La venganza de la valquiria (13 page)

Read La venganza de la valquiria Online

Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Ninguna —dijo Anna—. Werner no la ha perdido de vista ni un segundo y la hemos registrado a fondo en cuanto la hemos detenido. No llevaba nada encima. Ni ha tirado nada tampoco.

Fabel meneó la cabeza.

—A veces me dan ganas de rendirme. Retenedla y comprobad con el marido su coartada a lo largo de la semana. Y procurad ser… no sé, diplomáticos.

—Sí, ya —dijo Anna—. Tal vez tendré que preguntarle al marido si ha visto a Catherine Deneuve en
Belle de jour
. No pretendo hacerme la graciosa,
Chef
, pero no hay un modo diplomático de decirle a un tipo que su esposa se ha dedicado en sus ratos libre a ejercer de puta. «Ah, y no vaya a sentirse tan mal: no es que a su mujer no le alcance con lo que usted le da para la casa. Lo hace por amor al arte».

—Anna tiene razón, Jan —dijo Werner—. No hay modo de dorar esa píldora.

—Es sospechosa de un grave crimen y vosotros tenéis que determinar su paradero la noche de autos. Ateneos a eso. Las explicaciones dejádselas a ella.

—De acuerdo,
Chef
.

Fabel se dirigió a su despacho. Revisó su correo electrónico. Había una nota interna de Van Heiden recordándole que el Politidirektør Vestergaard, el jefe del policía danés fallecido, viajaría para hablar con él en un par de días. Le facilitaba la hora de llegada de su vuelo.

—Como si no tuviera nada mejor que hacer —murmuró Fabel. Realmente le interesaba hablar con el jefe de Jespersen, pero dado que estaba hasta arriba de trabajo investigando un crimen importante, había pensado que Van Heiden se encargaría al menos de que alguien fuera a recogerlo.

Miró el reloj. Las dos de la madrugada. Iría a casa, dormiría cuatro o cinco horas y volvería al Präsidium. Bostezó. Se estaba haciendo mayor para aquellos trotes. Pensó en Viola Dahlke. Estaría tendida, totalmente despierta y muerta de miedo, viendo cómo se desplegaba ante ella toda su vida y repasando cada detalle. ¿Qué demonios creía que estaba haciendo? Ella tenía razón: no lo comprendía, del mismo modo que no había comprendido por qué tantas personas con las que se había tropezado a lo largo de su carrera habían llegado a hacer lo que habían hecho. La sexualidad humana era desconcertante. Muchos de los asesinatos que había investigado contenían extravagantes elementos sexuales, y Fabel se había visto obligado a navegar durante años por aguas turbias y procelosas. A veces le daba la impresión de que las mujeres seguían siendo un continente desconocido para él.

Tomó su chaqueta de
tweed
inglesa del respaldo de la silla y descolgó la gabardina del perchero. Se fue hacia la puerta casi previendo que el teléfono sonaría antes de que saliera.

Y así fue.

6

E
ra extraño, dada la naturaleza de su trabajo, que la única cosa que Fabel nunca había llegado a asumir del todo fuera la súbita extinción de la vida.

Había oído decir que los astronautas, una vez en el espacio, se vuelven a contemplar la Tierra y sufren una transformación en un solo instante: o se vuelven totalmente ateos o se convencen de la existencia de un dios. Sin término medio. Aunque estaba por ver si era tan tajante, Fabel podía comprender la experiencia. Él tenía una sensación similar cada vez que veía un muerto. Un cadáver carece de humanidad: no parece una persona dormida, solo es un objeto de apariencia humana. Una cáscara vacía. Y en su caso, la mayoría de los muertos que contemplaba habían sido desalojados por la fuerza de esa cáscara.

Allí donde algunos habrían visto acaso el recipiente abandonado por el alma fugitiva, Fabel solo veía un vacío, el cierre definitivo de un complejo sistema biológico. El final de un universo visto desde una perspectiva irrepetible.

