—Disfruto todo lo que me proporciona esta vida. Y tengo que agradecértelo a ti.
—Pero las muertes…
Ella sonrió, aunque echó un vistazo en derredor para asegurarse de que nadie los oía.
—Todos moriremos. También eso lo aprendí de ti. Todos morimos solos, y muchos con miedo y con dolor. Enfermedades terroríficas, heridas espantosas, agonías interminables… Todos mis encuentros concluyen rápidamente, y los objetivos apenas entienden qué les está pasando. A veces no tienen ni idea: ni siquiera pasan un instante de pánico o de dolor. ¿Quién sabe? Podría ser que los estuviera librando de una agonía futura terrible y angustiosa. Así es como me adiestraste. No me siento mal por lo que hago; tú me dijiste que no debía.
—¿Aunque ahora solo lo hagamos por dinero?
—Si lo estamos haciendo para nosotros, y no para el Estado, no es culpa nuestra. Ellos cambiaron el mundo que nos rodea. Tú y yo somos lo que somos. Como el resto de la gente que quedó a la deriva cuando cayó el Muro. Procura no preocuparte tanto. —Se metió el lápiz de memoria en el bolso y volvió a besarlo en la mejilla—. Adiós, tío Georg.
—Una cosa más —dijo reteniéndola, cuando ella ya se levantaba del banco—. Quizá tengamos que montar otro encuentro. No para un cliente.
—¿Ah, sí? —dijo ella—. Hasta ahora nunca hemos hecho un trabajo gratuito.
—Es para protegernos. Alguien ha empezado a hacer demasiadas preguntas en los lugares correctos. Un policía. Quizá se esté acercando a la verdad más de la cuenta y tal vez tengamos que ocuparnos de ello. Discretamente.
—¿Cuándo?
—Ya te avisaré. Quizá no sea nada. Adiós, querida.
—Adiós, tío Georg.
El hombre permaneció un rato en el banco, con los puños en los bolsillos y el cuello del abrigo alzado, tratando de capturar de nuevo aquellos momentos de paz. Pero ya no pudo.
F
abel llegó en coche al Präsidium de Policía, en el barrio de Alsterdorf, a las diez y media. Solo había podido dormir cinco horas y se sentía pesado y abotargado. Se pasó el resto de la mañana preparando la sesión informativa. Su cansancio se intensificó bruscamente cuando lo paró en el ascensor el Kriminaldirektor Horst van Heiden.
—Hemos de hablar un minuto, Jan.
Van Heiden pulsó el botón de la quinta planta, la de los mandamases, cosa que indicaba que se trataba de una conversación formal. Fabel siguió a van Heiden hasta su despacho y tomó asiento. El director se acomodó tras el escritorio en su butaca ejecutiva de cuero, se ajustó la corbata y movió de sitio el bloc de notas y el bolígrafo. Cuando quedó restaurado el orden de su universo burocrático, empezó a hablar.
—Solo quería repasar un par de cosas. ¿Estás preparado para esa conferencia sobre la violencia contra la mujer? Me ha vuelto a llamar la organizadora. Me parece que le preocupa que le enviemos a algún novato.
—Podría acabar sucediendo, para serte sincero.
—¿El asesinato de anoche? —preguntó Van Heiden.
—Supongo que es una de las cosas que querías hablar conmigo —dijo Fabel, sin lograr ocultar el cansancio en su voz.
—Ha salido en todos los medios —dijo Van Heiden—. Y algunos nos culpan por no haber atrapado al Ángel en el primer intento. Suponiendo que sea con ella con quien nos enfrentamos.
—No lo sé, Horst, aunque más bien lo considero improbable. El modus operandi es completamente distinto. Pero estoy desempolvando los antiguos expedientes. Obviamente, el caso no era mío entonces.
