La venganza de la valquiria (26 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Por supuesto. Sé que a la familia le cuesta aceptar la idea del suicidio, pero Marianne Claasens se niega en redondo a creer que su marido se haya arrojado al vacío. Y no me parece una mujer trastornada por la conmoción que ha sufrido. No parece en un estado de negación. Está completamente segura de que su marido no se ha quitado la vida. Y esta nota…

—¿Qué pasa con la nota?

—Bueno, podría significar cualquier cosa. He intentado imaginármela fuera de contexto, como si no hubiera aparecido en el escenario de un suicidio. Hace pensar más bien en alguien que está dejando a su esposa, no a punto de suicidarse. «Quiero que sepas que nadie más ha intervenido en mi decisión». ¿Cómo iba a intervenir nadie más en su decisión de matarse? A mí me suena como si estuviera a punto de largarse con otra y quisiera mantenerla al margen.

Fabel reflexionó unos instantes mientras Schmale lo observaba con ansiedad, como el acusado que aguarda el veredicto del jurado.

—Una buena ocurrencia —dijo, sonriendo—. Lo de imaginarse la nota en un contexto neutro. Pero si no se trata de un suicidio, es un asesinato. Y si, como usted sospecha, él estaba a punto de dejar a su mujer, eso la convierte en la principal sospechosa. ¿Ha comprobado su coartada?

—Sí, Herr Kriminalhauptkommisar. Ella no estaba en las inmediaciones de la oficina. Y tiene una docena de testigos para demostrarlo. Se encontraba en una recepción en el hospital St. George, donde trabaja como especialista. Es oncóloga.

—¿Y Claasens?

—Como le decía, era agente marítimo. Tenía su propia empresa de transporte y trabajaba para grandes compañías de importación-exportación con sede en Hamburgo. Estaba especializado en el comercio con Extremo Oriente.

—¿Amistades sospechosas?

—No en su actividad profesional. Por lo visto, era uno de los hombres de negocios más respetados de Hamburgo. Y tenía ambiciones políticas, según parece. Estaba pensando en presentarse al senado. Esa es la otra cuestión: los suicidas no suelen tener planes de futuro.

—Dice que no había nada sospechoso en su actividad profesional. ¿Había algo en su vida privada?

—Por lo que he sabido, Claasens era un poco mujeriego. Otro motivo para darle una interpretación diferente a esta nota.

—Déjeme verla otra vez… —Fabel volvió a leerla de cabo a rabo—. Bueno, creo que quizá tiene algo entre manos. Pondré a un equipo para que trabaje con usted en el caso.

Fabel salió de la comisaría Klingberg dejando a Iris Schmale con una sonrisa radiante, como si le hubiera tocado la lotería. Era una chica lista, sin duda, aunque, a juzgar por las apariencias, nada indicaba que la muerte de Claasens no pudiera ser lo que parecía: el caso de un ejecutivo quemado que se lanza al vacío desde lo alto de su oficina. Sin embargo, mientras iba a recoger su coche bajo un cielo invernal que se cernía amenazador sobre el Kontorhaus Quarter, Fabel no podía librarse de un pálpito interior idéntico al que había sentido Iris Schmale. Un instinto de policía. Empezaba a oscurecer. Consultó su reloj y decidió llamar a Gabi. Ya habría vuelto del colegio.

—¿Qué tal,
dad
? —Su hija siempre lo llamaba «papá» con el término inglés. Le habría sonado extraño si lo hubiera hecho de otra manera.

—¿Estás libre?, ¿vamos a tomarnos un café?

—¿Cómo?, ¿ahora?

—A mí me iría bien hacia las seis. Podríamos comer algo. Si a tu madre no le importa.

—Ella trabaja hasta tarde. Le dejaré una nota. ¿En el Arkaden, como siempre?

—Sí, como siempre. Nos vemos allí.

