La venganza de la valquiria (2 page)

Read La venganza de la valquiria Online

Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Y luego, naturalmente, había otras habitaciones: las que contaban con paredes acolchadas e insonorizadas, aquellas donde el dolor se convertía en un instrumento del Estado.

Pero esta era una sala para hablar.

Drescher conocía al hombre sentado que estaba sentado en la cabecera. Era el coronel Ulrich Adebach, que vestía de uniforme, igual que el teniente de cara aniñada que fumaba a su izquierda y tenía ante sí un paquete de cigarrillos Salem. Adebach era un hombre corpulento de cincuenta y tantos años, con el pelo gris severamente cepillado hacia atrás y una perilla al estilo (nada aconsejable) de Walter Ulbricht. En las hombreras lucía los galones de coronel. El comandante Georg Drescher, por su parte, no iba de uniforme: llevaba una chaqueta sport y pantalones de franela con un suéter de cuello alto, todo lo cual parecía sospechosamente de diseño y fabricación no nacional. Aunque, claro, como oficial del HVA
(Hauptverwaltung Aufklärung
), el departamento de inteligencia extranjera de la Stasi, disfrutaba de un nivel de contacto con el Oeste vedado a la mayoría de sus compatriotas.

Drescher no conocía al oficial sentado a la izquierda del coronel ni tampoco a la mujer mayor vestida con ropas civiles, y Adebach no se había molestado en presentarlos. Supuso que el joven teniente, a quien el uniforme le venía holgado especialmente en el cuello, era el ayudante de Adebach. El aire de la sala estaba teñido de azul por el humo de los cigarrillos, y Drescher reparó en que el ayudante encendía otro Salem en cuanto apagaba el anterior.

Mientras esperaban a que la joven agente del Regimiento de Vigilancia terminara de servir el café y abandonara la estancia, Drescher contempló el retrato lúgubre y ceñudo del ministro de Seguridad Erich Mielke. Si el secretario general Honecker era el Tiberio de Alemania del Este, Mielke era su Sejano.

Drescher reprimió una sonrisa. El humor y la imaginación no eran atributos apreciados en un oficial de la Stasi. Y mucho menos el callado sentimiento de rebelión interior que le asaltaba a menudo. Ocultaba esos aspectos de su carácter cuando estaba en presencia de sus superiores, y siempre que había alguien delante. Su único modo de rebelarse consistía en componer mentalmente caricaturas que nunca se habría atrevido a plasmar en papel: en ellas se imaginaba a sus superiores desnudos y en situaciones embarazosas.

La soldado del Regimiento de Vigilancia terminó de servir el café y salió de la sala.

—¿Qué insinúa? ¿Va a decirme que tiene objeciones morales a esta operación? —preguntó el coronel Ulrich Adebach, desbaratando así el cuadro mental que Drescher había dibujado del gordo y triste Erich Mielke, totalmente desnudo salvo por un tutú de bailarina, sonriendo como una colegiala mientras el secretario general Honecker le zurraba en las nalgas.

—No, camarada coronel. No morales, sino prácticas. Todas estas niñas parecen muy jóvenes. Estamos hablando de tomar a unas crías inmaduras y de imprimirles un rumbo inmutable… enviándolas a cumplir misiones peligrosas y complejas, totalmente aisladas de una estructura de mando directa. —Drescher sonrió con amargura—. Yo mismo tengo tres sobrinas, y sé lo difícil que es conseguir que ordenen su habitación. No hablemos ya de llevar a cabo misiones peligrosas.

—El margen de edad va desde los trece hasta los dieciséis. —Adebach no le devolvió la sonrisa—. Y no serán desplegadas sobre el terreno en bastantes años. Quizá deba recordarle, comandante Drescher, que yo combatía contra los fascistas cuando tenía exactamente la misma edad que estas jóvenes.

«No, no tiene que recordármelo —pensó Drescher—; me lo ha contado cada vez que se le ha presentado la ocasión de meterlo en la conversación, aunque fuese con calzador».

—Quince —continuó Adebach—. Tenía quince años cuando me abrí paso por las calles de Berlín luchando con el Ejército Rojo.

