Se puso de pie y calculó mentalmente en qué punto del pasillo se encontraba y cómo había llegado allí. Midiendo la distancia forense.
Encuentro concluido.
Condujo de vuelta durante toda la noche. Caían ráfagas de nieve, pero las autopistas habían sido despejadas. Se arrellanó en el confortable asiento del vehículo y encendió el equipo de música. Quería relajarse, pero tampoco demasiado, no fuera a cometer un error que pudiera llamar la atención sobre ella. Volvió a cruzar la frontera sueca por una carretera sin aduana y se dirigió a Estocolmo. Por la mañana, devolvió el coche en el aeropuerto Estocolmo-Bromma y luego fue al parking del mismo aeropuerto, donde estaba su coche de matrícula danesa. Mientras lo hacía Birta Hennigsen, que solo había existido como identidad durante poco más de treinta y seis horas, empezó a desvanecerse.
F
abel se dirigió temprano al Präsidium de policía, atravesando Winterhude justo cuando salía el sol. El cielo se veía despejado y la nieve estaba crujiente de escarcha. A Fabel le encantaba ese panorama: desde niño había preferido el invierno.
Al llegar a su despacho, revisó el e-mail interno y encontró un recordatorio de Van Heiden sobre la conferencia acerca de la violencia contra las mujeres. Otro recordatorio. Fabel tecleó una breve respuesta, diciéndole a Van Heiden que necesitaba reunirse con él urgentemente. También envió mensajes a Anna y Werner para que fuesen a verle en cuanto llegaran.
Abrió un cajón, sacó el bloc de dibujo y lo desplegó sobre el escritorio. Se quedó mirando la extensión vacía de la hoja en blanco y suspiró. La cosa empezaba siempre así. Fabel había usado ese tipo de bloc de dibujo durante quince años de investigación criminal. Asesinatos únicos, múltiples, en serie. Nadie aparte de él veía aquellos cuadernos. Desde su punto de vista, este ejercicio no tenía nada que ver con el esquema de la investigación trazado en la pizarra del centro de coordinación; no formaba parte del trabajo en equipo: era solo un reflejo de sus procesos mentales. Aquellas páginas en blanco se llenarían de nombres, fechas y lugares, conectados con una maraña de trazos. Y al lado habría frases, recortes de prensa, citas de las declaraciones. E ideas. Ideas oscuras, horribles. En una ocasión, mientras investigaba unos asesinatos en serie, encontró el bloc de notas del asesino: páginas de una pulcritud obsesiva, pero plagadas de flechas que conectaban unas cosas con otras; llenas de palabras subrayadas, tachadas, rodeadas con un círculo, marcadas con un triple interrogante. Fabel se había quedado helado al comprobar cómo se parecían la metodología demencial del asesino y la suya propia.
Tomó un rotulador y escribió ÁNGEL en mayúsculas en la parte superior de la página, seguido de tres interrogantes. También anotó a uno y otro lado los nombres de las dos víctimas de Sankt Pauli. Después, remitiéndose a los informes oficiales y a su cuaderno de notas, empezó a trazar los elementos clave del caso. Mientras lo hacía, sin embargo, no dejaba de inmiscuirse en sus pensamientos otro caso: el de la muerte del policía danés. Trató de quitárselo de la cabeza. Ni siquiera era un caso propiamente dicho todavía, aunque Möller, el patólogo forense de Butenfeld, había prometido a regañadientes que tendría los resultados de la autopsia a la hora del almuerzo. Volvió a pensar en Karin Vestergaard. Era indudablemente muy bella y, sin embargo, no conseguía evocar del todo su rostro.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la aparición en el despacho de Anna Wolff y Werner Meyer. Cerró el bloc y volvió a guardarlo en el cajón mientras les pedía que se sentaran.
—Muy bien —dijo—. ¿Cómo van las cosas?