5

F
abel se sentó en el café de cara al Alster. Ya había oscurecido demasiado para ver deslizarse a los cisnes por las aguas oscuras: lo que veía era su propio reflejo devolviéndole la mirada. Pensó que parecía cansado. Y envejecido. Habían empezado a aparecer hebras grises entre su pelo rubio, y se le veían más marcadas las arrugas alrededor de los ojos.

Permaneció sentado, dando sorbos al té que había pedido y esperando que llegase Gabi.

Dos mesas más allá había un grupito de chicas, apenas adolescentes. Por su aspecto, debían de ser estudiantes. Eran cinco, y bromeaban y reían con esa despreocupación de la que solo parecen capaces los jóvenes. Fabel descubrió que sentía envidia de ese ingenuo y expansivo entusiasmo por la vida que también él había sentido en otra época.

Sonó su teléfono. Era Anna Wolff.

—El osito de Jespersen —dijo—. Lo compró en una tienda de Hanseviertel. He hablado con ellos. El nombre de Jespersen no les suena, cosa que tampoco significa nada, teniendo tantos clientes a lo largo del día, muchos de ellos turistas extranjeros. Una cosa sí sabemos: pagó en metálico. No hay registro de que utilizara su tarjeta de crédito.

—Quizá lo compró en otro sitio —dijo Fabel.

—No. La tienda los encargó especialmente. Ellos mismos eligieron el diseño del jersey. Es el único lugar donde se vende ese modelo.

—El Hanseviertel… —murmuró Fabel.

—¿Cómo?

—Jespersen debió de almorzar en el Hanseviertel. Comprueba qué restaurantes y cafés tienen circuito cerrado de televisión y consigue las cintas del almuerzo de aquel día.

—Sí,
Chef
—suspiró Anna.

Fabel se lo dejó pasar.

—¿Alguna novedad sobre las grabaciones de la Reeperbahn? ¿Tenemos ya alguna imagen de ese falso taxi?

—Aún no.

—Pues ponte a buscar, por el amor de Dios. Es la única pista que tenemos.

Después de colgar, Fabel se volvió hacia la luna de la entrada para ver llegar a Gabi y solo miró una vez más a las chicas cuando ya se marchaban. Se fijó bruscamente en la última. Sus miradas se cruzaron un momento y ella pareció reconocerlo. Llevaba una roñosa chaqueta negra y la cabeza descubierta, con el pelo rubio recogido toscamente en una coleta. Fabel le sonrió débilmente, consciente de que debía conocerla, pero incapaz de ubicarla. Ella desvió la mirada de ese modo veloz pero natural, como si no lo hubiera visto, que cualquier policía reconoce en quien se esfuerza en pasar desapercibido.

Solo cuando todas las chicas habían doblado ya la esquina hacia Poststrasse, cayó Fabel en la cuenta de que se trataba de Christa Eisel, la joven prostituta que había encontrado a Jake Westland agonizando detrás de la Herbertstrasse. Hubo algo en aquel descubrimiento que lo deprimió. Era como si no hubiera sido capaz de reconocerla porque la había visto en su contexto apropiado. Ella estaba ahora donde debía: con amigas de su edad, charlando, riéndose de la vida. Le habría gustado saber cuántas de sus amigas estaban al corriente de su otra faceta. A lo mejor se trataba de eso. A lo mejor todo el mundo tenía una doble vida: otra cara para otro contexto.

—¿Qué tal, papi?

Fabel casi se sobresaltó cuando Gabi se dejó caer de golpe sobre la silla de enfrente. Se echó hacia delante y le dio un beso a su hija. Luego, sonriendo, le acarició la mejilla durante un momento.

—¿Estás bien, papá? —le dijo Gabi, inquieta.

—Muy bien, cariño —respondió—. Es que me alegro de verte. Siempre me pongo contento al verte… ¿Te he dicho alguna vez que me siento orgulloso de ti?

—Montones de veces, papá. ¿Me estás ablandando para leerme luego la cartilla?

La camarera se acercó e hicieron su pedido.