Drescher asintió, aunque preguntándose cómo habría sido la experiencia de matar a otros alemanes y de mantenerse al margen mientras sus compañeros de armas violaban a innumerables mujeres alemanas. O quizá sin mantenerse al margen.

—Con todos mis respetos, camarada coronel —dijo Drescher—, se trata de chicas jóvenes. Y no hablamos de combates, del calor de la batalla.

—¿Ha leído el informe?

—Por supuesto.

—Entonces sabrá que hemos elegido con todo cuidado a esas doce chicas. Todas cumplen una serie de requisitos básicos. Cada una de esas jóvenes posee una habilidad atlética o deportiva, presenta una inteligencia por encima de lo normal y ha mostrado, por un motivo u otro, cierta desconexión en lo que se refiere a sus emociones.

—Sí, lo he visto en el informe. Pero esa desconexión, como usted la llama, se ha producido en gran parte a causa de algún trauma psicológico en su pasado. Debo decir que se las podría describir como… perturbadas. Son niñas problemáticas.

—Ninguna de las chicas padece un trastorno mental. —Era la mujer mayor la que había respondido esta vez. A Drescher no le sorprendió oírla hablar el alemán con acento ruso—. Ni tampoco son realmente sociópatas. Por su experiencia, sin embargo, o quizá de un modo innato, son menos sensibles desde el punto de vista emocional que sus compañeras.

—Ya veo —dijo Drescher—. Pero eso difícilmente puede considerarse de por sí un mérito para lo que esperamos de ellas. Es decir… ¿cómo podría expresarlo? Sé que vivimos en la sociedad ideal en cuanto a igualdad de géneros y oportunidades, pero no hay duda de que el varón… bueno, el varón es más agresivo. Los hombres son más proclives a la violencia. Matar les sale de un modo más natural.

Adebach sonrió con ironía y se puso de pie. Caminó alrededor de la mesa y se detuvo detrás de la mujer.

—Quizá debería presentarles —le dijo a Drescher—. Esta es la doctora comandante Ivana Lubimova. Nos la han asignado nuestros camaradas soviéticos. La comandante Lubimova sirvió también en la Gran Guerra Patriótica: combatió con la Setenta División del Rifle y recibió entrenamiento con armas especiales en Buzuluk.

—¿Francotiradora?

—Treinta y tres muertos confirmados —dijo Lubimova inexpresivamente.

—¿Y ahora es usted médico del ejército? —dijo Drescher, pensando en los treinta y tres alemanes muertos.

—Psiquiatra. Y no del ejército.

—Entiendo —dijo Drescher, deduciendo sin más que la matrona rusa no había venido de muy lejos: seguramente de Karlshorst, inmediatamente al sur de Lichtenberg. El cuartel general del KGB.

—Estoy especializada en la psicología del combate —explicó la rusa—. Lo que usted ha dicho es cierto, en efecto: las mujeres son mucho menos propensas que los hombres a matar en un arrebato. La gran mayoría de los asesinatos que se perpetran en todo el mundo los cometen hombres impulsados por la furia, los celos sexuales o el alcohol. O por cualquier combinación de estos elementos. Y también tiene usted razón al decir que los soldados varones se comportan más agresivamente en primera línea, en especial en el combate cuerpo a cuerpo. Sin embargo, cuando se trata de matar a sangre fría, de un homicidio planeado y premeditado, entonces el péndulo se desliza hacia el otro lado. Las mujeres que matan lo hacen con frecuencia calculadamente y por motivos distintos a la rabia o el despecho: pueden llegar a ser incluso bastante abstractos. Por eso muchas de mis camaradas mujeres resultaron ser excelentes francotiradoras. Por eso estas chicas son perfectas para lo que hemos planeado.

—No sé —dijo Drescher—. Matar es solo una pequeña parte del asunto. Estas chicas… estas mujeres… tendrán que vivir totalmente aisladas de sus mandos.

