—Anna, creo que deberías encargarte de interrogar a esa testigo —dijo—. A la chica que encontró a Westland, quiero decir. Da la impresión de que debe de estar bastante mal.
—¿Por qué yo,
Chef
? —dijo Anna—. ¿Porque soy mujer?
—No, porque creo que tal vez conecte mejor contigo.
Anna llevaba cinco años en el equipo, pero Fabel todavía la encontraba difícil de manejar. De entender. No aparentaba sus treinta y un años; daba la impresión de ser mucho más joven. Tenía el pelo cortito y oscuro, no pasaba del metro sesenta y dos y trataba de adoptar un aspecto punky con su gruesa capa de rímel oscuro, su pintalabios rojo intenso y su holgada chaqueta de cuero. Pese al esfuerzo que hacía Fabel para no advertirlo, era muy atractiva. Pero por encima de todo, Anna era con diferencia la agente más dura y agresiva de su equipo. Y la más insubordinada.
—Ah, ya veo —dijo Anna, fingiendo burlonamente que acababa de entenderlo—. Obviamente, yo seré más comprensiva por ser mujer. Lo siento, ya se me había olvidado que tener polla constituye un obstáculo insalvable para la compasión.
—No lo digo en plan sexista, Anna. Pretendo únicamente ser práctico, nada más. —Fabel sonaba irritado a pesar de sí mismo—. Olvídalo. Ya hablaré yo con ella.
—Solo decía…
—Sí, Anna. Tú siempre «solo decías». Yo me encargo de interrogarla. —Miró el reloj. Las dos y media de la madrugada—. Werner, quédate. Tú ya puedes irte a casa, Anna.
—Venga ya. Nada más he…
—Celebraremos una sesión informativa a las dos de la tarde. Pero antes quiero verte en mi despacho, Anna. A la una —dijo Fabel. Ella recogió la chaqueta del respaldo de la silla y salió airada.
—Has estado algo duro con ella, Jan —dijo Werner, cuando Anna ya había desaparecido.
—Se pasa de la raya, Werner, lo sabes. Estoy harto de que cuestione o comente cada orden. Y estoy hastiado de las quejas que me llegan sobre ella.
—A eso lo llamábamos trabajo enérgico, Jan.
—Esa época ya ha pasado, Werner. Hace mucho tiempo. Estamos en el siglo XXI.
—Tú sabes que tiene parte de razón, Jan. —Werner pareció titubear—. Me refiero a la cuestión hombre-mujer. Tienes tendencia a encargarle a ella los interrogatorios con mujeres.
—¿Qué dices?
—Solo eso. No me entiendas mal, pero es verdad que tiendes a tratar a las mujeres como si fuesen de otra especie.
—¿Cómo puedes decirme eso, Werner? Mi equipo siempre ha estado equilibrado. Bueno, quizás ahora no. Desde…
Los dos se callaron. El nombre de Marie Klee flotó silenciosamente en el aire.
—Olvídalo, Jan —dijo Werner, aunque demasiado tarde—. Pero pienso que no deberías ser tan duro con Anna.
Fabel no pudo responder, porque en ese momento apareció un agente uniformado escoltando a una chica que llevaba tejanos oscuros y una chaqueta de esquí acolchada azul marino. Tenía en las manos un gorro de lana y una bufanda. Fabel dedujo que no era una trabajadora de la calle; las putas que andaban por las inmediaciones de la Herbertstrasse lucían colores llamativos y se apostaban en grupo, guarecidas bajo un paraguas de color pastel tanto si llovía como si no. Era una señal para los potenciales clientes de que estaban disponibles. Ese aspecto artificiosamente alegre hacía que a los hombres no les pareciera tan sórdido el comercio que practicaban.
Tratando de sonreír, Fabel reparó en lo joven que era la chica. No parecía mucho mayor que su propia hija, Gabi. Le dijo que tomara asiento e hizo lo posible para tranquilizarla. Christa Eisel era guapa, muy guapa, con el pelo rubio hasta los hombros. Por la sencillez de su atuendo y su evidente atractivo, Fabel supuso que sería una chica de escaparate de la Herbertstrasse y que se habría puesto un conjunto más provocativo al llegar al trabajo. Mientras hablaban, la muchacha manoseaba el gorro y la bufanda en su regazo con aparente timidez. En sus ojos, sin embargo, había un matiz casi desafiante.