—¿Te ha explicado tu madre de qué quiero hablarte? —le dijo, una vez que se hubo retirado la camarera.

—Algo así. O más bien de lo que ella quiere que hables conmigo. —Gabi empujó una pizca de sal derramada sobre la mesa hasta convertirla en un montoncito—. Quiere que me saques de la cabeza la idea de entrar en la policía.

—Bueno, yo creía que me conocías mejor —dijo Fabel, indignado—. Y tú madre también debería. Te aseguro una cosa: yo no voy a meterte ni sacarte ninguna idea de la cabeza.

—Perdona, papá.

—Pero sí quiero que lo hablemos. Si es lo que deseas de verdad, te daré todo mi apoyo. Ahora, quiero que sepas muy bien dónde te metes.

—La verdad (no se lo digas a mamá) es que aún no me he decidido. Solo me lo estoy pensando, nada más. Lo que quiero hacer es estudiar derecho y jurisprudencia primero. Quizá criminología. Luego ya veremos.

—Me parece un buen plan, Gabi. Mantén todas las posibilidades abiertas.

—¿Cómo te sentirías si me alistara en la policía?

Gabi lo miró con toda seriedad y Fabel recordó por un momento aquella carita tan seria que ponía de pequeña cuando se concentraba.

—Ya te lo he dicho, Gabi. Es una decisión tuya.

—No es eso lo que te pregunto. Te pregunto qué pensarías.

Fabel se quedó un momento callado, mirando más allá de Gabi, hacia la esquina por donde había desaparecido Christa Eisel. Una chica solo unos pocos años mayor que su hija.

—Pienso que hay caminos peores; mucho peores. Pero no voy a decirte que no me preocuparía.

—¿Por el peligro que correría, quieres decir?

—Hay peligros físicos, desde luego. Pero también hay riesgos psicológicos. Algunas de las cosas que ves. Ciertas personas con las que has de tratar. Es toda una nueva dimensión de la vida con la que no te tropezarías normalmente.

—Tú te las arreglas.

—No tan bien como debería, para serte sincero. Por eso estuve a punto de dejarlo todo el año pasado.

—¿Te das cuenta, papá? Eso yo no lo sabía. Tú nunca me has hablado de tu trabajo.

—Lo siento. Tal vez debería haberlo hecho. Pero la verdad es que la mayor parte del trabajo policial es aburrido o deprimente. Mira mi puesto, por ejemplo. Es de los más altos que puedes llegar a tener en la policía, y a juzgar por lo que se lee y se ve en la tele, podría pensarse que ha de ser algo emocionante y glamoroso. Créeme, no lo es. El noventa y nueve por ciento… no, más del noventa y nueve por ciento de los asesinatos que investigo han sido cometidos por gente de bajo coeficiente intelectual, impulsada por la bebida o la droga, en los lugares más sórdidos e infectos que te puedas imaginar. La verdad es que el asesinato es algo vulgar; la mayor parte de los crímenes lo son. Los grandes cerebros criminales o los asesinos en serie geniales son muy escasos. La mayor parte de las veces acabas sentado frente a frente con una persona que, en muchos sentidos, no es más que otra víctima de su propio crimen. Los ves ahí sentados, como si se les acabase de pasar la borrachera, totalmente desconcertados, preguntándose cómo demonios han hecho para acabar en esa situación.

—No siempre, supongo.

—No… no siempre. Luego están los sociópatas, los violadores, los traficantes de drogas, los delincuentes profesionales que matan o mutilan por placer o por interés. Pero tampoco es como en la tele, Gabi. Esos son la escoria de la sociedad.

—Yo creo tener una perspectiva más sofisticada de lo que pareces pensar, papá. Vivo en el mundo real. No saco todas mis ideas de la tele.

—Vale. —Fabel le sonrió—. Ya sé que eres una chica inteligente, pero es importante que sepas en dónde te estás metiendo. Es un trabajo que te acaba afectando. Por duro o resistente que seas, en algún momento habrá algo que pueda contigo.

