La tumba de Hércules (44 page)

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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

Centró su atención en la estatua que estaba sola en el centro de la sala.

—¿Y cómo consiguió Hercu el cinturón? Aquí hay otra estatua que debe de ser la de la Hipotenusa esa, y sí, tiene puesto un cinturón o, al menos, parte de uno.

La mujer esculpida era casi tan alta como la estatua de Atlas. Estaba de pie, con los pies separados y las manos sobre las caderas, en una postura de inconfundible dominación. Alrededor de su cintura llevaba una banda de bronce y plata, parte de la cual se podía claramente desprender de la estatua.

Pero Chase no tenía intención de tirar de ella sin más, y no le quitaba ojo a las armas que había a su alrededor. Le describió la estatua a Nina.

—Bueno, ¿qué hago?

—Hay diferentes versiones de la historia —le contestó ella—, pero la más común es que Hércules convenció a Hipólita para que le diese el cinturón por su propia voluntad. Básicamente, le contó para qué lo necesitaba y ella estuvo de acuerdo en que se lo llevase… o bien para evitar una lucha que habría acabado mal para ambos bandos, o porque se enamoró de él. De nuevo, hay diferentes versiones.

Nina pensó por un momento.

—¿Dijiste que la estatua tenía postura dominante?

—Sí, con las manos en las caderas. Un poco como te pones tú cuando estoy viendo la tele y quieres que mueva unos muebles.

—Qué simpático. ¿Pero hay algo en el suelo, alrededor de sus pies, o en los propios pies?

Chase apuntó con la linterna hacia abajo y vio que su intuición era correcta.

—Parece que parte de los pies se mueven, como si activasen piedras o algo.

Miró con nerviosismo las lanzas y las flechas.

—Espera, ¿y si hacen que se dispare todo?

—No lo creo. La historia trata de la sumisión; para conseguir lo que quería, Hércules tuvo que postrarse ante Hipólita. Creo que eso es lo que hay que hacer aquí.

—Te refieres a…

—Arrodíllate, Eddie —le dijo Sophia por la radio con un tono divertido mal disimulado.

Detrás de la puerta, Komosa ahogó una risita.

—Por fin vas a ocupar el lugar que te corresponde ante una mujer. Pero espera un momento… esto tengo que verlo.

—Me alegro de que te estés divirtiendo —rezongó Chase mientras ella trotaba por el túnel y se disponía a contemplar la escena desde la entrada.

Se arrodilló, viendo que había un tercer mecanismo integrado en el suelo, bajo sus rodillas… No habría bastado con ponerse de pie sobre los pies de la estatua.

Se inclinó hacia delante, doblado en una posición vergonzosa, y colocó ambas manos sobre los pies de piedra.

—De acuerdo —suspiró mientras empujaba hacia abajo—, acabemos con esto.

—Creo que deberías llamarla «ama». —le dijo Sophia desde la puerta, pero él la ignoró.

En lugar de hacerle caso, Chase miró hacia arriba cuando escuchó un sonido metálico sobre su cabeza. El cinturón se había movido ligeramente. Se irguió y lo tocó con precaución, casi seguro de que una descarga de lanzas lo iba a empalar…

No pasó nada. Pero en el silencio de la sala, sus orejas escucharon un crujido lejano pero claro, como un arco que se tensaba. Miró a su alrededor. Una delgada línea de polvo cayó suavemente de una de las cabezas de lanza más cercanas que se agitó, liberada, con una vibración muy sutil.

La trampa seguía activa.

Chase observó las docenas de puntas afiladas que no dejaban de vigilarlo. Se dio cuenta, de repente, de que se le había secado la boca. Tragó saliva y después volvió a dirigir su atención al cinturón, colocando con cuidado las puntas de ambas manos sobre él.

Ningún sonido, ningún proyectil voló para empalarlo. Aplicó más presión, tirando despacito de la banda metálica hacia él. El metal se desprendió de la piedra. Había unas protuberancias por el reverso del cinturón que se sujetaban a la estatua…

Crac.

Chase se quedó paralizado. El sonido había llegado por su izquierda. Sin respirar, dejó de tirar del cinturón y giró con cuidado la cabeza. Otra bocanada de polvo bajó de la cabeza de una flecha que lo apuntaba directamente a la cara.

Se inclinó hacia atrás para apartarse de su camino y después apretó los dientes. Había hecho todo lo que se suponía que debía hacer… Si la trampa iba a dispararse, no parecía haber modo de que pudiese evitarlo. Con un ojo en la flecha, volvió a agarrar el cinturón y tiró de él.

La banda de metal curvado se soltó. Las armas que lo rodeaban permanecieron inmóviles. Chase dejó escapar un suspiro de alivio y se puso de pie.

Ya había notado un hueco escondido en la puerta cerrada que había en la parte más alejada de la sala circular y no se sorprendió al ver que su forma se correspondía con la del cinturón. En los agujeros encajaron las clavijas del reverso de la antigua pieza de bronce y escuchó el chasquido de un mecanismo cuando lo colocó. Otro empujón más fuerte y la puerta se abrió y descubrió un túnel negro.

