—No todos los hombres.
—No… no todos. Quizá. Pero es como si en un contexto militar se estableciera una nueva escala de valores, una moral distinta. La violación de guerra es un acto de humillación cultural y, a veces, como en Bosnia, de genocidio; o sea, un intento deliberado de destruir el acervo genético del enemigo dejando embarazada por la fuerza a la población femenina. En Bosnia fue tan obviamente una estrategia militar que la Unión Europea lo catalogó como un crimen contra la humanidad. Pero hay investigaciones que sugieren que hay otro aspecto en juego: que la participación en violaciones masivas es un mecanismo de cohesión entre los hombres de una comunidad militar. Existen pruebas (no lo bastante sólidas, más bien rumores y testimonios de oídas) de que Vujačić utilizaba la violación precisamente en este sentido. Por eso él era peor: lo racionalizaba y lo usaba como herramienta. Pero ya digo que no llegamos a demostrarlo ante un tribunal de justicia.
—Bueno, tal vez se las arregló para librarse del proceso, pero alguien se encargó de darle caza en Copenhague.
—Lo sé. Una muerte demasiado rápida. Al menos según lo que he leído. ¿Qué tiene que ver Vujačić con Jake?
—Nada —dijo Fabel, sonriendo—. Nada en absoluto. Solo que el nombre de Vujačić salió a la luz en relación con otro asunto. Y yo sé que participó en la guerra de Bosnia y que estuvo implicado en los campos de violación.
—Por desgracia, su caso está cerrado. Como digo, una muerte rápida de una cuchillada en el corazón no es castigo adecuado para todos los crímenes que cometió. Aunque comprendo por qué lo hicieron.
—En realidad, es probable que no tuviera nada que ver. Que se tratara de un ajuste de cuentas entre jefes de bandas rivales. —Fabel apuró su taza y se puso de pie—. Gracias por atenderme, Frau Meissner. Si recuerda alguna otra cosa que le parezca importante, e incluso aunque no se lo parezca, haga el favor de llamarme.
Le dio una tarjeta de la Polizei de Hamburgo con el número de la Mordkommission.
Meissner sonrió.
—De acuerdo.
H
amburgo es una ciudad de escasa altura. Con la sola excepción de la torre de televisión Fernsehturm, las cinco agujas de sus iglesias protestantes, la única catedral católica y el Rathaus dominan el horizonte del centro de la ciudad. Los urbanistas se han encargado a lo largo de los años de que no se construyera casi nada en el corazón de Hamburgo que rebase la altura de los edificios Kontorhaus.
Se había producido algún que otro grueso desliz, no obstante, y algún hotel monolítico se alzaba amenazador en los alrededores del centro. Pero, a diferencia de lo ocurrido en Frankfurt o Londres, no existía el menor intento de remedar una línea de rascacielos a la americana. En Hamburgo no habría ningún Canary Wharf. Los arquitectos se habían enfrentado, en cambio, al desafío creativo de levantar edificios espectaculares que casaran con el carácter y la historia de la ciudad. El edificio de la HanSat, situado en el barrio Neustadt, era uno de ellos. La reluciente sede del canal de televisión vía satélite, toda de acero y cristal, era el prototipo de las comedidas torres corporativas que podían encontrarse en Hamburgo; las ambiciones de rascacielos implícitas en el edificio habían sido severamente recortadas.
El despacho de Sylvie Achtenhagen quedaba en la tercera planta de las diez que comprendía el bloque. Sylvie acababa de llegar, después de grabar un reportaje para el programa de noche, cuando se abrió la puerta y apareció sin llamar Andreas Knabbe.
—¿Cómo estas? —preguntó Knabbe con su estilo habitual, que indicaba que le importaba un bledo cómo demonios estuviera ella o cualquier otro. Se sentó en el borde del escritorio.
—¿Qué puedo hacer por usted, Herr Knabbe? —Sylvie sonrió con el mismo grado de sinceridad.