Fuera cual fuese la perspectiva desde la cual lo había visto Armin Lensch, lo cierto era que ahora ya no lo veía. Su cuerpo yacía en un trecho mugriento de hierbas y escombros a unos pasos de la orilla del río Elba, cerca de la Hafenstrasse. Unas botellas vacías de cerveza y una rueda de juguete desechada a saber cuándo le servían de almohada. El lugar se hallaba rodeado de ladrillos rotos procedentes del almacén o depósito que se había alzado allí en su día. La lluvia se había convertido en cellisca y después en nieve, así que los técnicos habían levantado una tienda forense blanca para preservar el escenario del crimen y la habían iluminado con lámparas montadas en soportes telescópicos. Como Westland, Lensch tenía el vientre rajado y sus vísceras, que asomaban por los labios de la herida, relucían bajo la intensa luz de los arcos voltaicos. El hedor nauseabundo que se desprendía de los intestinos impregnaba el aire de la tienda forense.

Un hombre tan indiscernible casi como un astronauta —mono blanco con capucha, guantes de látex azul y mascarilla quirúrgica— se acercó a Fabel.

—Hola, Jan. —Holger Brauner, el jefe del departamento forense, se apartó la mascarilla y sonrió—. Una noche fresquita, ¿eh?

Fabel le devolvió la sonrisa. Brauner casi siempre estaba de buen humor pese a la naturaleza de su trabajo. O quizás a causa de ella.

—Hola, Holger. Cuéntame.

—Según mis estimaciones, estamos hablando de un varón de veintinueve años, de un metro setenta y nueve, empleado en una oficina, sector financiero, grupo cero negativo, aquejado de alergia a los frutos secos y residente en Eppendorf.

—Impresionante, Sherlock —masculló Fabel—. Has encontrado su cartera, ¿no?

—No, por supuesto que no. Lo he deducido mediante el ADN y los arcanos conocimientos de la magia forense. ¿Es que no ves nunca
CSI
? —Brauner sonrió y le mostró una bolsa de pruebas que contenía una billetera negra de cuero y un documento de identidad—. Está todo aquí —dijo—. Sus tarjetas de crédito y su dinero también, por lo que he visto. Y el teléfono móvil. El robo no parece haber sido el motivo.

—El trabajo de detective déjanoslo a nosotros, rata de laboratorio —dijo Fabel con una sonrisa.

Alguien entró en la tienda y al volverse, vio que eran Anna y Werner. Había sido este quien había avisado a Fabel. Ahora, mientras entraban de nuevo los dos en el recinto de la escena del crimen, Werner le echó a su compañera un vistazo y puso los ojos en blanco. Fabel entendió por qué: el maquillaje de Anna contrastaba crudamente con la palidez de su piel; era exactamente el mismo efecto que había observado unas horas antes en Viola Dahlke. En el caso de Anna, el vientre desgarrado de Armin Lensch (que ella hacía todo lo posible por no mirar) era lo que la dejaba blanca como el papel. Un punto débil en una mujer tan dura como ella, y un motivo adicional para que se buscara un traslado.

—¿Estás bien? —preguntó Fabel.

—Muy bien —dijo Anna a la defensiva, aunque seguía evitando mirar a Lensch—. O sea que ya tenemos al número dos. Parece como si estuviéramos en el inicio de otra serie.

—Quiero que os pongáis a averiguar cuándo lo vieron por última vez, con quién estaba… ¿Qué ocurre, Werner? —dijo al ver que este se agachaba junto al muerto y observaba atentamente su rostro.

—Anna, ven aquí. Mira.

—Sí… muy gracioso.

—No, en serio. Míralo. ¿No es el tipo de antes?, ¿de cuando hemos detenido a Dahlke?

Anna se acercó, tapándose la nariz.

—Mierda, tienes razón.

—Vale —dijo Fabel—. Contadme.

—Una coincidencia,
Chef
—dijo Anna—. Vamos, creo que es una coincidencia. ¿Recuerda que hemos contado que ha habido un poco de jaleo al arrestar a Dahlke?, ¿lo de los borrachos?

