Drescher se levantó.
—Muy bien, aunque eso está de más… Ningún intruso pondrá jamás sus ojos en los archivos de la Stasi.
Junto a la costa de Jutlandia,
Dinamarca
Agosto de 2002
G
oran Vujačić observó a la chica rubia tendida lánguidamente en una tumbona de popa. Sus miembros eran largos y ágiles, pero en sus caderas no se apreciaba esa delgadez huesuda y masculina de la otra chica. A Vujačić le gustaba que sus mujeres parecieran mujeres. Dio un trago a su cerveza helada, un lujo en aquel día tórrido. Hacía calor de verdad. Vujačić no había previsto esa temperatura. El clima del norte de Europa no le entusiasmaba; se sentía a sus anchas en medio del bochorno mediterráneo del Adriático, o bajo el sol abrasador de un verano balcánico. Pero hoy resultaba que hacía buen tiempo, y así podía mirar cómo se zambullían las chicas desde la popa del yate en las aguas del mar del Norte. Él se quedaría con la rubia. Sí, eso tendría que entrar en el trato, como gesto de buena voluntad comercial: que podría follarse a la rubia. Para eso estaban las mujeres, a fin de cuentas. Para eso y para adornar la cubierta con su belleza.
—Este cascarón debe haberte costado lo suyo —le dijo a Knudsen, pasando la mano por el cuero rojo y la teca barnizada del sofá empotrado de la cubierta. Vujačić, serbobosnio, hablaba con Knudsen, danés, en la lengua internacional de los negocios, en inglés. De los negocios y el crimen organizado.
—Valía unos cinco millones de euros. Pero me las arreglé para sacarlo a precio de coste —dijo Knudsen, irónico—. Llegué a un acuerdo con el dueño. ¿Seguro que no quieres champán?
—Me conformo con la cerveza por ahora —dijo Vujačić, volviéndose otra vez para mirar a las chicas—. Quizá más tarde…
—Sí —dijo Knudsen—. Más tarde puedes soltarte un poco el pelo, ¿eh, Goran? Una vez que nos hayamos ocupado de todo.
Vujačić sonrió. Se sentía relajado, pero no tanto como para no haberse traído a Zlatko con él. Este permanecía en silencio detrás de ellos, sin nada que le protegiera del sol y sudando a mares con su camisa hawaiana. A Vujačić le divertía pensar que ahora le cubría las espaldas un croata; cómo habían cambiado los tiempos.
Knudsen, un danés alto con pinta de duro, estaba sentado con Vujačić en la lujosa zona reservada de popa. Un poco más allá, a suficiente distancia para que no oyeran la conversación, había varios miembros uniformados de la tripulación bajo la sombra de un toldo, esperando para servir el almuerzo. Vujačić inspiró hondo, como si inhalara el aroma a opulencia del yate.
—Te aseguro, Peter —dijo—, que esto es el principio de una bonita amistad. ¿Sabes por qué? Porque nos complementamos mutuamente: oferta y demanda. Lo que tú necesitas yo puedo proporcionártelo. Este pequeño negocio nuestro llegará a convertirse en la principal ruta de entrada de drogas duras en Escandinavia y Alemania del norte. Tú y yo, amigo mío, estamos a punto de volvernos muy, muy ricos. En tu caso, aún más rico. Quizá yo también me compre un yate como este. Si me encuentras uno a precio de coste… —Vujačić le sonrió a la rubia—. Y también algunos de los accesorios…
—Dime, Goran —dijo Knudsen—, ¿seguro que lo tienes todo bien atado? Me refiero al tema de la distribución. He oído que has tenido problemas con algunos de tus competidores.
—Ya no. Todos los problemas que hubo quedaron solventados antes de que contactásemos. Te expliqué en nuestro primer encuentro que tenía el control total de la red de distribución. Y sigue siendo así. Tuve que arreglar las cosas para que varias personas se retirasen del negocio de forma permanente. Por desgracia, me vi obligado a ser más discreto de lo normal, así que me salió un poco más caro de lo previsto.