—Fui a ver al marido de Frau Dahlke —dijo Werner—. No resultó nada fácil. Era un tipo agradable, una familia corriente. No tenía ni idea de que su mujer llevaba una vida secreta.
—Supongo que tú no le informarías de la naturaleza exacta de esa otra vida, ¿no?
Werner frunció el ceño.
—¿Por quién me tomas? Aun así, la mujer tendrá muchas cosas que explicarle. Su marido confirma que estaba en casa la noche en que fue asesinado Westland. Entiendo que podemos dejarla libre.
—Una coartada conyugal no basta por sí sola —dijo Fabel—. Pero tampoco tenemos motivos suficientes para prolongar su detención. Además, estoy convencido de que los dos asesinatos de Sankt Pauli son obra de la misma persona, y sabemos con seguridad que Viola Dahlke no cometió el segundo.
—He hablado con todos los taxistas que trabajaron en la zona la noche de la muerte de Lensch —dijo Anna—; tres de ellos, mujeres. Ninguno lo recogió ni recuerda haberlo visto haciendo cola o tratando de parar un taxi. Así que parece que se trataba de nuestra asesina.
—Como si hubiese elegido como objetivo a Lensch o a alguien de su estilo —dijo Fabel.
—Pero eso no tiene sentido —dijo Anna—. Las víctimas elegidas hasta ahora son muy distintas. Westland era un personaje famoso, un extranjero de unos cincuenta años; Lensch un don nadie, un alemán de treinta y pocos. No veo que tuviesen nada en común, salvo que eran hombres y estaban en el Kiez.
—Quizá con eso le bastaba. Pero toda esta historia del taxi es extraña. Nadie tiene un coche de ese color, y menos un Mercedes clase E, a menos que esté en el negocio del taxi. Estamos ante una asesina muy preparada. ¿Por qué tomarse tantas molestias y elegir luego a la víctima al azar? —Fabel suspiró—. ¿Qué hay de las cámaras de vigilancia?, ¿habéis hallado algo?
—Hasta ahora, no. Tengo a ese agente tan macizo de Davidwache trabajando en ello.
—¿Por qué? —dijo Fabel—. ¿No deberías hacerlo tú misma?
—No estoy escaqueándome de nada. Lo que pasa es que Wangler ha trabajado cuatro años en esa zona. Se la conoce como la palma de la mano, incluida la localización de las cámaras. Ese Mercedes tiene que haber sido captado en algún punto, al entrar o al salir del distrito. Si alguien puede identificarlo, y hacerlo deprisa, es Wangler.
—Vale, vale. —Fabel alzó las manos a la defensiva—. ¿Has comprobado a Jürgen Mann? —preguntó, refiriéndose al testigo que se había prestado a declarar ante Carstens Kaminski.
—Sí —dijo Anna—. Todo correcto. Solo una condena por posesión de cannabis. Es de una especie en extinción, por lo visto.
—¿Qué quieres decir?
—Según Wangler…
—Tú nuevo mejor amigo —la interrumpió Werner.
—Ojalá… —suspiró Anna—. Bueno, según Wangler, cada vez van quedando menos bichos como Mann en el Kiez. Hoy en día, con todas esas cámaras en la Reeperbahn, por mucho que se suponga que están situadas estratégicamente, nadie quiere que lo vean entrar o salir de un burdel. Todo funciona con citas por teléfono, agencias de acompañantes y demás. Wangler dice que las chicas que hacen la calle han de esforzarse más que antes para encontrar clientes. Y además, hay un flujo continuo de mujeres ilegales que entran en la prostitución no regulada en otras partes de la ciudad.
—La mayoría, contra su voluntad —dijo Fabel.
—Quizá sí, pero si eres un depravado que paga por sexo —dijo Anna—, tampoco te preocupa demasiado si el pollo es de granja o de corral, para que me entienda. En todo caso, hay menos clientes en la calle. El Kiez está ahora infestado con todos los Armin Lensches del mundo, que no hacen más que emborracharse y meterse en líos. Por si sirve de algo, yo pienso que Mann es de fiar. El tipo cree de verdad que tuvo al Ángel frente a frente. Pero tampoco en su caso contamos con una grabación que respalde lo que dice.