—Acabo de ver el reportaje que has hecho para esta noche. El del tráfico de mujeres.
—¿Y?
—Está muy bien. Muy… —Knabbe hizo todo un alarde de buscar la palabra adecuada por el techo del despacho—. Muy valioso, diría yo. Pero ¿sabes…?
—¿Qué?
—Para serte sincero es… deprimente.
—Lo lamento. —La sonrisa de Sylvie se había convertido en un rictus forzado—. Tiene razón, seguramente no he destacado lo bastante el elemento cómico de ese tráfico de niñas de catorce años procedentes de Asia y Europa del Este que acaban vendidas y convertidas en esclavas sexuales.
—Puede ser. —La ironía de Sylvie Achtenhagen pasó de largo sin despeinar siquiera a Knabbe, quien lucía un sofisticado corte de pelo—. Simplemente me parece que ese no es nuestro terreno. Creo que este tipo de reportajes encajan mejor en canales públicos como la ARD o la ZDF. Lo que nosotros necesitamos es algo con un poquito de chispa. Ya me entiendes, como esa historia del Ángel de Sankt Pauli. Aquello sí que fue…
—Sí, ya sé. Ya me ha dejado bien claro que aquel fue mi momento de gloria. Estoy encima del tema, ¿sabe? Pero he de sacar también otras cosas.
—Quizá, Sylvie, y es solo una idea, quizá deberíamos dejar que probase otro con este episodio en particular…
Sylvie se puso de pie tan bruscamente que dejó a Knabbe desconcertado. Echándose hacia delante y pegando la cara a la suya, lo obligó a apartarse del borde del escritorio.
—No se atreva a quitarme esa historia. Le he dicho que estoy trabajando en ello. Y he hecho progresos. Cuando esta historia explote, seré yo quien la haga explotar. A lo grande. Y si pone a otra persona a hurgar en ello, me largaré y lo haré en otra cadena. ¿Está claro, Andreas?
Knabbe se la quedó mirando un instante. Consternado. Alarmado por lo que había entrevisto en su rostro.
—No hace falta acalorarse —dijo por fin—. Solo estaba pensando en lo que sería mejor.
—Lo mejor es que yo termine el trabajo. —Estaba calmada otra vez, pero aún quedaba cierto ardor tras la llamarada—. Le garantizo que será un auténtico bombazo.
—De acuerdo —dijo Knabbe, recuperando en parte la compostura—. Pero si la historia no acaba explotando…
—Lo hará. Se lo prometo.
Se hizo un silencio incómodo.
—Hablando del caso del Ángel, a lo mejor podría echarme usted una mano en un asunto —dijo Sylvie finalmente.
—¿Sí? —Knabbe reaccionó con suspicacia—. ¿En cuál?
—Su socia. La encantadora Frau Brønsted. O más en concreto, su corporación, el Grupo NeuHansa.
—¿Qué pasa con él?
—Bueno, la última víctima de la asesina de Sankt Pauli…
—¿El Ángel?
—Sí, digamos por ahora que se trata de la misma asesina que la otra vez. Esta última víctima del Ángel trabajaba para una empresa llamada Norivon Medioambiental. Al parecer, se trata de una filial del Grupo NeuHansa.
—¿Qué quieres que haga? —La suspicacia había desaparecido del tono de Knabbe.
—Que me concierte una cita con el director general de Norivon. Y tal vez incluso con Gina Brønsted. Pero no les diga que es sobre el asesinato de Lensch.
—Eso lo deducirán por sí mismos. No sé si Frau Brønsted te concederá una entrevista. Y tampoco sé si me gusta por dónde vas. El Grupo NeuHansa es mi socio principal, Sylvie. Y tanto si te gusta como si no, la televisión es un negocio.
—Confíe en mí, Andreas. No voy buscando una exclusiva sobre NeuHansa o Gina Brønsted. Solo necesito cierta información. Y créame, cuando saque esta historia, será una bomba. Una auténtica bomba.