—¿Contrataste a alguien de fuera? —preguntó Knudsen.
Vujačić no respondió al momento. Dio un sorbo de cerveza sin apartar la mirada del enorme danés, como sopesando hasta qué punto podía confiar en él. Sabía que Knudsen era rico y estaba bien conectado. Lo había investigado todo acerca de él. Pero Vujačić había combatido en la guerra; con frecuencia en guerras en las que no tenía por qué estar combatiendo, y la experiencia le había enseñado a dividir a los hombres en dos grupos bien definidos: los combatientes y todos los demás; del mismo modo que las mujeres se dividían entre las que te follarías y las viejas. Knudsen le mosqueaba. Andaba por los cuarenta largos, quizá ya tenía los cincuenta años, pero no se le veían signos de que se hubiera ablandado; no parecía embotado por la buena vida. Claro que quizás eso se explicaba sencillamente porque acudía a un gimnasio caro.
—Ya sabes que tengo un socio… otro socio —dijo Vujačić al fin, echándose hacia delante y bajando la voz. Aquello ni siquiera debía oírlo Zlatko.
—Sí, ya, tu otro socio. —Knudsen frunció el ceño—. Eso sigue sin gustarme, Goran. Lo de no saber quién es ese tercero.
—Pero a ti no te afecta, amigo mío. Mis negocios con ese socio no tienen nada que ver con lo que estamos haciendo aquí. Así como tú no sabes nada de ellos, ellos no saben nada de ti. Son asuntos diferentes. Yo atiendo tus necesidades farmacéuticas, mientras que para mi otro socio soy, vamos a decir, una especie de consultor de reclutamiento. —El serbio se rio de su propio chiste—. Y además, la relación entre nosotros es más entre iguales. Nuestra pequeña empresa, por sustanciosa que nos resulte, sería una mierda para mi otro socio. Estamos hablando de un pez gordo. Gordo de verdad. Ellos juegan una partida mucho más grande que nosotros, Peter. Y juegan más fuerte. Apuestas que ni siquiera tú podrías cubrir.
—¿A qué juego te refieres?
—No son drogas, si eso es lo que te preocupa. Como te digo, yo les proporciono… —Vujačić se pasó la mano por las cerdas de su cuero cabelludo, casi rapado al cero, mientras buscaba la palabra más adecuada—… trabajadores. Pero bueno, aunque supiera de qué va todo, que no lo sé, no podría contártelo. Como te decía, tuve que resolver algunas dificultades con mis competidores. Y mi otro socio conoce a un profesional. El mejor del mercado, según parece.
—¿Un asesino a sueldo?
—Sí. O una asesina, si hay que guiarse por su nombre cifrado —Vujačić se inclinó aun más hacia el danés, susurrando apenas—: Valquiria. Pero ¿qué mujer sería capaz?, ¿eh, Peter? El tal Valquiria tiene su base en Alemania. En Hamburgo, según parece. Y está considerado, o considerada, como el mejor asesino a sueldo del mundo.
—¿Mejor que el mexicano? —preguntó Knudsen.
—¿Carlos Ramos? Lo último que he oído es que dejó el negocio. Pero sí. Al menos tan bueno, si no mejor. Podría haberme encargado yo mismo; Dios sabe que me ocupé de muchas cosas allá por los años noventa en mi tierra… —Vujačić echó una ojeada hacia atrás, como para asegurarse de que Zlatko no podía oírle, y enseguida volvió a mirar al danés—. Pero este pequeño ejercicio requería un poco más de sutileza, para que me entiendas. Así que ese Valquiria se ocupó de atar los cabos sueltos y se las arregló para que la mayoría parecieran accidentes o suicidios. Los polis solo están investigando dos. Un trabajo impecable de verdad, limpio. En fin, lo importante es que no has de preocuparte por el lado de la distribución.