—Muy bien. —Fabel hizo una pausa, arrellanándose en su silla—. Escuchad, tenemos a una invitada, una colega de Dinamarca. Le he pedido que venga esta tarde al Präsidium. Quiero que hables con ella, Anna. Tú también, Werner.
—¿Un trabajo de relaciones públicas? —dijo Anna—. Por supuesto que hablaré con ella. Todos sabemos que tengo dotes naturales como diplomática.
—No te pido que hables con ella por eso, Anna. Su nombre es Karin Vestergaard y es un alto mando de la policía nacional danesa. De mayor graduación que yo.
—¿Tiene algo que ver con el policía danés que murió de un ataque cardiaco? —preguntó Werner.
Anna intercambió con Fabel una mirada de complicidad.
—Que supuestamente murió de un ataque cardiaco —dijo.
—La Politidirektør Vestergaard tiene exactamente las mismas dudas que tenías tú, Anna. Y cuenta con algunas pruebas en que basarlas. Quiero que hables con ella, ya que fuiste la primera en recelar de la muerte de Jespersen.
—¿Fue un asesinato, entonces? —preguntó Werner.
—Lo sabremos a la hora del almuerzo, espero. Si Möller hace su trabajo.
—Möller podrá ser un gilipollas —dijo Werner—, pero es uno de los mejores patólogos con los que he trabajado.
—Frau Vestergaard nos ha hecho un par de indicaciones muy concretas. En fin, ahora no voy a entrar en esto, pero hay una serie de circunstancias muy serias en los antecedentes de Jespersen. Si aparece algo sospechoso en la autopsia, su muerte se convertirá en nuestro caso. Y si lo asesinaron, tenemos por delante una gran investigación con toda clase de ramificaciones. Lo más importante, Anna, es que tú lo descubriste. Buen trabajo.
—¿Y qué tal es? —dijo Werner—. La poli danesa, digo.
—Ponte guantes cuando le des la mano —dijo Fabel—. Se te pueden congelar los dedos.
E
s usted de la tele? —La vieja sonrió al preguntarlo; Sylvie Achtenhagen habría preferido que no hubiese sonreído. Sus dientes en ruinas parecían reclamar la atención de un arqueólogo, no de un dentista—. ¿Es eso lo que ha dicho? ¿Es de la tele?
—Sí, eso es… HanSat.
Sylvie sonrió con dulzura, como había aprendido a sonreír cuando quería sonsacar a alguien. Echó un vistazo más allá del solar cochambroso rodeado por una valla vencida. Estaban en el puerto, en el límite sur de Sankt Pauli. Al otro lado del Elba, unas máquinas enormes izaban los contenedores de una flota de buques de carga. El aire frío se veía surcado por el rítmico pitido de las grúas.
—No me suena de nada. No tengo tele.
La vieja hizo un amplio gesto con el brazo (tan amplio como lo permitían las numerosas capas de ropa que llevaba), abarcando el pavimento resquebrajado, los matojos de hierba, las botellas esparcidas por el suelo, un condón usado en un rincón.
—Me parece que arruinaría el ambiente que he conseguido crear. —Se rio entre dientes de su propio chiste—. Entonces, ¿está haciendo un reportaje sobre el Kiez?, ¿sobre esos asesinatos? Aquí fue donde encontraron al último, ¿sabe?
—Algo parecido. Y sí, ya sé que encontraron aquí a la última víctima. Por eso he venido a hablar con usted. ¿Este es su sitio habitual?
—Los polis ya me estuvieron preguntando. Se pusieron como locos cuando lo encontraron.
—¿Es su sitio habitual? —repitió Sylvie. «Ten paciencia. Sonríe. Ofrece dinero»—. Escuche, puedo pagarle la información. Pero solo si es buena. ¿Este es su sitio habitual?
