—Dices que ha insistido bastante en ir a Herbertstrasse. Precisamente ahí, y no a Grosse Freiheit. ¿Crees posible que lo tuviera previsto?, ¿que hubiera quedado en verse con alguien después de despistarte y de atajar por Herbertstrasse?
Martina frunció el ceño mientras reflexionaba.
—Lo dudo. Podría ser, supongo, pero a mí me ha parecido todo bastante espontáneo.
—Es que suena raro. Si Westland andaba buscando un poco de diversión barata, ¿para qué molestarse en darte el esquinazo? Me parece extraño que no se haya ido con una de las chicas de los escaparates. ¿Dices que te ha explicado que nunca había estado en Herbertstrasse?
—Exacto.
—Una de dos: o bien ha cruzado la Herbertstrasse a toda prisa y ha salido por el otro lado antes de que tú llegaras, o bien ha atajado por el callejón que hay en el número siete, pasando junto al museo de arte erótico. Todo muy planeado, me parece a mí. Como si supiera a dónde iba.
—Seguramente no lo sabía. Como te digo, creo que se ha dejado llevar por un impulso.
Martina le hizo a continuación un detallado repaso de la velada: horas exactas, con quién había estado Westland, de qué habían hablado, cómo había ido el concierto. A Fabel no le hizo falta formularle las preguntas. Ella misma se convirtió una vez más en agente de policía y le dio toda la información necesaria por propia iniciativa. Westland había hecho dos llamadas antes del concierto: una a su esposa y la segunda a su contable para hablar de una inversión o un negocio en el que estaba metido.
—Se ha pasado un rato solo en su camerino antes de salir al escenario —explicó Martina—. Es posible que haya hecho o recibido alguna llamada en su móvil entonces. No ha tenido ningún contacto, que yo sepa, después de la actuación, salvo una breve llamada a la mujer que organizaba el concierto. Era ella la que quería que asistiera a una fiesta después, con lo mejorcito y más granado de Hamburgo. He sacado la impresión de que esa mujer no se ha quedado muy contenta cuando él se ha rajado. Al fin y al cabo, para eso se había montado toda la historia, para darle publicidad a la organización benéfica. Pero después de todo el esfuerzo, resulta que él no podía tomarse la molestia de asistir a una simple recepción. Estaba más interesado en ir a la Reeperbahn.
—Comprobaremos su teléfono móvil —dijo Fabel.
—Pero ¿no lo sabes? Le han birlado el teléfono y la billetera. Tenía un dietario, como una miniagenda, que siempre llevaba encima. Quien lo haya asesinado se la ha robado también.
—¿Podría tratarse de un robo, entonces?
Martina soltó una risa amarga.
—No. Pero podría ser que el asesino haya intentado simularlo así. Como robo, es un trabajo de aficionado. Como asesinato, una obra de arte.
Siguieron hablando todavía un rato. Por muy profesional que fuese su informe, no había nada en toda la explicación de Martina que ofreciera alguna pista sustancial.
—No te sirve de mucho, ¿no? —dijo, leyéndole el pensamiento.
—No demasiado. Aunque, por otra parte, todo el asunto podría ser lo que parece: un asesinato al azar y sin ningún sentido.
—¿Perpetrado por el Ángel? —dijo Martina—. ¿No creerás de veras que ella ha vuelto al cabo de diez años?
—¿Quién sabe? Según la chica que encontró a Westland, la herida era muy profesional. Un solo corte. Un único golpe.
—¿Desde cuándo las putas son expertas en heridas de arma blanca?
—Desde que se han puesto a estudiar medicina en la Universidad de Hamburgo —dijo Fabel con tono inexpresivo—. Recordarás que el Ángel tenía muy buena mano con la navaja.
—¿Cómo no voy a acordarme? —dijo Martina—. Estaba destinada aquí cuando se produjo el segundo asesinato. No olvidaré esa escena del crimen en mi vida. Encontramos al hombre muerto en su coche, en Seilerstrasse, sin genitales. Al otro lo dejaron en una esquina de Heligen-Geist-Feld, también sin instrumento. Por eso no creo que se trate del Ángel. No hay castración, la cuchillada mortal ha sido en el vientre, no en la garganta… y han pasado casi diez años. Una cosa más: el Ángel no robó a sus víctimas más que sus aparejos amatorios. En todo caso, yo he visto cómo mataba. Si esa chica no me hubiera contado lo que Westland le ha dicho, no lo habría relacionado siquiera.
—Quizá lo ha entendido mal. El tipo hablaba en inglés.
Los interrumpió Carstens Kaminski, el comandante de Davidwache, que asomó la cabeza por la puerta de la sala.
—Bueno, Jan, tanto si el atacante era el Ángel como si no, este caso ya es oficialmente todo tuyo. Acabo de recibir una llamada del hospital St Georg: Westland ha muerto.
No llovía aquella noche, pero hacía un frío glacial, ese tipo de frío que notas en los pulmones al inspirar. Fabel se llevó a Werner con él. Salieron por la parte trasera de Dawidwache y se dirigieron a pie al escenario del crimen. Tomaron por Davidstrasse, bordeando el extremo de la Herbertstrasse, con sus planchas metálicas pintadas de rojo.
