Ella no había ido allí para eso. Estaba en la ciudad por motivos de trabajo, no para contemplar el paisaje ni para recrearse en reflexiones ociosas. Pagó el café y se marchó sin dirigirles ni una mirada más a la mujer y los niños.
El sol ya estaba bajo y la larga noche del invierno nórdico llegaría pronto. Enseguida oscurecería. La hora de su encuentro.
D
e acuerdo —dijo Fabel—. Trato hecho. Compartiremos la información. Pero debo añadir que por ahora el intercambio será en gran parte en una sola dirección. Es usted quien conoce los antecedentes. Lo único que yo tengo por el momento es una muerte que parece haberse producido por causas naturales.
—Como ya le he explicado —dijo Vestergaard—, Jens Jespersen era mi superior cuando estábamos en el Politiets Aktionsstyrke. Aprendí mucho a su lado en ese período. No creo que estuviera donde estoy ahora de no haber sido por él.
Fabel la observó atentamente, buscando algún signo de deshielo en aquella dama gélida. Si los había, eran demasiados nimios para poder detectarse. Vertergaard hablaba de Jespersen con respeto, incluso con un atisbo de afecto, pero no había la menor calidez en su voz.
—Hubo una gran redada antidroga hace seis años. Montamos una sofisticada maniobra de infiltración; o sería más correcto decir que Jens montó una sofisticada maniobra para hacernos pasar por traficantes y que le echáramos el guante a Goran Vujačić. Ya sabe, el señor de la guerra serbobosnio luego reconvertido en narcotraficante.
—Lo recuerdo —dijo Fabel—. Es curioso cómo la gente de ese tipo empieza con una especie de programa político o étnico y acaba abrazando con entusiasmo el mercado libre del crimen. Vujačić era un hijo de puta de cuidado en todos los sentidos. Está muerto, ¿no?
—Ya llegaré a eso. Pero sí, en efecto: murió hace cuatro años. Vujačić era tan rastrero como despiadado. Había sido miembro de una unidad de la policía serbobosnia y estaba directamente implicado en algunas de las atrocidades que se produjeron durante la guerra de Bosnia. A él no lo juzgaron en La Haya; no había pruebas suficientes. Pero el hijo de puta estuvo allí, en las masacres y los campos de violación. Como le decía, Jens Jespersen montó la operación y detuvimos a Vujačić. Pocos meses antes habíamos conseguido pillar en falta a un hombre de negocios danés, un tal Peter Knudsen, implicado en operaciones de exportación de droga. Jens llegó a un acuerdo con él y Knudsen colaboró para tenderle la trampa a Vujačić. Usamos el yate de Knudsen y Jens se hizo pasar por él. Organizamos tres encuentros en el yate y uno en Copenhague. Vujačić mordió el anzuelo. Era en el último encuentro, en el yate, donde el dinero había de cambiar de manos. Electrónicamente. Nos salió muy cara la operación, pero en principio pareció un éxito.
—¿Cómo es que Vujačić quedó libre? —preguntó Fabel.
—Por desgracia, Jens no había cuidado todos los detalles al milímetro y el equipo de abogados de Vujačić empezó a alegar que había incitación ilegal al delito. No le habría servido para librarse de la cárcel, pero los abogados consiguieron la condicional bajo fianza mientras se celebraba la vista, si bien le confiscaron el pasaporte y le prohibieron salir de Dinamarca. En fin, un pequeño desastre, para ser sincera. No solo yo le pasé por delante a Jens, sino que su carrera quedó estancada. Le acusaron de haber dejado un resquicio legal por el que Goran Vujačić podía acabar quedando libre. En todo caso, fue mientras Vujačić estaba en libertad condicional, y pendiente todavía de juicio, cuando alguien decidió liberar al Estado del peso del proceso judicial. Lo encontramos en los Jardines de Tívoli, sentado en un banco bajo la lluvia. Habían usado una lima pequeña y fina, o tal vez un cuchillo, para apuñalarlo en el corazón. Un trabajo muy profesional. Apenas había sangre y nos costó mucho encontrar la herida de entrada bajo el esternón.
—Supongo que se hacen muchos enemigos en ese ramo.
—Y también socios extraños —dijo Vestergaard. Se interrumpió mientras un camarero retiraba las tazas—. Y fíjese, así fue como empezó la obsesión de Jens con la Valquiria.
—¿La Valquiria?
Vestergaard alzó una mano para que la dejara continuar.
—Habíamos preparado a fondo aquel yate de lujo para tenderle la trampa a Vujačić. Lo habíamos equipado con micrófonos y cámaras ocultas para grabar toda la operación. Y entre el material grabado, aparecía Vujačić hablando de un tercer socio: un socio en la sombra que había financiado la venta de la droga y que esperaba llevarse la mayor tajada del pastel de los beneficios. Era a ese socio anónimo al que habríamos querido desenmascarar, en realidad.
—¿Y usted cree que fue él quien mató a Vujačić?