—Tendremos que quedarnos esa prenda, me temo —le dijo Fabel sonriendo.
Christa bajó la vista a su chaqueta manchada de sangre.
—Ya no me sirve. Los guantes los he dejado abajo. También se han puesto perdidos.
Se quitó la chaqueta y se la entregó. Werner la metió una bolsa forense de plástico.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en esta zona, Christa?
—Seis meses. Solo fines de semana, y tampoco todos. Tengo un puesto en uno de los escaparates y hago servicios de compañía de vez en cuando.
—¿Es para costearte una adicción? Perdona, pero he de preguntártelo.
La chica pareció realmente consternada.
—No… no. Claro que no.
—¿A qué te dedicas? Me refiero a cuando no trabajas aquí.
—Soy estudiante. En la Universidad de Hamburgo.
—¿Ah, sí? Ahí es donde yo estudié. Hice historia. ¿Tú?
—Medicina.
Fabel se la quedó mirando.
—¿Medicina? ¿Entonces por qué…?
—Por dinero. Quiero ganar dinero extra.
—Pero… ¿así?
—¿Por qué no? —De nuevo el brillo desafiante en sus ojos—. Un montón de estudiantes lo hacen para sacar dinero.
—Tú eres una chica inteligente y guapa, Christa. Con toda una vida y un montón de oportunidades por delante. Sencillamente no entiendo por qué has decidido hacer lo que haces. ¿Crees que eso es lo que significa ser una mujer?
—¿Se siente defraudado porque no soy una yonqui explotada? Tiene razón en una cosa: yo lo he decidido. Es mi cuerpo y puedo hacer con él lo que quiera. Y además, es un dinero relativamente fácil. Solo unas cuantas horas cada fin de semana y me saco más que la mayoría de la gente en un mes. Créame, me facilita mucho las cosas en la facultad.
—Esa no es la cuestión, Christa. Dios sabe que, por mi trabajo, conozco el lado oscuro de la naturaleza humana, y no me cabe en la cabeza que una chica como tú decida zambullirse en él. Créeme, quizá pienses que puedes dedicarte a esto un año o dos, y luego continuar con tu vida. Pero no es así: quedará impreso en ti durante el resto de tu vida. Cada relación que tengas estará teñida por esa experiencia. Y descubrirás que te es imposible ver el lado bueno de la gente.
—¿Y a usted qué le importa, Herr comisario? ¿Pretende salvar mi alma?
—No se trata de tu situación moral, Christa. Te estás poniendo en peligro. Estudias medicina; estoy seguro de que conoces los riesgos para tu salud.
—Y precisamente porque estudio medicina sé cómo cuidarme. Escuche, Herr Fabel, no tengo por qué justificarme ante usted. Las mujeres han sido explotadas por los hombres durante siglos. Ahora yo los estoy explotando un poco.
Pese a su aire desafiante, Fabel advertía que Christa había quedado muy afectada por lo que había debido arrostrar en las últimas horas. En realidad, ni siquiera él mismo entendía por qué se había metido en aquella discusión. Tal como ella había dicho, era asunto suyo. Decidió dejarlo correr.
—Es tu vida, Christa —dijo, suspirando. Miró las notas que tenía delante—. Escucha, ya sé que es muy duro, pero necesito que hagas un esfuerzo y trates de recordar si viste u oíste algo más que no hayas mencionado en tu declaración. ¿No has visto salir a nadie de la plaza mientras ibas de camino?
—No. A nadie. No es que me haya olvidado o no me haya fijado: estoy segura de que no había nadie. Atajo por ese callejón cuando voy con prisa. Sale de Erichstrasse y pasa por la placita. Hay que andar alerta, porque da un poco de canguelo, así que no iba distraída. No había nadie.
—Pero no es lógico. Tú debes de haber llegado momentos después del ataque.