Fabel se fijó al pasar en un hombre alto de pelo gris, envuelto en un largo abrigo azul oscuro, que se colaba apresuradamente entre las planchas. Todo su aspecto hablaba de una persona respetable y acomodada. Fabel se imaginó la vida de ese desconocido: una esposa confiada en casa, hijos; nietos, probablemente. Quizás era una figura ilustre incluso, un hombre admirado. De ahí tal vez que su modo furtivo de deslizarse en los bajos fondos le resultara a Fabel del todo deprimente.
Caminaron por Erichstrasse, pasando frente a algún que otro escaparate iluminado y haciendo caso omiso de los golpecitos en el cristal y los gestos invitadores de las prostitutas.
—Ah… —Werner suspiró, sarcástico—. El canto de la sirena para un polvo de pie en un par de minutos. ¿Se le ha pasado alguna vez por la cabeza…? —Señaló con el pulgar el escaparate que acababan de dejar atrás.
—¿Bromeas, no? —dijo Fabel.
—Algunos hombres, mejor dicho un montón, lo hacen sistemáticamente. Sexo sin complicaciones, supongo.
—A menos que consideres una complicación pillar una enfermedad venérea. No soporto que pinten la Reeperbahn como un lugar «atrevido pero bonito», una atracción turística. La verdad es que es barato, desagradable y sórdido.
—De acuerdo. Pero aquí está. Y no va a desaparecer.
—Todo el mundo repite siempre lo mismo —dijo Fabel—. Pero yo no estoy tan seguro, Werner.
Al llegar al lugar del crimen vieron que había aún dos agentes de guardia y un técnico forense con mono blanco examinando la zona. Fabel sacó su identificación de la Polizei de Hamburgo y uno de los hombres levantó entonces la cinta del perímetro.
—¿Hay alguna parte donde no quiera que pisemos? —preguntó Fabel al forense.
El técnico se puso de pie y Fabel vio que era Astrid Bremer. Este había reemplazado dos años atrás a Frank Grueber como suplente de Holger Brauner. La capucha del mono le tapaba el pelo y el borde elástico le ceñía el óvalo de la cara, convirtiéndola en una máscara preciosa, casi infantil.
—No —dijo—. No hay problema. Hemos terminado el examen de la zona hace una hora.
—¿Y por qué sigues aquí? —preguntó Werner.
Astrid se encogió de hombros.
—Mi madre siempre decía que yo era una niña testaruda. He pensado que se nos escapaba algo y esto me ha puesto nerviosa.
—¿Y se te escapaba algo? —preguntó Fabel.
—La asesina sabía lo que se hacía —dijo Astrid—, pero es muy difícil para cualquiera no dejar ni rastro de su presencia. Yo diría que se ha ocultado entre las sombras ahí atrás, junto al árbol. No hemos conseguido una huella completa, pero el tacón de su bota se ha hundido en la tierra, al pie del árbol. De ahí podríamos sacar una aproximación de su peso. Ello me ha hecho pensar en su estatura. Solo hay ciento cuarenta y dos centímetros de espacio entre el pie del árbol y las primeras ramas; a menos que sea una enana, habrá tenido que agacharse para poder esconderse sin enredarse con ellas.
Astrid le tendió sonriendo una bolsita de pruebas de plástico. A Fabel le pareció vacía hasta que se volvió hacia la calle y la alzó contra la luz de una farola.
—Una sola hebra —dijo Astrid—. Quizá no tenga que ver con el asesinato, pero dado el lugar donde la he encontrado me parece bastante improbable. Yo diría que la asesina es rubia. Y tenemos su ADN.
E
l Altona Balkon («Balcón de Altona») es una franja de parques situada treinta metros por encima del río Elba y ribeteada por un bulevar con bancos de madera. Ofrece una de las mejores vistas de Hamburgo a lo largo del curso del Elba hasta el Kohlbrandbrücke, lo cual lo convierte en uno de los lugares favoritos no solo para la gente del barrio de Altona, sino de todos los ciudadanos de Hamburgo.
Un hombre aún apuesto de unos sesenta años, con el cuello del abrigo subido para protegerse del frío, estaba sentado en el borde nevado del Balkon, observando a lo lejos los movimientos de los barcos y remolcadores, de las grúas y los toros en los depósitos de contenedores. El cielo sobre su cabeza era de un pálido azul invernal y, a su espalda, el sol poniente lanzaba destellos dorados entre las ramas desnudas de los árboles. Reinaba una paz total, lo que le hizo pensar en los pocos momentos así que había disfrutado en los últimos veinte años.
Pasó una mujer con un perro, seguida por tres adolescentes con monopatines que avanzaban traqueteando por el sendero salpicado de piedras, cuyo aliento se condensaba en el aire frío. Luego regresó la calma.
—Hola, tío Georg.
Una mujer de treinta y tantos años, vestida de lujo y maquillada con gusto, se sentó al lado del hombre y le dio un beso en la mejilla. Se puso el bolso y un número de
Muliebritas
en el regazo y dejó una bolsa de plástico encima del banco.
