pelo muy corto, de frentes bajas y seguramente bajo ingenio. El tercero —el que les había gritado— era extraordinariamente alto, de cabellos negros, un hombre apuesto.

—Sin quererlo escuché la conversación que precedió al incidente —dijo el hombre—. No estaba muy por la labor de creer en la muerte del brujo, pensaba que se trataba de fanfarronadas. Ahora ya no lo creo. Venid aquí, a la barraca.

Angouléme respiró sonoramente. Miró al brujo y asintió con la cabeza en un ademán apenas perceptible.

El hombre era un medioelfo.

El medioelfo Schirrú era alto, tenía más de seis pies de estatura. Llevaba los largos cabellos negros atados sobre el cuello, formando una cola de caballo que le caía sobre las espaldas. Su sangre mezclada se revelaba en sus ojos, grandes, de forma de almendra, azules y amarillos, como de gato.

—Así que vosotros habéis matado al brujo —repitió, con una sonrisa fea—. Adelantándoos a Homer Straggen, llamado Ruiseñor. Interesante, interesante. En una palabra, que tengo que pagaros cincuenta florines. La segunda parte. Así que Straggen se ganó la otra media centena por no hacer nada. Porque no creo que penséis que os la va a devolver.

—Cómo me las arregle con el Ruiseñor, eso ya es asunto mío —dijo Angouléme, sentada sobre un baúl y balanceando las piernas—. Y el contrato relativo al brujo era un contrato por obra. Y nosotros realizamos esa obra. Nosotros, no el Ruiseñor. El brujo está bajo tierra. Sus compañeros, los tres, bajo tierra. Así que resulta que el contrato ha sido cumplido.

—Eso al menos es lo que decís. ¿Cómo lo hicisteis?

Angouléme no dejó de balancear las piernas.

—Cuando sea vieja —declaró, con su acostumbrado tono de descaro— escribiré la historia de mis andanzas. Describiré en ella cómo sucediera esto y aquesto. Hasta entonces vais a tener que aguantaros, señor Schirrú.

—Hasta tal punto os avergonzáis —advirtió el mestizo con voz fría—. Tan despreciable y traicionero cometisteis el acto.

—¿Os molesta? —intervino Geralt.

Schirrú le miró atentamente.

—No —respondió al cabo—. El brujo Geralt de Rivia no se merecía mejor suerte. Era un inocente y un tonto. Si hubiera tenido una muerte mejor, más honrada, más honorable, se hubiera convertido en una leyenda. Y él no se merecía ser una leyenda.

—La muerte es siempre la misma.

—No siempre. —El medioelfo meneó la cabeza, mientras intentaba mirar a los ojos de Geralt, escondidos por la sombra de la capucha—. Os aseguro que no siempre. Imagino que tú le diste el golpe mortal.

Geralt no respondió. Sentía unas ganas terribles de agarrar al mestizo por su cola de caballo, tirarlo al suelo y sacar de él todo lo que sabía, rompiéndole uno tras otro los dientes con el pomo de la espada. Se contuvo. La razón le decía que la mistificación de Angouléme podría dar mejores resultados.

—Como queráis —dijo Schirrú, sin esperar respuesta—. No voy a insistir en que narréis los acontecimientos. Está claro que no tenéis mucho que contar, está claro que no hay mucho de lo que alabarse. Eso si, por supuesto, vuestro silencio no proviene de algo completamente distinto... Por ejemplo, de que no haya pasado absolutamente nada. ¿Tenéis alguna prueba de la verdad de vuestras palabras?

—Le cortamos al brujo, después de muerto, la mano derecha —respondió descaradamente Angouléme—. Pero luego nos la quitó un mapache y se la comió.

—Así que sólo tenemos esto. —Geralt se desató lentamente la camisa y sacó el medallón con la cabeza de lobo—. El brujo lo llevaba al cuello.

—Dame.

Geralt no vaciló mucho. El medioelfo sopesó el medallón en la mano.

—Ahora lo creo —dijo lentamente—. El bibelot emana una magia poderosa. Algo así sólo podía tenerlo un brujo.

—Y un brujo no se lo dejaría quitar —terminó Angouléme— si todavía respirara. Es decir, ésta es una prueba concluyente. Así que, señor mío, versus colocando las perras en la mesa.

Schirrú guardó delicadamente el medallón, se sacó del seno un pliego de papeles, los colocó sobre la mesa y los enderezó con la mano.

—Venid acá, por favor.

Angouléme saltó del baúl, se acercó, haciendo monerías y retorciendo las caderas. Se inclinó sobre la mesa. Y Schirrú, como un rayo, la agarró por los cabellos, la echó sobre la mesa y le puso un cuchillo en la garganta. A la muchacha no le dio tiempo ni a gritar.

Geralt y Cahir ya tenían las espadas en la mano. Demasiado tarde. Los ayudantes del elfo, los esbirros de estrechas frentes, aferraban unos ganchos de hierro. Pero no se atrevieron a acercarse.

—Tirad las espadas al suelo —gritó Schirrú—. Ambos, espadas al suelo. De otro modo le amplío la sonrisa a esta puta.

—No le hagáis caso... —comenzó Angouléme, y terminó con un grito, porque el medioelfo retorció el puño con el que le agarraba los cabellos y apretó el puñal contra la piel, unas brillantes líneas rojas comenzaron a correr por el cuello de la muchacha.

—¡Tirad la espada al suelo! ¡Yo no bromeo!

—¿Y no podemos llegar a un acuerdo? —Geralt, sin hacer caso de la rabia que bullía dentro de él, se decidió a ganar tiempo—. ¿Como gente civilizada?

El medioelfo sonrió venenosamente.

—¿Un acuerdo? ¿Contigo, brujo? A mí me enviaron para acabar contigo, no para hablar. Sí, sí, imitante. Tu fingías, jugabas a los títeres y yo ya te había reconocido desde el principio, desde que te eché el primer vistazo. Me habías sido descrito con todo detalle. ¿No te imaginas quién te describió tan detalladamente? ¿Quién me dio detalladas explicaciones de dónde y en qué compañía te encontraría? Oh, seguro que te lo imaginas.

—Deja a la muchacha.

—Pero yo no sólo te conozco por las descripciones —continuó Schirrú, sin pensar en absoluto en soltar a la muchacha—. Yo ya te había visto. Yo incluso hasta te seguí una vez. En Temería. En julio. Fui contigo hasta la ciudad de Dorian. Hasta el bufete de los abogados Codringher y Fenn. ¿Comprendes?

Geralt volvió la espada de tal modo que la hoja se reflejó en los ojos del medioelfo.

—Siento curiosidad —dijo con voz gélida— por saber cómo planeas librarte de esta situación tan embarazosa, Schirrú. Yo veo dos salidas. Primera: sueltas inmediatamente a la muchacha. Segundo: matas a la muchacha... Y un segundo después tu sangre coloreará hermosamente las paredes y el techo.

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