—De acuerdo. Veré lo que puedo hacer.
Al quedarse sola, Sylvie se sentó y miró abstraída por la ventana del despacho, aunque sin ver la ciudad que se extendía bajo un cielo plomizo. El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos igualmente sombríos. Era una llamada a su número directo y no había pasado a través de la centralita.
—Hola, Frau Achtenhagen. —Era una voz masculina y se interrumpió para toser—. Disculpe. Creo que está usted investigando los crímenes de Sankt Pauli, ¿no?
—Sí. ¿Quién es?
—Si no le importa, preferiría no dar mi nombre. Al menos, por ahora. —Más toses.
—¿Sabe algo de los crímenes?
Procuró que no se le notase la irritación y el hastío en la voz. Siempre aparecía algún espontáneo que confesaba haber cometido los asesinatos del Ángel, o que conocía a alguien que, a su vez, conocía a otro que había dicho algo sospechoso; o bien chalados que recibían mensajes en sus contactos con el mundo de los espíritus, o que estaban convencidos de que su marido, su jefe e incluso su mascota eran el asesino.
—Sí. Sé mucho de los crímenes. Y de un montón de cosas. Y le aseguro que estará dispuesta a pagar por ello.
—Ya. Lo he oído otras veces.
—No, créame, Frau Achtenhagen. Tengo algo que debería ver. Algo grande de verdad.
—Mire, ya he oído esa historia muchas veces y siempre acaba resultando decepcionante. ¿Por qué no se deja de chorradas y me dice qué es exactamente lo que quiere venderme?
—Algo que no querrá que le venda a nadie más, eso seguro. Verá, yo tengo muy claro quién está detrás de esos asesinatos de Sankt Pauli.
—¿El Ángel?
—No, Frau Achtenhagen, ambos sabemos que no se trata del Ángel. O al menos de la asesina original. Tengo bastante claro quién mató a esos dos hombres el mes pasado y, desde luego, no fue el Ángel. Pero eso me lleva al otro punto, el más importante, y no dudo que pagará lo que sea para evitar que se lo venda a otro. Conozco la identidad del Ángel original. Sé el nombre de esa mujer, dónde vive, qué hace. Incluso sé por qué mató a todos aquellos hombres en los años noventa.
—¿De veras? ¿Y cómo lo sabe?
Sylvie revolvió entre los horarios de rodaje y las notas diversas que tenía esparcidas por la mesa hasta encontrar un cuaderno y un lápiz.
—Mi trabajo consistía en saber cosas sobre la gente. Yo trabajé para el ministerio de Seguridad del Estado de la República Democrática Alemana.
—¿Un antiguo miembro de la Stasi? ¿Y por qué demonios iba a pagarle a un agente de mierda de la Stasi para obtener información sobre unos asesinatos cometidos en Hamburgo?
—Porque soy un tipo con miras de futuro. Siempre lo he sido. Estaba destinado en el cuartel general del ministerio, en Berlín-Lichtenberg. Seguí allí hasta el 15 de enero de 1999. Había una multitud frente a las verjas, dispuesta a entrar por la fuerza, y todo el mundo se afanaba en destruir los expedientes. Cuando las trituradoras ya no dieron abasto empezaron a hacerlos trizas a mano. Era inútil. Había demasiados expedientes. Demasiados.
—¿Por qué me cuenta todo esto, Herr…? ¿Cuál es su nombre? Si quiere que le pague por su información, tengo que conocer su nombre.
