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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (27 page)

La idea lo apesadumbró. Se sorprendió también recordando la mirada que había intercambiado con la decidida e independiente Christa Eisel. Cada vez que pensaba en ella tenía un mal presentimiento.

6

U
te Cranz consultó su reloj antes de echarle una última mirada a la mesa cuidadosamente preparada. Robert Gerdes llegaría en unos minutos. Todo estaba listo, la mesa puesta y cada plato programado para llegar en el momento justo. Y la cocina, desde luego. Todo estaba preparado allí también.

Se acercó al espejo de cuerpo entero que había en el vestíbulo, junto a la puerta. Llevaba su pelo castaño rojizo recogido, los labios perfectamente pintados y un maquillaje impecable. Se había puesto un vestido sencillo y elegante: un modelo verde oscuro con un leve brillo lustroso. Por un momento le inquietó que pudiera darle aire de reptil, pero enseguida se rio de su inseguridad. El color y el brillo del vestido armonizaban con el tono cobrizo de su pelo y lo realzaban. Alisó la tela a la altura de las caderas y los muslos. Estaba espléndida.

Y si necesitaba una confirmación, se la brindó el propio Gerdes cuando llegó con exquisita puntualidad.

—Frau Cranz —dijo, en cuanto le abrió la puerta—, está usted radiante. —Recorrió con la vista su figura antes de detenerse en su rostro. Había en sus ojos una expresión risueña. De complicidad—. He traído esto… —Alzó un sobre grande de papel manila—. Los detalles del contrato. Seguro que no difieren de los suyos.

Tomando el sobre y dejándolo en la mesita del vestíbulo, Ute cogió la copa que había dejado allí a la espera de su llegada. Se la ofreció con una sonrisa.

—Una copita de Prosecco… Me ha parecido que estaría bien.

—¿Usted no me acompaña?

—Lo haré en un minuto —dijo, separando sus rojos labios y exponiendo una dentadura perfecta—. ¿Le importa ponerse cómodo? He de terminar un par de cosas en la cocina.

—Desde luego —respondió él con una graciosa reverencia.

Ute pensó que Gerdes tenía un aspecto casi aristocrático. Llevaba una americana cruzada, una camisa blanca de cuello almidonado y una corbata azul con finas rayas rojas. Había algo en él que le confería un aire de otra época, de un tiempo ya pasado.

Ella extendió el brazo hacia la mesa del comedor para indicarle que se sentara y, excusándose una vez más, cruzó el salón, entró en la cocina y cerró la puerta. Desde donde estaba sentado, Gerdes no podía ver nada de la cocina cuando ella entreabrió la puerta; ya lo tenía previsto. Ahora se detuvo un instante para repasar mentalmente todo lo que tenía que hacer. Luego abarcó la cocina de una ojeada, asegurándose una vez más.

Sí, estaba todo listo.

Permaneció un momento escuchando el borboteo de la sopa en el fogón y el leve zumbido del ventilador del horno. A su alrededor las baldosas, las encimeras, incluso las paredes hasta media altura estaban cubiertas con un grueso plástico azul.

Para protegerlas de las salpicaduras de sangre.

7

N
ada más cruzar la puerta del apartamento, Fabel notó que Susanne tenía algo en la cabeza. Había aprendido a captar sus humores desde que vivían juntos y sabía cuándo le preocupaba algo. Pero como la mayoría de los hombres, solo era capaz de leer los grandes titulares, no la letra pequeña.

—¿Cómo te ha ido tu charla con Gabi? —le dijo ella sonriendo, aunque sin que se borrase su preocupación.

—Bien. Ya conoces a Gabi, es una chica lista. Lo bastante para tomar sus propias decisiones. —Fabel le dio un beso a su novia—. ¿Qué sucede?

—He estado revisando los expedientes que me pasaste de los asesinatos de Westland y Lensch.

Había una energía contenida en su tono.

—Muy bien… —Fabel la siguió por el salón y fueron a sentarse al sofá. Los expedientes estaban esparcidos sobre la mesita de café—. ¿Y esa norma tuya de no hablar de trabajo en casa?

—Creía que era nuestra la norma… En fin, te lo dejo pasar por esta vez. Hay algo que no acaba de encajar aquí. No hay una pauta. Ni en el perfil de las víctimas ni en la cronología.

—No ha habido suficientes víctimas para que pueda aparecer una verdadera pauta.

—En los crímenes originales de los años noventa sí la había. Pero esta vez… No sé. —Frunció el ceño, repasando sus notas—. Tú apuestas por una imitadora, ¿no?

—Sí. Al menos por ahora.

—Muy bien, supongamos que es una imitadora —dijo Susanne—. ¿Qué tipo de asesina o asesinas estamos buscando? Dios sabe que eres casi tan experto como yo en psicología de asesinos múltiples, así que ya sabes que existen cuatro grandes grupos en los que pueden entrar las asesinas en serie.

—Sí —dijo Fabel, arrellanándose en el sofá con las manos en la nuca—. Ángeles de la muerte, viudas negras, asesinas vengadoras y asesinas dementes.