—Está bien —dijo Knudsen—. Si tú lo dices, Goran. ¿Listo?
—Listo. —Vujačić se volvió y le hizo un gesto a Zlatko. El gigantesco guardaespaldas croata puso un maletín en la mesa, frente a su jefe, que sacó un delgado portátil negro. El serbio tecleó una clave y abrió la página de un banco seguro online.
—¿No es una maravilla el Bluetooth? —Sonrió.
Knudsen llamó a la rubia con una seña. Ella, envolviéndose en una bata, se acercó y le tendió un teléfono móvil. Hizo un par de llamadas, ambas muy breves.
—Mi contacto ha entregado la mercancía —dijo Knudsen, devolviéndole el móvil a la chica.
Vujačić cerró el portátil.
—Y la transferencia de fondos está confirmada. —Sonrió otra vez a la rubia, clavando los ojos en su bata casi transparente y resiguiendo sus curvas—. Quizá podríamos celebrarlo. Montar una fiesta. ¿Te apetece una fiesta, preciosa?
—Pregúntale al jefe —dijo ella—. El yate es suyo.
—¿Todo lo que hay aquí es tuyo? —preguntó Vujačić a Knudsen.
El danés se levantó y les hizo un gesto a los miembros de la tripulación, que seguían aguardando bajo el toldo.
—Ya podéis servirle.
Vujačić no tuvo tiempo de reaccionar.
La tranquilidad quedó bruscamente hecha trizas por una docena de voces que le gritaban y ordenaban que no se moviera. Los tripulantes habían sacado armas automáticas del carrito de la comida al tiempo que las puertas de la bodega se abrían de golpe, dando paso a una serie de figuras armadas hasta los dientes con uniforme negro y chaleco antibalas. Vujačić oyó a su espalda que inmovilizaban a Zlatko en la cubierta. No tenía nada que hacer. Instintivamente, movió las manos hacia la Beretta que llevaba en la cinturilla, bajo la camisa, pero se frenó enseguida, consciente de que la jugada podía costarle la vida.
—Buen chico… —le susurró la rubia en inglés, clavándole el cañón de su automática en la papada fláccida y cubierta de puntitos negros—. ¿Querías joder conmigo, eh, Goran? Pues he de darte una noticia, pedazo de mierda. El que está jodido eres tú.
L
a estructura de Hamburgo era única. La textura misma de la ciudad parecía urdida con ladrillo rojo. De hecho, se decía que los artesanos que habían erigido edificios como aquellos no los habían construido, sino tejido con ladrillo.
Martina Schilmann levantó la vista hacia la estrecha fachada de ladrillo de Davidwache, la comisaría de policía más famosa de Alemania. Se alzaba en el corazón de Sankt Pauli, el barrio rojo de Hamburgo, y además de ser una comisaría en pleno funcionamiento era un monumento nacional protegido por el Estado. Martina había pasado allí seis de sus quince años en la Polizei de Hamburgo, luego había cambiado de destino, había ascendido y, finalmente, se había retirado.
Mientras permanecía allí, en el ambiente frío y húmedo de la noche, aguardando a que una celebridad británica de segunda saciara la lasciva curiosidad que le inspiraba la Reeperbahn, la llamada «calle del pecado», se preguntó por qué lo había dejado. Había sido una figura en alza en la Polizei de Hamburgo, pero quería más, y montar su propia empresa había sido su manera de conseguirlo. Ahora, a los cuarenta años, lo tenía todo: dinero, prestigio, éxito. En ese momento, sin embargo, mientras contemplaba la fachada de ladrillo de Davidwache, le vinieron a la memoria los seis años que había pasado allí. Una época magnífica. Un equipo magnífico.
Martina se ajustó el auricular de la radio TETRA disimulada en su oído y apretó el transmisor PTT del micrófono que llevaba en la solapa.
—¿Dónde demonios está?