—Sí, lo recuerdo.

—Este era el cabecilla —dijo Werner.

Fabel miró a Lensch. Los labios del muerto estaban entreabiertos, como si quisieran decir algo, y sus ojos seguían medio entornados, como si una cámara lo hubiera pillado en mitad de un parpadeo. Tenía el pelo corto y se lo había modelado con algún tipo de gel. La camisa debía de ser cara, aunque ahora la mitad inferior estaba completamente empapada de sangre. Llevaba los pantalones desabrochados y la bragueta abierta. El corte que tenía en el vientre hablaba una vez más de un solo tajo asestado con determinación. Quien lo hubiera matado sabía lo que se hacía. Lo había hecho otras veces.

—¿Y cómo es que no ha sido detenido? —preguntó Fabel—. ¿Se ha retirado sin armar alboroto?

—Solo gimiendo un poco —dijo Anna.

A Fabel no se le escapó la mirada incendiaria que Werner le lanzaba a su compañera.

—No me digas, Anna… —dijo Fabel, exasperado.

—Mire,
Chef
. Las cosas empezaban a ponerse feas. Nosotros estábamos esperando refuerzos y este machote se ha puesto a darnos la lata. Según el reglamento, si alguien se pone agresivo y previamente se le ha advertido que se mantenga a metro y medio, podemos derribarlo en cuanto dé un paso más.

—¿Es así como ha sucedido? ¿Le has hecho una advertencia formal?

—Le hemos dicho que se apartara —dijo Werner—. Era este tipo el que buscaba bronca. Anna ha actuado como es debido, Jan.

—¿Has sacado tu arma?

—Sí —dijo Anna.

—¿Y por qué no has escrito un informe? ¿Le has golpeado?

—Bueno, sí. Más o menos. —Un suspiro—. Le he dado un rodillazo en la ingle.

—¡Fantástico! ¡Fantástico, joder! ¿Te das cuenta de que vas a tener que redactar un informe completo? Cualquier inflamación que le hayas causado aparecerá en la autopsia. Por el amor de Dios, Anna. Y tú, Werner, creía que serías capaz de atarla en corto.

—¿Atarme en qué? —dijo Anna, arrugando el ceño.

—Vale, Anna, déjalo ya —dijo Werner—. Mira, Jan, cuando este tipo ha empezado a armar escándalo, creíamos que muy probablemente habíamos detenido al Ángel. O al menos a la asesina de Jake Westland. Y como dice Anna, éramos menos que ellos. Creo que deberías dejarlo pasar por esta vez.

—¿Sí? ¿Eso crees? —Fabel suspiró—. Anna, quiero un informe completo en mi mesa mañana por la mañana sin falta. —Miró el documento de identidad que Brauner le había pasado en una bolsa de politeno—. Armin Lensch… ¿Has visto adónde ha ido después de vapulearlo?

—Ha seguido a sus amigos —dijo Anna—. Se han marchado en dirección a Hans-Albers-Platz.

—Entonces te sugiero que saques una ampliación de esta foto —dijo, lanzándole la bolsa de pruebas con el documento de Lensch—. Y que empieces a recorrer los bares de la zona, a ver si averiguas dónde estaba y a qué hora. Werner, encárgate de buscar al pariente más cercano. Por cierto, ¿habéis hablado con el marido de Dahlke?

—Aún no. Íbamos para allá cuando nos han avisado.

—Bien. Deja que Anna empiece con los bares; le pondré un agente de uniforme para que la acompañe. Tú vete a ver qué cuenta el marido de Dahlke.

—De acuerdo, Jan —dijo Werner—. Pero es un poco superfluo ahora, ¿no? Quiero decir, ella no puede haberse cargado a este tipo. Ha estado detenida todo el tiempo desde que nosotros nos lo hemos tropezado.

—Aún así, hemos de confirmar su coartada para el asesinato de Westland.