—Hum… —Van Heiden giró una centésima de grado el bolígrafo de plata—. Esa es la cuestión. Voy a serte del todo franco, Jan: estamos recibiendo muchos fondos del BKA (el Bundeskriminalamt, la oficina federal de la policía criminal) para que montes esa súper brigada criminal. Es todo un espaldarazo para la Polizei de Hamburgo contar con una unidad cuyas atribuciones abarcan la república; sin restricciones legales, quiero decir. Como ya te he dicho otras veces, es una oportunidad para que nos convirtamos en un punto de referencia en la investigación de asesinatos múltiples complejos, tal como lo es en el campo de la ciencia forense el Instituto de Medicina Judicial de Eppendorf.
—¿Pero…? —Fabel arqueó una ceja. Van Heiden empezaba a sonar como un anuncio publicitario. Y él siempre te soltaba un anuncio antes de lanzarte el mensaje principal.
—Pero no me engaño pensando que el prestigio que nos ha aportado este espaldarazo sea colectivo. Es tuyo, Jan. Eres tú el que está considerado unánimemente como el principal experto de Alemania en casos de asesinatos múltiples complejos.
—Gracias por el cumplido. —Había un resignado escepticismo en la sonrisa de Fabel. Ambos sabían que Van Heiden recibía muchas palmaditas en la espalda por los logros de Fabel—. Y ahora déjame que lo adivine: voy a heredar el caso del Ángel de Sankt Pauli que nadie fue capaz de resolver en los años noventa y, si no obtengo resultados, mi reputación sufrirá un duro golpe.
—Algo así.
—Bueno, por si te sirve de algo, yo realmente no creo que esto sea obra del Ángel. Pero aún no estoy en condiciones de afirmarlo públicamente. —Fabel se puso de pie.
—Ah… —Van Heiden abrió un cajón y del que sacó una carta—. Hay una cosa más. Hemos recibido una solicitud de la policía danesa para hacerte una entrevista.
—¿Sobre? —Fabel se inclinó sobre el escritorio y tomó la carta.
—No lo dice. Como ya sabes, la policía danesa tiene aquí un agente de enlace, pero esto viene directamente de un tal Politidirektør Vestergaard. Uno de sus agentes, Jens Jespersen, volará expresamente desde Copenhague para hablar contigo. No hay más detalles. Parece que tu fama adquiere realmente dimensiones internacionales.
Tras revisar en vano todos sus cajones para ver si se había dejado el reproductor de MP3 en el despacho, Fabel se tomó un café y un bocadillo de queso frente a su escritorio y luego dedicó unos minutos a preparar su encuentro con Anna Wolff. Sabía que no iba a ser fácil. Y lo mismo debía de pensar ella, a juzgar por su expresión cuando entró en el despacho, como siempre sin llamar.
—Siéntate, Anna —dijo Fabel.
—¿De qué va esto? —dijo aún de pie—. ¿Estoy despedida?
Fabel soltó un profundo suspiro.
—Sí, Anna. Efectivamente.
Por vez primera desde que se conocían, ella parecía realmente consternada. Se desmoronó en la silla y miró a Fabel con cara de no entender nada.
—Lo siento, Anna. Voy a solicitar tu traslado. Te he advertido sobre tu actitud más veces de las que puedo recordar.
—¿Cómo? ¿Todo por el comentario que hice anoche?
—No solo por eso, Anna, aunque debo decirte que no ayudó. Yo necesito agentes que respeten las decisiones que tomo y cumplan mis órdenes. Y lo más importante, necesito un equipo donde todos vayan a una. Gente en la que pueda confiar.
—¿Está diciendo que no puede confiar en mí? ¿Cuándo le he fallado? —Anna hizo un esfuerzo para recuperar la compostura.
—Escucha, Anna. Construir y mantener una brigada de homicidios eficiente supone una lucha constante. A esto hay que añadir una responsabilidad suplementaria que el BKA me ha pedido que asuma. En los últimos cuatro años hemos visto morir a Paul Lindemann, y Maria Klee ha sufrido… Bueno, ella va a necesitar que la cuiden durante mucho tiempo.