—No, no tiene por qué. No soy tan ingenuo. Ustedes pagan continuamente a fuentes anónimas. Y ambos sabemos que no me pagaría a través de los canales usuales. Con todo, si ha de sentirse mejor así, puede llamarme Siegfried. Un nombre con bellas resonancias wagnerianas, ¿no? —Empezó a reírse, pero la risa se convirtió en un entrecortado acceso de tos cascada. «Eso es más que un resfriado o una gripe», pensó Sylvie—. Escuche lo que voy a contarle —prosiguió el hombre, jadeante, cuando la tos se apaciguó—. Como decía, mientras todos destruían documentos, yo me dediqué a pensar en el futuro y me llevé un expediente. No parece gran cosa y no contiene mucha información, aparte de una lista de nombres de un programa de entrenamiento. Un programa muy especial. Y ese expediente citaba además a las tres mejores alumnas. Las que lo superaron con éxito.
—Por fascinante que sea su historia —dijo Sylvie—, ¿qué diantre tiene que ver con los crímenes del Ángel?
—Todo. Uno de aquellos tres nombres es el del Ángel original; y deduzco que la asesina actual de Sankt Pauli debe de ser una de las dos restantes. Sé que querrá tener este expediente. Y estoy dispuesto a vendérselo. —Hizo una pausa—. Por 250.000 euros.
Sylvie Achtenhagen prorrumpió en una ruidosa carcajada.
—Está de broma. Ninguna historia vale tanto para la cadena. Y menos un expediente de los fisgoneos de la Stasi que aún no veo claro que tenga nada que ver con estos asesinatos. Todo eso es agua pasada. A nadie le interesa ya la Stasi y el HVA. —Hubo un silencio al otro lado de la línea—. ¿Hola? —dijo Achtenhagen.
—Si creyera que bromeo o que todo esto son sandeces, ya me habría colgado hace rato. Pero no lo ha hecho porque sabe que es la verdad. Quiero 250.000 euros. Si no me los consigue, le pasaré la información a otra cadena o a la prensa. Y a la policía. Usted hizo carrera con los asesinatos del Ángel, Frau Achtenhagen. ¿Va a permitir que otro le arrebate todo el protagonismo? La volveré a llamar en un par de días. Entre tanto, le daré algo a cuenta. Revise su e-mail.
La llamada se cortó.
Sylvie colgó el auricular y se lo quedó mirando como si fuera a darle alguna respuesta. Luego se volvió hacia la pantalla del ordenador y abrió la cuenta de correo del despacho. Tenía muchos mensajes, pero todos eran internos o relacionados con el trabajo; no había ninguno procedente de una fuente anónima. Esperó diez minutos y volvió a mirar. Todavía nada. Se le ocurrió que quizá se lo había enviado a su cuenta personal, pero desechó la idea casi en el acto: solo unos pocos amigos y colegas tenían su dirección privada. Aunque no perdía nada por echar un vistazo.
Allí estaba. Un mensaje de Siegfried.
Existían sistemas de rastreo de mensajes a través de la dirección IP, pero Sylvie sabía que si Siegfried era un antiguo agente de la Stasi se habría cuidado de borrar sus huellas. Podía haber abierto una cuenta gratuita en cualquier parte y enviado el mensaje desde un cibercafé o una zona WiFi. Achtenhagen lo abrió. No había texto propiamente, solo un nombre: Georg Drescher. Vio que había también un documento adjunto y lo abrió. Tres fotografías en color, escaneadas una junto a otra. Sin nombres. Cada una de una chica distinta de entre quince y veinte años, dedujo Achtenhagen. Eran fotos formales, de carné de identidad o pasaporte. A juzgar por el peinado de una de ellas, habían sido tomadas hacía veintitantos años. Dos de las chicas eran rubias; la tercera, morena, aunque con unos llamativos ojos azules. Había algo inquietante en sus rostros: un vacío aterrador. Era algo que iba más allá de la impersonalidad habitual de ese tipo de fotos oficiales. Los ojos de las tres parecían muertos, carentes de emoción. Sobre todo en el caso de la chica de en medio. Mientras Sylvie examinaba su imagen, sintió que se le revolvían las entrañas.
Siegfried le había dicho que una de esas chicas era el Ángel de Sankt Pauli. Y mientras pasaba de un rostro inexpresivo a otro, tuvo la convicción de que había dicho la verdad.