—Casi con toda seguridad. Vujačić era ante todo un negociador. A lo largo de los interrogatorios no dijo ni mu sobre la identidad de su capitalista. Él sabía que si la maniobra de alegar incitación al delito no funcionaba, siempre podría hacer un trato revelando su nombre. Pero, en fin, volviendo a la conversación que grabamos en el barco… Vujačić mencionaba que ese capitalista contaba con el mejor asesino a sueldo del mercado. Decía que él mismo, a instancias de su socio, había recurrido a los servicios de ese asesino para librarse de sus competidores. Y añadía que el nombre del asesino era Valquiria y que se trataba de una mujer. Aseguraba que, si las circunstancias lo requerían, esa asesina era una experta en hacer que las muertes parecieran accidentales o debidas a causas naturales. Ah, por cierto. Aquel hombre de negocios corrupto al que utilizamos para engañar a Vujačić también murió prematuramente.
—Por eso quiere que nuestro patólogo mire con atención si hay marcas de pinchazos o cualquier cosa fuera de lo común…
—Exacto. Pero Vujačić dijo algo más sobre la Valquiria. Y ahora es cuando se ponen las cosas interesantes para usted: dijo que ella estaba radicada aquí. En Hamburgo.
Fabel se arrellanó en el sofá de cuero. Echó una ojeada por el vestíbulo vacío y luego a través de las lunas de cristal que daban al canal del Alster.
—¿Usted lo cree?
—Jens lo creía. Pero, como digo, él no compartía su información como hubiera debido. Y por lo que he visto en el informe que me enviaron ustedes, su portátil y su cuaderno de notas también han desaparecido.
—A mí me sorprendió que viajase tan ligero de equipaje. Estábamos prácticamente seguros de que le habían robado el teléfono móvil. Pero no sabíamos con exactitud qué cosas traía consigo. Haré que empiecen a interrogar al personal.
Vestergaard meneó la cabeza.
—No vale la pena. Sus cosas no las ha birlado una limpiadora inmigrante. Fueron los asesinos quienes se las llevaron.
—Suponiendo que lo asesinaran. Pero, por lo que me dice, si su muerte fue obra de un criminal, todo apuntaría a esa Valquiria —dijo Fabel, sin parar de darle vueltas a la idea. Como jefe de la Mordkommission de Hamburgo, no era poca cosa que le dijeran que un asesino a sueldo internacional tenía como base de operaciones su propia ciudad.
—Sería la deducción más natural. Desde luego, puede ser que ese o esa Valquiria no exista. Y si existe tampoco es seguro que viva aquí. Podría tratarse simplemente de que la comunicación se canaliza a través de Hamburgo.
—A Jespersen no lo mató un canal de comunicación —dijo Fabel—. ¿Qué más tiene usted?
—He revisado hasta donde he podido los papeles de Jespersen en Copenhague. También su historial de Internet, etcétera. Tenía montones (y no exagero) de documentos sobre la policía y los aparatos de seguridad de la Alemania del Este; listas detalladas de antiguos oficiales de la Volkspolizei, como creo que la llamaban ustedes y, por supuesto, una cantidad ingente de documentación sobre la Stasi.
—¿Y usted cree que eso tiene relación con esa supuesta asesina a sueldo de Hamburgo?
—No lo sé. Tal vez no. Pero Jens estaba muy centrado en esta investigación. Oficialmente buscaba al asesino de Vujačić, pero su interés en el caso rayaba en la obsesión. Sea como fuere, había algunos nombres de antiguos miembros de la Stasi en los que parecía haber puesto un interés especial. Uno, sobre todo, un tal comandante Georg Drescher, parecía constituir el centro de sus investigaciones. Curiosamente, según lo que he visto, Drescher se desvaneció como por arte de magia en cuanto cayó el Muro. Trabajaba para el departamento HVA de la Stasi, el servicio de espionaje. Deduzco que en cuanto Drescher olió que cambiaba el viento en 1989 utilizó sus recursos en la Stasi para establecerse con una nueva identidad. Quizá incluso aquí mismo, en la Alemania occidental. Ahora bien, por qué tenía Jens tanto interés en Drescher, no lo sé. Después de leer sus notas, deduzco que era una figura esencial en el reclutamiento y entrenamiento de los agentes desplegados en el Oeste.
—¿Usted cree, pues, que esa Valquiria es una antigua agente de la Stasi?
—Sería lo lógico.
Fabel frunció el ceño. La idea de una mujer, ahora ya de mediana edad, dedicada a cometer asesinatos con tanta eficiencia no acababa de cuadrarle.
—No nos anticipemos. Veamos los resultados de la autopsia y después analizaremos todas las posibilidades. ¿Algo más?
—Varios nombres más. Notas sobre los contactos de Vujačić, ese tipo de cosas. Un par de detalles extraños también… ¿ha oído hablar de Gennady Frolov?
—¿El oligarca ruso?
—El mismo. Su fortuna personal está valorada en doce mil millones y medio. Jens había tomado muchas notas sobre él. Datos generales, no un dossier propiamente dicho.
—¿El capitalista de Vujačić?