—No hace falte que recuerde lo de Paul Lindemann —dijo Anna, de nuevo desafiante—. Era mi compañero, al fin y al cabo. Y Maria es amiga mía.
—Y ambos estaban bajo mi responsabilidad. —Fabel hizo una pausa—. Ya sé que tenías una estrecha relación con ellos, Anna. Pero la muerte de Paul y lo que le ocurrió a Maria me hicieron ver con claridad que hemos funcionar de un modo más estricto. Debemos trabajar como un equipo totalmente disciplinado. Y esta disciplina imprescindible no parece estar a tu alcance.
Se hizo un silencio. Anna escrutó el rostro de Fabel, tratando de calibrar el margen de negociación de que disponía. Algo semejante a la resignación pareció apoderarse de su expresión.
—Yo creía que nos había reunido en este equipo porque éramos todos distintos. Porque cada uno tenía alguna cosa que ofrecer.
—Así es —dijo Fabel—. Pero necesito que esta brigada funcione de forma cohesionada, sin gente que vaya a su aire o tenga sus propias prioridades.
—Un momento… Todo esto es por lo de Maria, ¿verdad? Porque ella emprendió una cruzada personal, usted ha decidido acabar con cualquier muestra de personalidad.
—No se trata de que expreses o no tu personalidad, Anna. Estoy hablando de que no tienes para nada en cuenta que formas parte de un equipo. —Fabel advirtió que había levantado la voz. Tomó aire y añadió en tono más mesurado—: No puedo tener a un disidente en mi equipo.
—Claro —dijo ella una expresión casi desdeñosa—, porque se irían al carajo sus posibilidades de convertirse en el Cruzado Número Uno contra el Crimen de Alemania. ¿Qué sucede, Jan?, ¿le da miedo que lo deje en ridículo? —Esta vez fue Anna la que hizo una pausa—. Lo lamento. Es aquí donde quiero trabajar. Si me traslada, dejaré el cuerpo.
—Eso es decisión tuya, Anna. Y créeme, habría deseado que las cosas fuesen de otra manera. Quería ascenderte y convertirte en subjefe de la brigada junto con Werner. Pero no puedo proponerte como comisaria superior a causa de tu actitud.
—¿Ha cursado ya la solicitud? —preguntó Anna—. De mi traslado, quiero decir.
—Aún no. He de poner en marcha este nuevo caso del Ángel. Además, quería darte la oportunidad de que pidieras tú misma el traslado. Quedará mejor en tu currículum.
—Deme hasta el final de este caso,
Chef
. Y luego me marcharé discretamente.
—De acuerdo. —Fabel vaciló un instante—. Voy corto de personal, de hecho. Pero mientras formes parte de esta unidad, necesito que refrenes un poco ese espíritu tan independiente.
Cuando ella salió del despacho, Fabel se quedó un rato mirando por la ventana las copas cubiertas de nieve del parque Winterhude. La expresión de Anna permanecía aún en su retina. Recordó a la chica entusiasta, aunque picajosa, que había reclutado cinco años atrás. Había sido ese temperamento, su empuje y energía, lo que lo había convencido de que podía resultar valiosa para el equipo. Pero de algún modo, en algún punto de esos cinco años, había perdido su sintonía con ella.
Lo que lo reconcomía por dentro, aun así, era que no estaba seguro de estar manejando bien la cuestión.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el timbre del teléfono. Era Ulrich Wagner, del BKA, la oficina federal de la policía criminal. Wagner le caía bien, pero hubiera preferido no sufrir aquella interrupción; estaba deseando preparar la sesión informativa. Tras los dimes y diretes habituales, Wagner fue al grano.
—Se ha emitido una alerta en toda la República Federal, no sé si te habrás enterado, en relación con Margarethe Paulus.
—No, no sabía nada —dijo Fabel—. Estoy hasta las cejas con el crimen de Sankt Pauli. El supuesto regreso del asesino o asesina llamado Ángel.