Komosa entró en la habitación con Sophia detrás.

—Solo una más pendiente, Eddie —le dijo—. Ponte a ello.

—Y después, ¿qué pasará? —quiso saber Chase—. ¿Vas a matarnos en cuanto entremos en la tumba?

Sophia no le respondió, pero algo en su sonrisa hizo que Chase se parase. En ese momento, supo que no pensaba solo en matarlos a Nina y a él. Tenía algo más en mente y dudaba de que le fuese a gustar. Fuese lo que fuese, Komosa parecía saberlo, ya que compartía una mirada de un sadismo expectante similar.

Abandonó la sala circular y se introdujo en el nuevo túnel justo cuando Nina entraba por el otro lado. Observó las estatuas que los rodeaban, pero Corvus la apremió cuando se quiso parar a estudiarlas más de cerca.

Nina se resistió mientras el resto de los hombres de Corvus se acumulaban detrás de ellos.

—Lo menos que podrías hacer es dejarme verlas. Se trata de un hallazgo arqueológico increíble.

—A mí no me interesa el pasado —dijo Corvus, desdeñosamente—. Solo el futuro. Adelante.

Indicó a sus hombres que avanzaran y se desperdigaran alrededor de la estatua de Hipólita.

La voz de Nina sonó llena de un desdén sarcástico.

—¿No sabes que los que no aprenden del pasado están condenados a…?

¡Paf!

Ambos dieron un salto ante un inesperado y fugaz movimiento, seguido del angustiado balbuceo de un hombre que se desplomó sobre sus rodillas. Había rozado accidentalmente una de las lanzas al pasar y la trampa se había disparado, atravesándole la caja torácica… y una flecha del otro lado de la sala le había agujereado el pecho. Con un agonizante estertor final, se desmoronó hacia delante, clavándose la flecha aún más profundamente en el cuerpo.

Nina apartó la mirada del cuerpo y la fijó en Corvus.

—Buen ejemplo. Eddie aprendió esto no hace ni cinco minutos.

Los otros hombres se giraron nerviosamente hacia Corvus y uno de ellos se inclinó para recuperar el equipo y la pistola del muerto.

—Déjalo —ordenó Corvus—. Lo recogeremos a la salida.

A continuación, con mucho más cuidado de mantenerse bien alejados de las armas listas para dispararse, el grupo avanzó.

Chase encabezaba el grupo, esperando en cada cruce las instrucciones de Nina, que iba traduciendo las letras escondidas sobre la marcha. No tenía ni idea de los peligros que les aguardaban en los pasadizos que iban dejando atrás, pero dejó de pensar en ellos cuando el túnel desembocó en la entrada de otra sala.

El último trabajo de Hércules. Cerbero, el guardián del inframundo.

Esta trampa parecía similar en diseño a la de las yeguas de Diomedes, pero en este caso solo había una estatua lista para avanzar, un monstruo que ocupaba todo el ancho del pasillo. Eso no fue lo que llamó la atención de Chase, sin embargo, ni tampoco el par de enormes patas que sospechaba que se agitarían arriba y abajo para aplastar a cualquiera que se acercase demasiado.

Fueron las cabezas… en plural. Cerbero parecía un rottweiler especialmente feroz, pero sus anchos hombros aguantaban hasta tres cabezas gruñendo. Cada una medía medio metro de ancho. Al contrario que las de las yeguas de Diomedes, sus mandíbulas parecían esculpidas para permanecer totalmente abiertas.

—Joder, pero si es Fluffy —dijo Chase por el pinganillo—. ¿Y cuál es el truco para lidiar con perros gigantes de tres cabezas?

—Hércules tuvo que luchar contra Cerbero —le contó Nina—. Su cometido era sacar al perro del inframundo, algo que hizo, básicamente, agarrándolo por encima del testuz y tirando de él hasta conseguirlo.

—Creo que este chucho es demasiado grande para arrastrarlo, y Hagrid nunca está cerca cuando lo necesitas. Así que tendré que darle un poco de Hulk Hogan, ¿no?

Si las patas se movían arriba y abajo de verdad, parecían demasiado enormes para hacerlo a la misma velocidad que las de las yeguas que habían matado a Bertillon. Si conseguía saltar sobre una de ellas, podría agarrar la cabeza central cuando la levantase…

—De acuerdo, entonces. Voy a sacar al perro de paseo.

Entró en el pasadizo y avanzó paso a paso, preparándose para el momento en que una pisada hiciese que la estatua cobrase «vida»…

Clic.

Una losa de piedra cedió unos dos centímetros bajo su pie. Se escucharon unos ruiditos débiles bajo el suelo, y una reacción en cadena se fue abriendo camino hacia la estatua para desencajar la clavija que mantenía el mecanismo bajo control.

Cerbero se lanzó hacia delante y cada enorme pata se elevó metro y medio en el aire por turnos antes de pisotear el suelo con suficiente fuerza como para agrietar las losas de debajo. Detrás de Chase, una puerta bajó de golpe, bloqueándole la salida. La estatua se movía más despacio que las yeguas de Diomedes, pero lo aplastaría contra el muro a sus espaldas en cualquier momento.