—Ahí es donde interviene usted, comandante Drescher. Usted tiene gran experiencia en la Sección A —dijo Adebach, refiriéndose a la unidad de instrucción de la HVA de la Stasi, que se ocupaba del entrenamiento de los espías de Alemania del Este—. Usted dirigirá al grupo de instructores que adiestrarán a estas chicas en un amplio abanico de técnicas. El tipo de técnicas que necesitarán para infiltrarse en el Oeste y pasar totalmente inadvertidas. —Volvió a sentarse.

Drescher bebió un sorbo de café y sonrió: Rondo Melange. A él le gustaba el buen café. Había probado los mejores de todo el mundo —en Copenhague, en Viena, en París, en Londres—, pero ninguno podía compararse para él con el Rondo. Era una de las pocas cosas que le había salido perfecta a la monolítica industria de la RDA.

—¿A qué se refiere exactamente? —dijo.

Adebach hizo un gesto con la cabeza a su ayudante, que le tendió un expediente a Drescher.

—¿Conoce el término japonés
kunoichi
? Una
kunoichi
viene a ser el equivalente femenino del
ninja
varón. Tanto las
kunoichi
como los
ninja
fueron adiestrados como asesinos consumados, pero en su preparación se reconocía que el género jugaba un papel en el modo de realizar sus respectivas misiones. Las
kunoichi
dominaban todas las técnicas de combate sin armas, pero también se las instruía en el arte de la seducción. Eran grandes expertas en el cuerpo humano, tanto para hacerlo reaccionar de modo erótico como para saber encontrar sus puntos débiles, es decir, para matar rápidamente y con un mínimo esfuerzo siempre que fuese necesario, dejando pocos o ningún indicio de violencia. Eran diestras en el arte de la simulación y la ocultación: se disfrazaban de criadas, prostitutas o campesinas, y sabían ocultar las armas o improvisarlas con objetos domésticos. Además, eran envenenadoras consumadas. Habían recibido una exhaustiva educación botánica y sabían improvisar una toxina mortífera a partir de la vegetación que tuviesen más a mano. Lo que pretendemos, comandante Drescher, es desarrollar nuestra propia fuerza de
kunoichi
e infiltrarla en lo más profundo de la estructura del capitalismo occidental. Estas agentes poseerán todas las habilidades de las
kunoichi
… pero también serán expertas en todas las modalidades de las armas modernas.

—¿Por qué? —preguntó Drescher—. Quiero decir, ¿por qué precisamente este tipo de operación? ¿Por qué ahora? ¿Y por qué se le pide a la Stasi que la lleve a cabo?

—Estoy seguro de que a la camarada comandante no le molestará que lo diga —Adebach hizo una seña en dirección a Lubimova—, pero lo cierto es que nosotros hemos alcanzado un nivel de penetración mucho más alto en los servicios de seguridad y los organismos públicos occidentales. Claro, contamos con una ventaja que ninguno de nuestros aliados del Pacto de Varsovia posee: hablamos la misma lengua que nuestro principal oponente.

Adebach encendió un cigarrillo Sprachlos y le dio una lenta calada.

—Respecto a la cuestión de por qué emprendemos esta operación ahora —dijo la comandante Lubimova, retomando el hilo donde el coronel lo había dejado—. Nos hacen falta nuevas estrategias para combatir a Occidente. Necesitamos utilizar un escalpelo, no un instrumento contundente. Como saben, acabamos de detener la mayor movilización de tropas de nuestra historia. A finales del pasado año, Occidente nos colocó al borde de una guerra nuclear a gran escala. Creemos ahora que la OTAN no llegó a comprender lo cerca que habíamos estado de lanzar un ataque preventivo para defendernos. La llamada Operación Arquero Capaz 83 resultó a fin de cuentas un simple ejercicio de la OTAN, pero supuso el mayor despliegue de armamento y fuerzas occidentales desde el final de la guerra. Los capitalistas fueron lo bastante estúpidos como para llevarlo a cabo con toda precisión y realismo, incluidas las transmisiones enviadas entre las distintas estructuras de mando, las cuales nosotros interceptamos. Por si fuera poco, nuestros sistemas de monitorización revelaron que la primera ministra británica Margaret Thatcher estaba continuamente en contacto cifrado con el presidente Reagan, a menudo varias veces al día. Lo que no sabíamos entonces, pero sí ahora, es que tales contactos estaban relacionados con la invasión por parte de los americanos de la isla de Granada, y no con los preparativos de una guerra mundial. Eran solo dos imperialistas riñendo por los derechos coloniales de un pedazo de tierra.

