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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (46 page)

El multimillonario inclinó la cabeza hacia atrás para volver a examinar el techo.

—Preparadlo todo. Transportaremos tanto como puedan soportar los helicópteros y después volveremos con unos vehículos de mayor carga a por el resto.

—Bueno, Auric, ¿y qué vas a hacer con el oro? —lo provocó Chase.

Corvus no pareció entender la referencia a Goldfinger, pero se enderezó sobre el borde del pedestal, mirando desde arriba a Chase y a Nina. Sophia estaba detrás de su hombro izquierdo.

—Sophia tenía razón: quiero establecer un nuevo orden mundial. Uno donde hombres como yo, la élite de la humanidad, podamos crear riqueza y ejercer nuestro poder sin los impedimentos de burócratas de miras estrechas, insignificantes y populistas, que solo buscan acumular votos. Voy a establecer… —dijo, e hizo una pausa, elevando su voz gradualmente— una nueva Atlántida.

Nina y Chase se miraron.

—Esto ya lo hemos vivido —dijo Nina, nada impresionada.

Corvus sonrió.

—Este no es ningún plan loco para hacer una limpieza étnica en el mundo, doctora Wilde. ¿De qué vale tener un imperio empresarial si tres cuartos de tus potenciales clientes y trabajadores están muertos? No, mi Atlántida será algo diferente. La nueva capital del mundo.

—Lo siento —dijo Nina, sacudiendo la cabeza—, pero Nueva York no va a cederle el puesto sin luchar.

—Londres —la corrigió Chase.

—¡Nueva York!

—La Atlántida —dijo Corvus, un poco irritado por su interrupción— gobernará el mundo. Una ciudad completamente nueva, el hogar de las personas más ricas y más poderosas… bajo mi invitación personal. Una ciudad donde sus imperios mundiales puedan desarrollarse, libre de las interferencias de los gobiernos, libre de impuestos, libre para hacer negocios como se deben hacer los negocios.

—Ningún lugar del mundo te permitirá establecer tu propio estado libre en su territorio —señaló Nina—. ¿O estabas pensando en comprar un país entero con todo esto?

Señaló con la mano los tesoros que los rodeaban.

—Mi Atlántida se construirá donde el propio nombre indica —dijo Corvus—. En el Atlántico. O, para ser más precisos, bajo él. La tecnología ya se ha probado en mi casa de las Bahamas y en mi hotel submarino de Dubái. Solo se trata de aumentar la escala para crear una ciudad capaz de acoger a miles de personas. Será la concentración del grupo más poderoso de hombres de la historia humana.

—Oh, así que no eres Goldfinger —dijo Chase—. Eres Stromberg.

—No funcionará —se burló Nina—. ¿De verdad crees que los gobiernos mundiales van a dejar que sus ciudadanos más ricos se les escapen a una autoproclamada nueva ciudad-estado para que puedan jugar a ser los Masters del Universo sin pagar impuestos? El primer visitante que tendrás será la Marina de Estados Unidos, ¡y tu regalo de inauguración será una tonelada de cargas de profundidad!

—Las Naciones Unidas le concederán rápidamente la independencia a la Atlántida —dijo Corvus, con aires de suficiencia—. Tengo un aliciente. Las bombas atómicas de Yuen, que ahora me pertenecen. Nada te asegura mejor que las concesiones internacionales sean rápidas, especialmente por parte de Estados Unidos, que tener armas nucleares como elemento disuasorio.

Chase sonrió.

—Solo que únicamente tienes una bomba. Te jodí la fábrica en Suiza.

—Destruiste los láseres, Chase, no la fábrica. Los láseres solo son componentes, nada más. Ya han sido reemplazados.

La cara de Chase cambió de golpe.

—Oh. Me cago en la puta, joder.

—¿Y para qué iba a necesitar el hombre más rico del mundo el tesoro de la tumba de Hércules? —preguntó Nina.

—Como garantía de independencia financiera —explicó Corvus—. Las principales divisas mundiales están respaldadas hoy en día por poco más que promesas gubernamentales… Los días en que cada dólar de papel emitido por el gobierno de Estados Unidos se correspondía con su valor en oro son historia. Toda la economía global no solo no es más que una burbuja que se sostiene por la fe en esas divisas, sino que los gobiernos pueden y, de hecho, lo hacen, utilizar sus poderes sobre la moneda y los mercados de valores para atacar a las corporaciones. Si la Comisión del Mercado de Valores suspende las acciones de una compañía, esa compañía y sus accionistas son borrados del mapa en un suspiro por una simple pérdida de fe, y miles de millones de dólares se reducen a la nada.

Extendió los brazos, abarcando las inimaginables riquezas que lo rodeaban.

—Pero todo esto… esto será la base de la moneda de la Atlántida. Estará respaldada por riqueza física, por oro, que mantiene su valor incluso aunque la economía mundial se colapse.

Nina se sentía enferma.

—O sea, que hallas el tesoro arqueológico más grande de la historia humana, ¿y lo único que quieres son lingotes?

Nina frunció el ceño.