Cada pata tenía garras curvas, en forma de cimitarras. Una cosa más de la que preocuparse. Sostuvo la linterna con la mano izquierda y avanzó hacia la estatua, esperando el momento adecuado para…

¡Saltar!

Chase se abalanzó sobre la pata izquierda de la estatua cuando golpeó el suelo, formando una nube de polvo. Tras un momento, volvió a elevarse, izándolo hacia las cabezas. Se preparó para agarrar la del medio y la retorció. Fue más fácil de lo que se esperaba…

Oyó un nuevo sonido proveniente de la cabeza que tenía sobre él. Se parecía, extrañamente, al tintineo de la loza.

Chase se puso alerta inmediatamente y miró hacia arriba. Una olla sellada de barro cocido, del tamaño de un pomelo, rodó por un agujero que había en la parte trasera de la boca del perro hasta llegar a la mandíbula inferior abierta.

Chase saltó de la pata izquierda a la derecha…

La olla se abrió por el impacto y el líquido se esparció por todas partes. Sintió que parte se derramaba en la espalda de su chaqueta de cuero. Le llegó a sus fosas nasales un olor acre.

Unas columnas de humo chisporroteantes surgieron de la piedra cubierta de polvo y de su espalda.

¡Ácido!

—¡Dios!

Se alumbró el hombro con la linterna y vio que el líquido corrosivo ya había quemado la capa superior de cuero, que había pasado de ser negra a tener un feo color marrón jaspeado, y se estaba comiendo rápidamente lo que cubría.

Y ahora que su peso descansaba en la otra pata, mientras esta se elevaba, escuchó más ruidos de loza encima. Otro objeto estaba a punto de caer por la cabeza de la derecha…

—¿Qué pasa?, ¿qué está pasando? —le gritó Nina en el oído.

—¡Me está arrojando un jodido ácido! —chilló Chase, saltando de nuevo hacia la pata izquierda justo cuando se rompía la segunda olla y a Cerbero le salía espuma de la boca.

—¡En la leyenda su saliva es venenosa!

—¡Podías habérmelo dicho antes!

La pata derecha se descargó contra el suelo y los pedazos de pavimento roto se esparcieron a su alrededor. La pata izquierda volvió a subir. Chase miró hacia arriba. Era su peso extra en la piedra que se movía lo que estaba activando la trampa del ácido, lo que quería decir que en cualquier momento se soltaría otra.

La boca que se cernía sobre él seguía goteando y las columnas de humo le quemaban los ojos y la nariz. Tosió. La estatua ya había cubierto la mitad de la longitud del pasillo…

La cabeza central de Cerbero lo observó despectivamente desde arriba. Al contrario que sus compañeras que la rodeaban, era una pieza separada del resto de la estatua y su cuello se incrustaba en un agujero circular.

Otra olla de barro se tambaleó, cayendo por el agujero de la parte de atrás de la garganta del perro…

Chase se arrojó sobre la cabeza central. La olla estalló y un cuerpo líquido chorreó hacia él.

Agarró la estatua y sintió que el ácido le caía sobre el brazo y el costado. Unas gotas punzantes le quemaron la mano izquierda y el cuero cabelludo mientras apretaba la cara contra la cabeza de piedra para intentar aprovechar la poca protección que esta le ofrecía, pero sabía que eso no iba a ser nada comparado con lo que sentiría cuando el abrasador corrosivo consumiese el cuero y comenzase con su carne.

Y ahora no tenía apoyos para los pies y estaba colgando en el aire, con ambos brazos enroscados alrededor del cuello de Cerbero.

Se retorció y pataleó contra el pecho de la estatua hasta que se agarró a una de sus orejas y cargó en ella todo su peso.

No se movió.

—¡Mierda!

La manga humeaba y las nubes eran tan abrasivas que casi no podía respirar.

Faltaban tres metros para llegar a la pared del pasillo, dos y medio…

Volvió a patalear y se balanceó hasta colocarse en otra posición y agarrar la parte superior de la cabeza de la estatua con su brazo izquierdo y girarla en el sentido contrario a las agujas del reloj. Unas gotas de ácido sueltas le quemaron la mejilla cuando levantó el brazo por encima de su cabeza.

Cerró los dedos alrededor de otra oreja de piedra. La pared estaba a dos metros.

Última oportunidad…

Rugiendo, Chase tiró de la cabeza, luchando por encontrar un punto de apoyo para sus pies en el pecho del perro y así poder hacer palanca con más fuerza. Metro y medio, un metro… la cabeza giró.

Las dos patas gigantes cayeron al suelo con una fuerza tremenda y una de las garras con forma de cimitarra se soltó y golpeó la puerta de reja. Cerbero tembló hasta pararse.

Chase saltó de la cabeza, se rasgó la chaqueta y la arrojó al suelo. Salieron remolinos de humo de ella porque los agujeros le habían atravesado la manga izquierda y la espalda. Se limpió desesperadamente las quemaduras de la cabeza y de las manos con la tela de su camiseta.

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