—Es mi casa —anunció la vieja solemnemente—. ¿Cuánto?
—Depende. ¿Duerme en un albergue?
—A veces. Cuando hace frío. Otras veces duermo aquí.
—Hay sitios mejores que este, desde luego. En asuntos sociales la ayudarían a buscar un sitio.
—Ah, ya sé… —Otra risotada de dientes corroídos—. Me ofrecieron una villa en Blankenese, pero yo les dije que era demasiado vulgar para una persona de mi categoría.
Sylvie se encogió de hombros.
—Vale, la policía la interrogó. ¿Qué querían saber?
—Me preguntaron si vi algo la otra noche, cuando mataron a ese tipo. Les dije que no. Hacía demasiado frío, así que fui a dormir al albergue de la Cruz Roja. Estuve aquí bebiendo hasta eso de las once. Pero no vi nada. Luego me preguntaron si había visto un taxi por aquí. Conducido por una mujer.
—¿Un taxi?
—Sí.
—Dijeron que igual no llevaba letrero, de todos modos.
—¿Le explicaron por qué andaban buscando un taxi?
—Sí, a mí la policía siempre me explica las cosas. Comentan los casos conmigo. Soy como una asesora especial.
—Oiga, puede hacerse la lista o sacarse una pasta. Pero no ambas cosas.
La indigente encogió sus hombros acolchados de ropa.
—Solo bromeaba. No… no dijeron por qué.
—¿Algo más?
—Me enseñaron una foto. Digo yo que sería del tipo que habían matado. Nunca lo había visto, y eso contesté.
—¿Le dijeron el nombre del muerto?
—No. Dijeron que tenía unos treinta años y que no era muy alto.
—¿Hay alguien más que duerma por esta zona?
—No, queda demasiado lejos. Yo duermo aquí porque soy mujer. En otras partes no es muy seguro.
Sylvie miró a la indigente. Parecía tener ochenta años, pero quizá solo fueran cuarenta; un par más que ella. Se preguntó cómo podía terminar una mujer en semejante situación. Suponía que aquella vagabunda había visto —y experimentado— toda clase de horrores. Sylvie le tendió un billete de cincuenta euros.
—Gracias… —La mujer parecía encantada con el botín, bruscamente entusiasmada—. Oiga, venga mañana. Les preguntaré a los demás si vieron algo.
—Eso estaría bien. —Sonrió—. Hágalo.
Sylvie volvió a la Reeperbahn y aparcó cerca de la parada de taxis de Spielbudenplatz. A diferencia de la vagabunda, los taxistas que esperaban una carrera o se tomaban un descanso en el puesto de comida sabían perfectamente quién era Sylvie. Estaban deseosos de echar una mano, especialmente cuando ella insinuó que si sabían algo que valiera la pena volvería con una cámara para grabar sus declaraciones. Pero lo cierto era que no tenían mucho que ofrecer, aunque uno o dos le explicaron abiertamente todo lo que les había dicho la policía.
Con los fragmentos que había reunido, Sylvie dedujo que el tipo asesinado había sido recogido por un Mercedes clase E de color beis marfil, aunque la policía creía que se trataba de un falso taxi. Un montaje semejante, pensó, parecía casi cosa de profesionales. Los taxistas le contaron que ahora todos andaban buscando al falso taxi y a su conductor.
Ya que estaba en Spielbudenplatz, Sylvie pensó que valía la pena pasarse un momento por la Davidwache. Cuando preguntó si podía hablar con Herr Kaminski, la agente uniformada que había detrás del mostrador le dijo que estaba ocupado. Todo el día. Sylvie intentó sacarle alguna información adicional a la agente, pero fue en vano.
Al volver a subirse al coche sonó su móvil. Era Ivonne, su secretaria. La llamaba para decirle que la policía había revelado la identidad de la última víctima: Armin Lensch, de veintinueve años, empleado del grupo NeuHansa.