—Eso seguro. Al menos si hay que guiarse por el volumen de la hemorragia. Pero es cierto, aun así, que no he visto a nadie entrando o saliendo por el callejón.
—Me han dicho que has practicado los primeros auxilios. Supongo que tu formación médica te habrá sido útil.
—Sí, por si servía de algo, aunque no creo. Ya debe de estar muerto a estas horas. Quien haya hecho eso sabe un rato largo. Lo ha destripado de un solo corte. Era como el corte del suicidio japonés, ¿sabe?, el
seppuku
: en línea recta y muy profundo. Por la cantidad de sangre, yo diría que le ha seccionado la aorta abdominal. No podrán suturarla antes de que se desangre.
Fabel estudió el rostro inocente y juvenil de Christa mientras hablaba de la muerte de un hombre: su descripción era meramente clínica, pero la voz le temblaba y sus manos estrujaban el gorro de lana con más fuerza.
—¿Qué te ha dicho?
—Ya se lo he explicado a los agentes hace un rato.
—Me gustaría oírlo de nuevo, Christa. Si no te importa.
—Estaba casi inconsciente cuando he llegado a su lado. Tiritaba. Lo único que ha dicho ha sido: «Era una mujer. Me dijo que era el Ángel». Hablaba en inglés. Es curioso, no lo he reconocido. No he sabido quién era hasta que me lo han explicado. Solo… solo he visto a un hombre moribundo. —Miró a Fabel muy seria—. Nunca había visto morir a nadie. Supongo que habré de acostumbrarme.
—Nunca te acostumbras.
Cuando se le acabaron las preguntas, y mucho después de que a Christa se le acabasen las respuestas, Fabel le dijo que ordenaría que la acompañaran a casa en coche. Ella pidió que la llevaran a la de sus padres, en Barmbeck.
—¿Pueden dejarme al final de la calle? —dijo—. Mis padres… no saben a qué me dedico.
Cuando Christa hubo salido entró en la sala de conferencias Martina Schilmann. Iba con un traje chaqueta azul marino de aspecto caro y llevaba el pelo rubio recogido en una trenza de espiga. Mirándola ahora por primera vez en tres años, Fabel recordó por qué la había encontrado en su momento tan atractiva. Martina traía dos tazas de café. Le puso una delante.
—Por lo menos recuerdo dónde está la cantina —dijo, y sonrió—. Hola, Jan, ¿cómo estás?
—Muy bien. —Le devolvió débilmente la sonrisa—. ¿Y tú?
—¿Seguro que estás bien?
—Sí… perdona. Solo pensaba en una juventud condenada.
—Ay, Dios. Ya sé… la Puta Alegre. ¿También ha intentado convencerte de que está contenta con su trabajo? Se engaña a sí misma. Es dura, dura de verdad. He sido la primera en llegar al lugar después de ella, y se las ha arreglado muy bien para no venirse abajo. Pero sí, resulta deprimente; no deja de ser una cría. Dios sabe que vi a montones como ella cuando trabajaba aquí. En fin, me alegro de verte de nuevo. ¿Cómo te ha ido?
—Bien. A ti parece que estupendamente.
—Los negocios me han funcionado. —La expresión de Martina se ensombreció—. Hasta ahora. No puedo creer que hayamos perdido a un cliente. Esto podría ser el fin. Todo el maldito montaje tiene ese objetivo: cubrirle a alguien las espaldas, salvarle el tipo. ¿Quién va a contratarnos ahora?
—Por lo que he oído, Martina, has conseguido que Seguridad Schilmann sea una de las empresas de protección personal más importantes de Europa. Yo diría que podrás capear el temporal. A decir verdad, me he llevado una sorpresa cuando me han dicho que intervenías personalmente en la custodia de Westland. Habría jurado que tú estarías en un nivel ejecutivo más etéreo, guiando a los simples mortales desde las nubes.