—Puedo asegurarle, comandante Drescher —dijo Adebach— que los hombres y mujeres corrientes de aquí o del Oeste nunca sabrán lo cerca que estuvimos de un cataclismo. Lo único que evitó una guerra nuclear generalizada fue la obtención y el análisis de datos secretos por parte de los servicios de inteligencia encubiertos. De ambos bandos, hay que decirlo. Solo por los pelos lograron nuestros agentes impedir que la Guerra Fría se pusiera al rojo vivo. Hemos de hallar, pues, nuevas formas de golpear al enemigo sin desatar una escalada militar. Su departamento ha obtenido grandes resultados a la hora de infiltrar en Occidente especialistas en recoger información. La experiencia del pasado año ha puesto de manifiesto hasta qué punto es poco práctico que utilicemos medios militares convencionales para atacarnos mutuamente. Si hemos de combatir a nuestro enemigo ha de ser en el «frente invisible». Estamos planeando diversas operaciones que aspiran a usar la información, el sabotaje y la subversión como nunca se había hecho hasta ahora. Y esta es una de ellas. Esas jóvenes se convertirán en armas infiltradas en lo más profundo del territorio enemigo. Tal vez permanezcan allí, en el Oeste, sin que hayamos de recurrir a ellas, o tal vez las utilicemos de modo continuado; eso dependerá de la situación política imperante. Lo principal es que, en caso necesario, puedan mermar seriamente las capacidades del enemigo o trastocar sus planes.

—¿Mediante el asesinato? —Drescher volvió a llenarse la taza de café—. Debo decir, camarada coronel, que ya contamos con los medios y el personal necesarios para eliminar a individuos en territorio enemigo.

—No estamos hablando de periodistas escandinavos o de algún astro del fútbol con tendencia a la infidelidad —dijo Adebach, echando un vistazo al retrato de Mielke—. Estoy hablando de la capacidad de matar a individuos clave, líderes incluidos, y de hacerlo, de ser necesario, sin levantar sospechas. Tenemos, por ejemplo, un plan para infiltrar a una Valquiria en uno de los grupos terroristas que patrocinamos en el Oeste.

—¿Valquirias? —Drescher apenas reprimió una sonrisa. Conocía la debilidad de Adebach por Wagner—. ¿Así vamos a llamarlas? No resulta un poco, hum… ¿wagneriano? Suena como si se hubiera tratado de una división especial de la Liga Nazi de Muchachas Alemanas.

—Es el nombre en clave que les hemos asignado —dijo Adebach muy serio—. Su misión, comandante Drescher, es dirigir al equipo de instructores que habrán de adiestrar a esas jóvenes. Doce chicas de las cuales solo tres serán seleccionadas finalmente para pasar a la acción. Y esas tres elegidas… Permítame expresarlo así: no habrá habido jamás tres asesinas, tres máquinas de matar más perfectas. Hasta que llegue ese momento, camarada comandante, usted será padre, madre, confesor, maestro y guardián de esas muchachas. Está todo aquí… —Adebach señaló con el mentón el expediente que Drescher tenía en las manos—. Lléveselo, pero no haga copias. El estatus de cada una de las chicas será el de un CE, un Colaborador Extraoficial, como muchos de sus agentes independientes. Quiero que me devuelva el expediente al final de esta semana. Todos los documentos personales de sus alumnas serán destruidos al completar la instrucción. No debe quedar ningún registro de la preparación y despliegue de estas agentes.

Other books

Emperor of a Dead World by Kevin Butler
Barging In by Josephine Myles
Death Run by Jack Higgins
A 1950s Childhood by Paul Feeney
Pay the Piper by Jane Yolen
Vatican Knights by Jones, Rick
The Little Red Hen by J.P. Miller
The Compass by Cindy Charity