—Lo dudo —dijo Vestergaard—. He averiguado un poco y, comparado con la mayoría de oligarcas, Frolov es una Blancanieves. Todo muy raro. Jens también tenía toneladas de información y de documentos corporativos de Vantage North, los diseñadores y constructores navales de Flensburg. Ellos construyeron el yate de lujo de Frolov, el
Snow Queen
.
—¿Seguro que no podría tratarse del socio oculto de Vujačić?
—No tiene lógica. El suministro de drogas en Escandinavia y el norte de Alemania es un negocio multimillonario, pero no deja de ser una miseria para gente como Frolov. El riesgo de una condena tendría para él mucho más peso que los beneficios.
Fabel se repantigó en el sofá, frotándose el mentón.
—¿Quién es Olaf?
—¿Olaf?
—Jespersen había anotado ese nombre en un bloc. ¿Sabe de quién podría tratarse?
Vestergaard arrugó el ceño.
—Conozco a montones de Olafs, y Jens conocía a muchos también. Pero no se me ocurre ninguno en particular.
—¿Había algo más de interés en los papeles de Jespersen?
—No. La verdad es que no. —Karin Vestergaard tomó su maletín y sacó una carpeta—. Pero quizás usted encuentre importante algo que se me haya escapado. Aquí hay una copia de todo.
Fabel se disponía ya a tomar la carpeta, pero ella la retuvo un momento con fuerza.
—He compartido con usted toda mi información, señor Fabel. Entiendo que piensa cumplir su parte del trato…
—Ya le he dicho que cuenta con mi plena colaboración. —La irritación era evidente en su tono—. La mantendré informada de todo lo que suceda.
—Entonces seguro que nos llevaremos bien —dijo Vestergaard con una sonrisa desprovista de calor, y soltó la carpeta.
T
ras recoger su coche alquilado del parking municipal y salir de la ciudad, Birta se cuidó de arrojar el ticket por la ventanilla. Cuando devolviera el vehículo, no habría ninguna prueba de que había estado en Oslo; ni siquiera en Noruega. Había programado en el GPS del coche varios falsos destinos por los alrededores de Estocolmo, la suma de los cuales justificaría las distancias reflejadas en el cuentakilómetros. Durante el viaje, había respetado el límite de velocidad y todas las regulaciones de tráfico. Y como no había parado en un hotel y siempre había pagado la gasolina en metálico, no habría prueba alguna de que hubiese cruzado la frontera.
Birta encendió el equipo de música y la música de Wolfgang Haffner inundó el interior del vehículo. El jazz alemán y el paisaje invernal noruego encajaban a la perfección. Se arrellanó con placer en el asiento. Sus pensamientos, sin embargo, volvían una y otra vez a la mujer y los niños del café.
La casa de su cliente quedaba al norte de Drøbak, en pleno bosque, a orillas de un pequeño lago. Era el escenario perfecto para un encuentro. A Birta le constaba que trabajaba en casa; incluso había identificado el momento ideal de sus horarios.
Dejó el coche en un aparcamiento de Drøbak. Ya había comprobado al explorar el terreno que no tenía parquímetro ni estaba vigilado con cámaras. Se cambió en el asiento trasero, poniéndose tres pares de calcetines de lana, en parte para mantener el frío a raya, pero sobre todo para que las pesadas botas de hombre que se calzó a continuación le quedaran bien ceñidas. Llevar a cabo un encuentro en la nieve era una bendición y una maldición al mismo tiempo. Dejaría las huellas que quisiera, y donde ella decidiese. Pero tendría que cuidarse de no dejar señales involuntarias de su paso.
Birta se puso una parka oscura y ocultó su pelo rubio bajo un gorro negro de lana, comprobando que no quedaba ni una sola hebra a la vista. Se echó la mochila a la espalda y se colgó del hombro la correa del estuche del rifle; después salió del aparcamiento y se escabulló por la parte trasera del pueblo, de manera que no la vieran desde las casas.
Tardó media hora en llegar al punto donde el bosque se abría en torno al lago. En el extremo norte, las luces de una casa se reflejaban en el agua. Había tres habitaciones iluminadas, pero Birta sabía que el hombre estaría solo. Su esposa y sus hijos se habían ido a Frederikstad a visitar a unos parientes y no volverían hasta mañana, a la hora del almuerzo. Él se había quedado en casa para hacer las maletas y preparar su viaje a China, previsto para dos días más tarde.
Birta fue avanzando entre los árboles y rodeando el lago hasta llegar al sendero de acceso, que describía un amplio arco y terminaba en la entrada de la casa. El sendero había sido despejado y la nieve se acumulaba a ambos lados en montículos de un metro. Empezó a bordearlo caminando hacia atrás y borrando sus huellas a medida que se desplazaba, hasta encontrar un trecho donde el montículo no era tan alto. Lo cruzó de un salto y aterrizó en el sendero. A partir de allí ya no se encontraría ninguna huella. Antes de aproximarse más a la casa, se bajó del hombro el estuche del rifle, desenrolló el lienzo de lona y extendió las piezas para ensamblarlas.