—Soy una maniática del control y me gusta meter las manos en la masa. Demasiado, para ser sincera. Además, íbamos cortos de personal este fin de semana. Tengo a un gran magnate ruso que viene el mes próximo y he enviado allá a la mitad de mi equipo para que se coordine con su personal habitual de seguridad. Dios mío, espero tenerlo aún el mes que viene… Aunque cuando se entere de la noticia, me dirá seguramente que me meta la protección donde me quepa. En fin, no importa. ¿Aún sigues con la bella doctora Eckhardt?
—Sí —dijo Fabel—. Sigo con ella.
—Lástima —dijo Martina con picardía.
—¿Qué ha pasado exactamente con Westland? —preguntó Fabel—. ¿Cómo ha conseguido darte el esquinazo?
—¿Qué quieres que te diga? La típica megalomanía de la estrella de rock; nos pagan cientos de euros al día para que garanticemos su seguridad y luego se lo toman como un juego. A veces creo que estamos ahí más que nada para salir ante las cámaras, como símbolo de estatus o alguna idiotez parecida. Westland era un gilipollas, lo cual no es nada sorprendente, por otra parte. Se ha pasado borracho la mitad de la gira, y la otra mitad persiguiendo a chicas de diecinueve años. Tiene unos cincuenta, por el amor de Dios. Para ser honesta, lo veíamos como un cliente de riesgo relativamente bajo. Bastaba con mantener a raya a los borrachos, los cazadores de autógrafos y los paparazzi, ese tipo de cosas. En fin, nos lo repartimos entre Lorenz y yo. Este es puro músculo sin cerebro, pero resulta muy aparente, para que me entiendas, aunque se esté haciendo algo mayor. No es una lumbrera, ya te digo, ¡es un sajón de Görlitz, bendito sea! Antiguo Volkspolizei de la RDA. Todavía dice
grilletta
en lugar de hamburguesa y seguramente se hace pajas con fotos de Katja Witt vestida con la blusa de las Juventudes Libres Alemanas.
Fabel se echó a reír.
—Eres bastante mordaz para ser tú misma del Este.
—Yo soy de Mecklemburgo: lo cual es totalmente distinto del Valle de la Inopia —dijo Martina con una sonrisa engreída, refiriéndose a las zonas de la antigua Alemania del Este donde no se captaba la señal de televisión del Oeste antes de caer el Muro. Era una broma cariñosa: precisamente había sido en el «Valle de la Inopia» donde se habían iniciado las Manifestaciones de los Lunes, el movimiento pacífico de protesta que al final acabó provocando la caída del régimen comunista—. El caso —siguió Martina— es que estábamos llevando a Westland de vuelta al hotel Vierjahrzeiten, después de un concierto en el Sporthalle Arena, cuando el tipo va y dice de pronto que le gustaría ver la Reeperbahn, que nunca ha estado allí, que ha oído hablar un montón por los Beatles y toda la pesca. Yo le he dicho que no es ni mucho menos para tanto y que de todos modos no queda de camino al hotel, pero él se ha puesto a protestar y hemos acabado llevándolo para hacer una breve visita guiada.
—Lo normal después de un concierto sería que estuviese cansado —dijo Fabel.
—Sí, bueno… Parecía bastante animado. No ha parado de sorberse las narices en el asiento trasero y no creo que estuviera resfriado, ya me entiendes. Sin duda saldrá todo en la autopsia. Lo curioso del caso es que ha dejado cabreadas a varias personas al negarse a asistir a una fiesta después del concierto. Les ha dicho que estaba demasiado cansado y luego nos ha dado la vara para que lo llevásemos a la Reeperbahn, así que le hemos hecho la visita guiada. Lo único que le interesaba era ver la Herbertstrasse, claro, y se ha puesto a soltar risitas como una colegiala. Como se trata de la Herbertstrasse y soy una mujer, no he podido ir con él. Lo he dejado con Lorenz en un extremo de la calle y me he ido a esperarlos al otro, al lado de Davidwache. A Westland le ha resultado fácil despistar a Lorenz; mientras yo creía que le estaba cubriendo las espaldas, resulta que se ha quedado merodeando en la otra punta como un idiota. Y acto seguido me he enterado de que Westland tenía los intestinos fuera y de que mi empresa se ha ido al garete.