—Y así tú y tus amigos multimillonarios podréis enriqueceros aún más, desencadenando a propósito un colapso financiero, vendiendo todas vuestras acciones… Si hacéis eso, el valor de vuestros activos físicos aumentará en términos relativos cuando los mercados se desplomen y entonces podréis usar esos activos como colaterales para acaparar los valores caídos a un precio tremendamente reducido… ¡Sería el mayor mercado a la baja de todos los tiempos!

Chase parecía afligido.

—No tengo ni idea de lo que acabas de decir, pero suena mal.

—Lo es. Se trata de «el rico se hace más rico y el pobre se vuelve más pobre» llevado al extremo… Las únicas personas que no acabarían totalmente destrozadas por el crac serían Corvus y quienquiera que invitase a su pequeño reino submarino.

—Eso no pasará —dijo Corvus, sacudiendo la cabeza—. Después de todo, soy un empresario. Va en mi propio interés y en el de aquellos que pretendo invitar a unirse a mí en mi nueva Atlántida el disfrutar de una economía mundial en crecimiento y sana de la que todos podamos sacar provecho. Yo no haría eso.

—Pero yo sí —dijo Sophia desde detrás de él.

Sorprendido, Corvus se giró para mirarla… mientras un agujero de bala sangriento se abría en su pecho.

24

Nina gritó cuando Corvus perdió el equilibrio y cayó desde el pedestal de bruces, golpeando la piedra del suelo. Sophia levantó su pistola a la altura de los labios y sopló el humo.

—He esperado tantísimo tiempo para hacer esto. Viejo cabrón pomposo.

—Bueno, yo ya lo advertí de que no te diera la espalda —dijo Chase.

Se fijó en que ninguno de los otros hombres había hecho nada excepto pestañear por el inesperado tiro. No eran personal de Corvus, sino de Sophia, y conocían su plan desde mucho antes.

—¿Dos maridos muertos en una semana? Seguramente has batido una marca.

—Pronto habrá tres, Eddie —le dijo Sophia, lanzándole una indirecta.

Una sonrisa ansiosa apareció en la cara de Komosa y su diente con el diamante incrustado brilló tanto como los tesoros de la tumba.

—¿Eso significa que ya los puedo matar?

Sophia sacudió la cabeza.

—Creo que es justo para Eddie que sea yo quien lo mate. Por los viejos tiempos. Pero los negocios van antes que el placer… y hay que empezar a transportar el oro. Eddie, Nina, sentaos. Esto llevará algún tiempo —dijo, bajando de un salto del pedestal—. Joe, vigílalos.

La sonrisa de Komosa desapareció, pero hizo lo que le mandaban, indicándoles a Chase y a Nina que se sentaran con la espalda apoyada en la rampa, cerca de una de las montañas del tesoro.

—¿Y qué piensas hacer tú con todo esto? —le preguntó Chase a Sophia.

—René era un idealista megalómano —le contestó, mirando el cadáver de su marido con desdén—, una combinación un tanto ingenua. Además, su plan nunca habría funcionado: juntar a toda esa gente arrogante, ultraambiciosa y despiadadamente competitiva en un mismo espacio cerrado sería la receta perfecta para el desastre. Mi plan es algo más realista.

—¿Y cuál es tu plan? —le preguntó Nina.

Sophia sonrió.

—Parafraseando a mis dos últimos maridos, yo no soy una villana de James Bond. Así que no te lo voy a contar.

Caminó hasta el hombre que tenía la tableta, que estaba hablando por la radio.

—¿Cuál es la situación?

—Los helicópteros están aterrizando, señora —le contestó él—. En cuanto tomen tierra, pueden hacer una lectura de sónar para localizar el mejor punto de perforación.

—Bien —dijo Sophia. Se dirigió a los demás hombres—: Empezad a recoger el oro. Primero los lingotes; serán más fáciles de transportar.

Ellos se pusieron manos a la obra.

—Bueno, esto no ha salido demasiado bien —dijo Chase, observando a los hombres, que amontonaban los lingotes de oro en una zona del suelo vacía, cerca del pedestal.

—Todavía no estamos muertos —le recordó Nina, cogiendo una gran vasija dorada y leyendo las letras griegas inscritas por los lados—. «En honor del poderoso Hércules, nuestro salvador y amigo». Ah. Qué pena que no nos pueda ayudar ahora.

Colocó el cuenco al lado de Chase y cogió un diamante. No era ninguna experta, pero solo por su tamaño supuso que por lo menos tendría cinco quilates y un valor de decenas de miles de dólares.

—Es impresionante. Existió de verdad, aunque sus logros se volviesen mitológicos con el paso del tiempo. Y debió de ser increíblemente querido, visto el tributo que la gente le rindió. Este es un descubrimiento arqueológico tan grande como el de la Atlántida.

—Sí, pero tampoco vas a poder hablarle a nadie de él —le dijo Chase, con pesar.

Ella cerró el puño alrededor del diamante y se apoyó en Chase, cogiéndolo de la mano.