—No sé, jefa. Estoy en Gerhardtstrasse —respondió Lorenz, el subordinado de Martina, con su marcado acento sajón—. Se ha metido en Herbertstrasse y aún no ha salido.
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no has ido con él? Te he dicho que no lo perdieras de vista.
No pudo disimular su frustración. Rodeó con pasó enérgico el flanco de Davidwache y cruzó la Davidstrasse hasta la entrada de Herbertstrasse. No pudo seguir adelante: una mampara de planchas de metal tapaba la vista, aunque permitía el acceso disimulado a la calleja. Es decir, lo permitía siempre que no fueras una mujer o un hombre menor de dieciocho años. Aquellos ochenta metros estaban vedados a las mujeres de Hamburgo, exceptuando a las prostitutas que trabajaban allí, en la Herbertstrasse, sentadas tras las puertas de cristal e iluminadas como trozos de carne en el escaparate de una carnicería. Había sido el gobierno de Hamburgo quien había costeado la construcción de mamparas metálicas a ambos extremos de la calle, pero la prohibición de entrada a las mujeres no la habían impuesto las autoridades, sino las propias prostitutas. Cualquiera de las que osara adentrarse en ese tramo tenía muchas posibilidades de que le acabaran tirando agua, cerveza e incluso orina por la cabeza.
—Me ha dicho que le esperase fuera. —Lorenz sonaba quejumbroso en la radio—. Que quería echar un vistazo por su cuenta. Ya sabe cómo son estos malditos famosos. Se creen que todo es un juego.
—Mierda. —Martina miró el reloj. El británico llevaba en la Herbertstrasse veinte minutos, lo cual significaba que se había ido con alguna chica—. Lorenz, entra y mira a ver si lo encuentras.
—Pero si está…
—Haz lo que te digo.
Fue entonces cuando Martina oyó gritar a una mujer. Al fondo, por detrás de Herbertstrasse.
J
an Fabel se había sentado en el sillón de cuero. Justo en el borde, echado hacia delante. Aún llevaba puesta la gabardina y sujetaba los guantes con una mano. Su postura decía a las claras que se disponía a marcharse, aunque acabara de llegar.
En tiempos, hacía mucho, Fabel había vivido en aquella casa de las afueras, en el barrio de Borgfelde. Cada habitación, cada tabla del suelo y cada rincón le resultaban familiares entonces. Aquel había sido el centro de su vida, su hogar. Naturalmente, ahora todo había cambiado: el mobiliario, la decoración, aquella televisión en una esquina.
—Tienes que hablar con ella.
Renate, sentada frente a él, había cruzado las piernas y se abrazaba a sí misma con aquella pose defensiva que aún recordaba. No tenía el pelo del mismo tono castaño rojizo de entonces, cuando la conoció y se casaron, y Fabel sospechó que ahora se lo teñía. Todavía era una mujer guapa, pero las arrugas alrededor de su boca se habían ahondado y le conferían a su rostro un aire vagamente mezquino. «Dios sabe —pensó—, que no tiene motivos para sentirse amargada».
—Hablaré con ella —dijo—. Pero no puedo prometerte nada. Gabi es una chica inteligente, una persona hecha y derecha. Y es perfectamente capaz de decidir su futuro.
—¿Me estás diciendo que te parece correcto? ¿Que lo apruebas?
—Daré mi aprobación a lo que Gabi decida. Pero preferiría que lo pensara mejor. Si al final es realmente lo que quiere hacer… —Se encogió de hombros con resignación—. No nos anticipemos; todavía tiene mucho tiempo para pensarlo. Y ya sabes cómo es: si tiene la impresión de que la presionamos, se emperrará y se mantendrá en sus trece.
—La culpa es tuya —dijo Renate—. Si no fueras policía jamás se le habría pasado por la cabeza la idea de entrar en el cuerpo. Gabi te adora, te considera un héroe. Es fácil parecerlo cuando eres solo padre a tiempo parcial.