—Bueno, en parte te llamo por eso. Margarethe Paulus estaba confinada en un sanatorio mental del estado en Mecklemburgo; a ti no te queda muy lejos. Ha pasado allí trece años y hace tres días decidió darse de alta por su cuenta. Extraoficialmente. No ha habido ni rastro de ella desde entonces. Margarethe Paulus está considerada como una persona extremadamente peligrosa. Antes de que la internaran, hubo una serie de robos a mano armada ejecutados con gran eficacia por una mujer sola muy profesional. En cada ocasión se trataba de una mujer de apariencia totalmente distinta. El objetivo variaba también: un banco, luego unos almacenes, un furgón de seguridad… Pero siempre robaba dinero en efectivo, nunca joyas ni cualquier otro botín que hubiera tenido que vender a un perista. Esto evitaba la necesidad de implicar a un tercero.
—¿Cómo la atraparon, pues? —preguntó Fabel.
—No la atraparon. La policía de Mecklemburgo no logró reunir las pruebas suficientes para identificar a la mujer, ni mucho menos para echarle el guante a Margarethe Paulus. Pero ella empezó a pensar en grande. Buscó cómplices, o al menos eso es lo que creemos, y se enredó con una banda de moteros. Lo que ella contó fue que se reunió con el grupo para hablar de una posible colaboración. Pero a ellos no les interesó y la cosa se puso fea. Tres miembros de la banda intentaron violarla.
—¿Intentaron?
—He visto las fotos del escenario del crimen, Jan, y resulta casi imposible creer que una mujer sola contra tres matones curtidos pudiera hacer todo aquello. Pero las pruebas forenses demostraron que sí.
—¿Los mató a los tres?
—Más aun. Los castró. Por lo que pudieron deducir los forenses de Mecklemburgo, mató a dos en el acto y los castró post mórtem. Pero al tercero, al cabecilla… lo mantuvo consciente durante todo el proceso. Fueron sus gritos los que alertaron a varios vecinos, que se apresuraron a llamar a la policía.
—Joder… —Fabel reflexionó en lo que Wagner acababa de contarle—. Eso encaja con los asesinatos originales del Ángel.
—Sí. Pero ella no pudo cometerlos. Estaba encerrada en el sanatorio mental en aquel entonces. No obstante, cuando he visto el informe de los últimos asesinatos…
—Ya te entiendo —dijo Fabel—. Pero esta vez no hay castración. Evisceración, sí, pero los huevos intactos. ¿Puedes enviarme por email los datos básicos sobre ella, incluidas las fotos más actualizadas que tengas?
—Ya me he encargado.
—La policía de Mecklemburgo tendrá su ADN. ¿Podrías arreglarlo para que me manden el informe también? Es posible que nuestra asesina haya dejado rastro en esta ocasión. Un pelo.
—No hay problema —dijo Wagner—. Así que quizás encuentres un resquicio esta vez…
—Tal vez. Pero no cuento con ello.
Fabel mantuvo la sesión informativa en el centro de coordinación de la Mordkommission, la brigada de homicidios. Además del mermado núcleo integrado ahora por Werner, Anna y el compañero de esta, Henk Hermann, había dos detectives más que Fabel había reclutado con el fin de reforzar el equipo. Uno de ellos, Thomas Glasmacher, era un rubio enorme y fornido que no paraba de sorber por la nariz y de estornudar en su pañuelo: llevaba una semana tratando de quitarse de encima aquel resfriado. El otro, Dirk Hechtner, era un tipo menudo y moreno que Fabel había tomado prestado de la dirección policial del barrio de Harburg. En su breve trayectoria hasta la fecha, tanto Glasmacher como Hechtner habían demostrado cualidades muy prometedoras, además de una capacidad considerable para pensar de modo poco convencional en caso necesario. Ambos ignoraban que Fabel estaba considerando la posibilidad de reclutarlos de forma permanente. En total, Fabel tenía que encontrar a cuatro nuevos investigadores para su equipo: cinco, una vez que Anna se hubiera ido. Además, iba a presionar para poder contar con especialistas adjuntos a la brigada.