Fabel descendió por el empinado terraplén hasta Sankt Pauli Hafenstrasse, donde tenía aparcado su coche junto a los patrulleros de color plateado y azul. Estaba cansado y de mal humor y, por un segundo, a punto estuvo de tomar hacia el centro, en dirección a Pöseldorf, donde había tenido su piso durante cinco años. Enseguida se corrigió y viró hacia al oeste, en dirección a Altona. Su nuevo hogar: su hogar compartido.

Hamburgo es una ciudad donde la elegancia y la lascivia se codean incómodamente: la declarada vulgaridad de Sankt Pauli sienta sus reales justo al lado de la contenida elegancia de una de las partes más distinguidas de Altona. En la época en que Altona era danesa, Sankt Pauli solo era el trecho pantanoso de tierra de nadie que la separaba del Hamburgo alemán. Tanto Altona como Hamburgo habían abrazado firmemente la doctrina luterana. Los católicos que querían gozar de libertad de culto habían de buscarla fuera de los límites de ambas ciudades: de ahí la existencia de una calle llamada Grosse Freiheit, Gran Libertad. Sankt Pauli, con el tiempo, se había convertido en una especie de vertedero, conocido ya a finales de la Edad Media por sus habitantes indeseables, su pobreza y sus hospitales de apestados.

Y no obstante, bastaba con que Fabel avanzase por Breitestrasse un par de minutos para que el crudo glamour de Sankt Pauli diera paso al amplio bulevar de Palmaille, flanqueado de árboles y de magníficas villas. Había empezado a nevar y las ramas desnudas relucían a la luz de las farolas.

A Fabel se le ocurrió de golpe una idea. Se detuvo junto a la acera, se agachó y metió la mano debajo del asiento. Con la yema de los dedos, rozó un pequeño objeto metálico.

—Te pillé, canalla.

Tras hurgar un poco, logró sacar su reproductor de MP3 y lo dejó en el hueco de detrás del freno de mano. Volvió a colocarse el cinturón y se reincorporó a la avenida para continuar su trayecto. La sonrisa se le despintó en el acto. En el cruce siguiente, tomó a la izquierda por Behnstrasse. Luego, girando otra vez a la izquierda, por Struenseestrasse. Un giro más a la izquierda y volvió a Palmaille.

Aún seguía ahí.

Se había dado cuenta al arrancar de nuevo, tras recuperar el reproductor de MP3. Unos faros a sesenta metros por detrás de su coche que se habían incorporado a la circulación treinta segundos después que él. Sus tres últimas maniobras carecían de lógica, pero el coche de detrás le había seguido. Lo más preocupante era que acabase de descubrirlo ahora. Quienes lo estaban siguiendo no eran aficionados; a saber cuánto tiempo llevaban pisándole los talones. Al menos desde el escenario del crimen, y quizá antes. Fabel ya no estaba lejos del apartamento que compartía con Susanne, pero no pensaba ir allí. No tenía ni idea de quiénes lo seguían, o de lo peligrosos que podían ser. Tras virar en Palmaille siguió todo recto hacia Neumühlen y Övelgönne. Mientras conducía, abrió el móvil.

—Kriminalhauptkommissar Fabel al habla —le dijo al agente de la sala de operaciones que le atendió—. Estoy en Altona y me dirijo hacia el oeste por Palmaille. Acabo de pasar el museo de la Pesca. ¿Cuál es la cámara de tráfico más cercana?

—Hay una en la intersección con Max-Brauer-Allee.

—Conduzco un BMW azul oscuro serie 3, diseño antiguo. Hay muy poco tráfico, pero tengo un coche pegado detrás. Cuando gire al norte por Max-Brauer-Allee, ¿podría tomarle la matrícula y comprobarla?

—Sí, Hauptkommissar. ¿Necesita ayuda? Puedo enviarle un coche patrulla a la zona.

Other books

25 Roses by Stephanie Faris
The Artful Egg by James McClure
Blood Hina by Naomi Hirahara
Journey Into Fear by Eric Ambler
Mountain Magic by Susan Barrie
Saddlebags by Bonnie Bryant