—¿Hablas de mí o de Maria Klee? Ya sé lo que le pasó. ¿Es eso lo que te preocupa? Dime, papá, y quiero que seas del todo sincero: ¿tendrías esta conversación conmigo si yo fuera un chico y no una chica?

—Sí. Sin la menor duda. Eso no tiene nada que ver. Aquí todo estriba en cómo eres, no en cuál es tu sexo. Algunas personas están hechas para este trabajo; otras no.

—¿Crees que yo lo estoy? —preguntó Gabi con una actitud no exenta de desafío. En ese momento, Fabel percibió en los ojos de su hija un atisbo de la fogosidad de Renate.

—No lo sé —dijo Fabel—. Hablo en serio. Incluso después de todos estos años, a veces dudo que yo esté hecho para esto. Lo que quiero es que mantengas abiertas todas las posibilidades. —Hizo una pausa un instante, sopesando cómo formular su siguiente pensamiento—. Tú sabes que nunca te he dicho nada malo sobre tu madre, ¿no?

—Lo sé. Y también que tenías motivos para hacerlo, pero no lo hiciste —dijo Gabi con expresión apenada.

—No pienso a empezar ahora, Gabi, pero lo que sí te digo es que no le permitas que te aparte del camino que elijas. Ni a mí tampoco. Eres tú quien decide, y sé que tu madre puede resultar a veces un poco…

—¿Amargada? —apuntó Gabi, anticipándosele—. La verdad es que no tardó en darse cuenta del error que había cometido. Desde su punto de vista, Ludiger nunca llegó a estar a tu altura. A pesar de todo su encanto, resultó ser un mal bicho.

—Nunca supe muy bien por qué rompieron. Debió de ser por otra mujer, supongo.

Gabi no respondió de inmediato.

—¿No lo sabes, papá? Él la maltrataba.

—¿Le pegaba?

—No a menudo. Ni tan brutalmente como para que se notara. Pero una sola vez ya es demasiado.

Fabel miró a fijamente a Gabi.

—No tenía ni idea… —Su expresión se ensombreció de golpe—. A ti nunca te puso la mano encima, ¿no? Porque si lo hubiera…

Gabi alzó la mano.

—Tranquilo, papá. No, no lo hizo. Créeme. Solo habría podido intentarlo una vez.

—El muy hijo de puta. —Fabel sacudió la cabeza con incredulidad—. Quiero decir, yo a Renate… nunca me la hubiera imaginado como una mujer maltratada.

—Bueno, con todo lo que acabas de decirme sobre tu trabajo… No sé, me parece una declaración muy ingenua viniendo de un policía. Tú deberías saber que no se puede identificar por su sola apariencia a una víctima de la violencia doméstica.

—¿Dices que fue ocasional?

—Creo que la cosa siguió la pauta habitual. Él empezó a ponerse cada vez más violento a la menor provocación. Y mamá debía de pensar que se lo había buscado y que tenía que apechugar con las consecuencias. Pero al final decidió echarlo de casa.

—¿Lo viste alguna vez pegándole?

—Uf, no. Se andaba con cuidado en este sentido. No lo supe hasta que me lo contó mamá, cuando ya todo había terminado. Entonces me dijo que ojalá no hubiera roto contigo; que, cuando estabais casados, a ella ni se le habría pasado por la cabeza que tú pudieras pegarle.

—Mierda —dijo Fabel—. No tenía ni idea…

—Bueno, quizá ahora entiendas mejor por qué siempre se está metiendo contigo.

La camarera reapareció con los platos. Mientras comían, se pusieron hablar de un modo más general: del colegio, los amigos, cómo iban las cosas en casa. Fabel siempre disfrutaba de la compañía de su hija y se alegró de pasar a temas más ligeros. Pero no dejaba de pensar en su ex esposa, Renate. Para ella, con lo decidida e independiente que había sido siempre, debía de haber sido degradante que Behrens la hubiera maltratado en su propia casa.

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