Poco tiempo después escucharon un sonido sordo desde arriba: había explotado una pequeña carga explosiva en el suelo que iba a actuar como fuente del sónar. Las ondas reflejadas les indicarían a los que estaban fuera el grosor de la arena y de la roca que cubrían el techo de la tumba. En pocos minutos, le transmitieron los resultados a Sophia y el hombre con el ordenador caminó hasta un lugar varios metros a un lado del pedestal.

—Despejad esa zona —ordenó ella.

Sus hombres apartaron rápidamente los tesoros que estaban cerca para dejarla limpia. Todos se colocaron a una buena distancia. Pocos minutos después, hubo una detonación mucho más fuerte. Grandes trozos de piedra cayeron del techo y se rompieron contra el suelo, dejando que la arena bajase en cascada desde el agujero del techo. Una lanza de luz solar cegadora se insertó en la tumba y el oro brilló como si estuviese en llamas.

Pasó algún tiempo mientras el equipo de la superficie usaba su sónar de nuevo para comprobar la integridad estructural del techo. A continuación, convencidos de que era seguro, ampliaron el agujero con picos y mazas, haciendo que más piedras cayeran a la sala. En poco tiempo, habían formado una abertura de unos tres por dos metros. Otra espera y unas sombras pasaron danzando a través del haz de luz, hombres que trabajaban arriba para preparar un sistema de cabrestante industrial, y que después hicieron descender una plataforma metálica al interior de la tumba.

—Buen trabajo, chicos —dijo Sophia—. Empezad a cargar el oro. ¿Cuánto podrán transportar los helicópteros? Teniendo en cuenta que habrá cinco pasajeros menos en el vuelo de vuelta, claro.

—Unos cinco mil cuatrocientos kilos por helicóptero —contestó el hombre con el ordenador tras unos segundos de cálculos—. Habrá que hacer… veintitrés viajes con la plataforma para acarrear esa cantidad.

—Entonces será mejor que empecemos.

Sophia observó la carga de los lingotes a la plataforma hasta que un grito desde arriba les indicó a los hombres que había alcanzado su peso máximo. Con un gemido eléctrico forzado, fue subiendo despacio hasta el techo, taponando la luz al llegar arriba. Los hombres en la tumba empezaron a mover más lingotes para el próximo viaje, mientras sus compañeros de arriba descargaban la plataforma y transportaban el oro al helicóptero.

—Ha sido algo digno de ver —le dijo Sophia a Chase, tras acercarse a Komosa—. Veinte millones de dólares en oro, todos contenidos en una pequeña plataforma. Y ese solo era el primer viaje.

—Deberías haber traído unos Mini Coopers rojos, blancos y azules, en lugar de helicópteros —dijo Chase, sin entusiasmo—. ¿Y ahora qué? ¿Ya está? ¿Nos vas a matar?

Sophia sacó la pistola.

—Creo que ya es hora, sí. Levantaos.

Chase empezó a ponerse de pie, pero ella le indicó con la mano que se sentara.

—No, no. Ella primero.

Nina se puso de pie, con los puños apretados.

—Nina, no —dijo Chase.

—No pasa nada, Eddie —le dijo ella, mirando fijamente a Sophia con ojos desafiantes—. De ninguna manera voy a morir de rodillas. No delante de la puta esta.

Sophia entrecerró los ojos.

—Ya te dije lo que te iba a hacer si me volvías a llamar puta.

—¿Sí? Pues venga, ¡puta!

Se escuchó el ronroneo de la plataforma bajando por el otro lado de la rampa, pero ellos no lo notaron. Sophia se giró, rabiosa, hacia Komosa.

—Joe, dame tu cuchillo.

Nina bajó la mirada hacia Chase y sus ojos se cruzaron solo un instante… pero eso era todo lo que necesitaban para comunicarse. Chase cambió de posición, muy ligeramente.

Komosa apartó la vista de sus prisioneros y la fijó en su cuchillo, enfundado en el cinturón. Sophia estiró su mano izquierda, impaciente, y apartó sutilmente la pistola de Nina… Y Nina arremetió contra ella, haciéndole un tajo a Sophia en la mejilla con la punta afilada del diamante que se había guardado entre los dedos apretados. Sophia gimió de dolor y se presionó la cara con su mano libre. La ira invadió sus ojos, superó momentáneamente la razón e hizo que olvidase por un instante la pistola.

Pero Komosa no se había olvidado de la suya. Se giró bruscamente para dispararle a Nina…

Chase saltó y lanzó la pesada vasija dorada como si fuese un disco.

Y no hacia Sophia o Komosa, sino hacia el fondo de la rampa, a la estatua de Hércules.

La vasija golpeó contra el garrote de oro, produjo un sonido como el de un gong y salió volando, mellada. El garrote tembló… y después se desprendió de la mano de la estatua.

Y se desató el caos.

Los ruidos sordos causados por las cuñas que sujetaban los pesados discos tallados cuando se soltaron de sus huecos se vieron ahogados por el crujido de piedra contra piedra. Los discos empezaron a rodar inexorablemente, bajando las rampas, cogiendo velocidad.

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