—No todo fue tan malo, ¿sabes? —dijo él, como si la mujer hubiera estado todo el rato a su lado—. Allí. Entonces, quiero decir.
—No, tío Georg, supongo que no.
—Yo creía en lo que representábamos, en lo que hacíamos. Había cosas que estaban mejor entonces. La gente se preocupaba por los demás y teníamos un sentido de comunidad, de sociedad. Todas las cosas horribles que tuvimos que hacer las hicimos por el bien de la gente, del mundo.
Ella le puso en el brazo una mano enguantada.
—Ya sé que es así. ¿Qué te pasa, tío?
—A veces… bueno, a veces observo el modo de vida que llevamos ahora y pienso que teníamos más razón de lo que todo el mundo dice. No fueron nuestros ideales los que nos obligaron a hacer esas cosas: fue la guerra. Una guerra fría, tal vez, pero una guerra al fin. —Se interrumpió, sonriendo—. Perdona, querida. Solo son rezongos de viejo.
—¿Seguro que solo es eso lo que te pasa?
—Me ha parecido… —Frunció el ceño, con la mirada perdida en la otra orilla del Elba—. No es nada. Solo que he tenido la sensación de que me observaban o me seguían. Puro instinto. O más bien paranoia.
—¿No ha sido nada más? Quizá sí te seguían.
Él meneó la cabeza.
—No existe nadie tan bueno. He usado todos los viejos trucos y comprobaciones. Paranoia, como digo.
—Te he traído un regalo —dijo ella, y le entregó la bolsa.
El hombre miró dentro y sonrió.
—Rondo Melange…
También ella sonrió.
—Han empezado a producirlo otra vez. Como tú dices, no todo lo de entonces era malo.
—Pero supongo que ahora lo hacen para sacar beneficio. Todo lo que se hacía en aquella época por el bien de la gente ahora se hace por interés. Nosotros mismos hemos convertido lo que hacemos en un negocio. Ahora todo es por dinero. —Se rio con amargura—. Soy un empresario.
—A decir verdad, tío Georg, la mayor parte de mi vida se ha desarrollado después, no antes. Casi todos mis encuentros se han producido después de la caída del Muro. Y nos han salido muy a cuenta, ¿no es cierto?
—Sí, niña. —La miró y le sonrió con tristeza—. Pero las cosas que te enseñé a ti y tus hermanas, todas esas cosas horribles…
—Es asunto nuestro, tío. Es lo que hacemos. Lo que somos. Él asintió.
—¿Has visto lo que dicen los medios de lo de Sankt Pauli?
—Sí… Dicen que es el Ángel de nuevo.
—¿Qué hay de los próximos encuentros? ¿Va todo según lo previsto?
—Sí, tío. Todo va bien.
—¿Lo de Hamburgo parecerá un accidente?
—Suicidio. El encuentro será como indicaba el informe.
—¿Y el más importante? ¿Lo tienes todo preparado?
—No hay problema. De hecho, será más fácil. No hará falta disimularlo. Voy a usar el Sako TRG-21.
—¿Te parece adecuado a esa distancia?
—Es perfecto. Además, me siento cómoda con él. Y ese nuevo silenciador funciona muy bien. No solo amortigua la detonación, sino que distorsiona cualquier registro y hace que los escáneres busquen en la dirección opuesta al tirador. Aunque en un sitio tan remoto como ese, ni siquiera eso importa. Si la información es correcta, estará solo.
—Tendrás que salir deprisa de allí. Cruzar otra vez la frontera, quiero decir.
—Siempre voy rápida, tío Georg.
—Ese silenciador es el último accesorio que podré conseguirte. No hago más que aumentar el riesgo cada vez que adquiero material nuevo. Nuestro cliente se ocupó de encargármelo, pero no me gusta involucrarlos a ellos. No controlo la cadena de suministro y podrían endilgarnos un equipo rastreable.
—Entiendo. ¿Tienes los detalles de los otros encuentros?
El hombre le pasó un lápiz de memoria.
—No acabo de acostumbrarme a esta tecnología. Me siento como si viviera en el futuro y yo no formase parte de él. ¡Toda esa información almacenada en una cosa tan insignificante! Si hubiéramos tenido estos chismes entonces habríamos podido destruir todos nuestros archivos antes de que la chusma les pusiera las manos encima. —Suspiró—. Tú nunca me haces preguntas. ¿Por qué no me preguntas nada?
—¿Preguntarte qué?
—Por qué han de morir. ¿No sientes curiosidad?
—Tú nos enseñaste a no tenerla. No es asunto mío. Mi trabajo es completar el encuentro. Pero sí, a veces, cuando me estoy preparando, observándolos… Es como meter la nariz en sus vidas, y algunas veces me pregunto por qué esa persona debe ser eliminada. Pero tampoco mucho. Me limito a hacer mi trabajo. —Le acarició el pelo gris—. Te preocupas demasiado, tío Georg. ¿Recuerdas cómo nos enseñaste a aprovechar cada momento de placer?, ¿a disfrutar del tiempo entre un encuentro y otro?
—Sí. Lo recuerdo. ¿Disfrutas de tu vida?