—Muy bien —dijo Susanne. Se levantó, fue a la cocina y volvió con una botella bien fría de vino. Sirvió una copa a cada uno.

—Qué maravilla —dijo Fabel, dando un sorbo—. No hay nada en esta vida como un buen Chardonnay fresquito mientras charlas sobre cuerpos desmembrados.

—¿Quieres que hablemos o no? —dijo ella con impaciencia.

—Vale. Cuatro grupos. ¿Intentas averiguar a cuál pertenece la nuestra?

—Lo intento, sí. Tomemos a los ángeles de la muerte: mujeres, normalmente enfermeras o de otras profesiones sanitarias, que matan a los enfermos más vulnerables, con frecuencia para aprovecharse o porque sienten que le están haciendo un favor a la víctima. Aunque lo que las impulsa en realidad es el chute que proporciona ese poder sobre la vida y la muerte que tienen en sus manos. La nuestra no es una de ellas.

—De acuerdo. —Fabel dio otro sorbo de vino.

—Luego están las viudas negras. Estas se dividen a su vez en dos categorías: las que actúan movidas por puro interés y las predadoras sexuales, inducidas por motivos de tipo psicosexual. Suelen conocer a sus víctimas íntimamente. Matan a sus parejas sexuales, o bien a hombres que han seducido.

—Esta noche me quedo en el sofá —dijo Fabel con una sonrisa, pero se apresuró a reprimirla al ver que ella fruncía el ceño—. Vale, quizá nuestra chica entra en esa categoría. Hace aproximaciones sexuales e interpreta el papel de una prostituta.

—Pero no saca ningún provecho de los asesinatos.

—Se llevó el teléfono, la agenda y la billetera de Westland.

Susanne meneó la cabeza.

—Ese no es el botín por el que suele matar una viuda negra. Y no veo que saque ningún beneficio sexual de los crímenes. A menos que tenga un orgasmo al cometer el crimen, por efecto de la violencia misma.

—Pero eso sería muy insólito en una mujer, ¿no? —dijo Fabel.

—Sí —dijo Susanne—. Es un rasgo muy común entre asesinos varones, pero extremadamente raro en mujeres.

—¿Aunque no totalmente desconocido?

—¿Has oído hablar de Irma Grese?

—¿Te refieres a la Perra de Belsen? —dijo Fabel, arrugando el ceño—. Claro que sí.

—Grese tenía solo veintitrés años cuando la colgaron por crímenes contra la humanidad, lo cual significa que había empezado a cometer aquellos crímenes con diecinueve o veinte. Menuda, escasamente atractiva y no demasiado avispada: una chica del todo vulgar que procedía de una familia en gran parte antinazi y que no obstante desarrolló un gusto, una verdadera avidez, por la crueldad extrema, tanto física como psicológica. Tenía un látigo entretejido con celofán que cortaba a los presos mientras los azotaba. A muchos los mataba a golpes o a tiros, y era obvio que obtenía una satisfacción al hacerlo. Todo indica que era una sádica sexual. Como caso psicológico, constituye una seria advertencia: muestra que es posible canalizar el impulso sexual femenino hacia la histeria política o religiosa. En el caso de Grese, era una fanática absoluta de la Liga de Muchachas Alemanas. Estaba totalmente obsesionada. Aquellas chicas habían sido adoctrinadas en la ideología nazi a la edad más impresionable y en un momento clave de su desarrollo sexual. Casi todas las guardianas de los campos de concentración fueron reclutadas de las filas de la Liga, y la maduración sexual de Grese se produjo precisamente cuando se encontraba en una posición de poder que le permitía abusar de los presos. Un contexto excepcional en un momento excepcional de la historia.

—Y el sadismo de Grese también era excepcional —dijo Fabel, completando la idea.

—Ahora bien, en estas dos series de crímenes encuentro que la violencia, la destreza con la que se ejerce, resulta totalmente atípica. Es un comportamiento que normalmente precisaría mucho, mucho tiempo para llegar a madurar.

—¿O sea que tú crees que podría tratarse de la misma asesina en ambas series? —dijo Fabel, desconcertado.

8

E
ra más joven que la mayor parte de las mujeres con las que últimamente había estado. Más joven y más atractiva.

Suspicaz como era por naturaleza, se sorprendió preguntándose por qué habría tomado ella la iniciativa. Pero tampoco era tan insólito, se dijo. Ya se sabía que a las mujeres jóvenes les gustaban los hombres maduros. Sobre todo aquellos que parecían superiores desde un punto de vista intelectual o económico. Hipergamia, lo llamaban. Se echó a reír al pensarlo.

—¿Tiene usted familia, Herr Gerdes? —le preguntó Ute Cranz al regresar al salón para servir la sopa.

—No una familia propia —dijo, sonriendo—. Tengo tres sobrinas, y las quiero mucho. ¿Y usted, Frau Cranz? ¿Tiene familia?

—No. —Sonrió con tristeza—. Solo mi difunto marido. Sí tengo una hermana, pero está muy enferma en un hospital. De forma permanente.

—Ah… Lamento saberlo —dijo Gerdes.

—Llámeme Ute, por favor. ¿Un poco más de vino?

—Entonces usted ha de llamarme Robert. Sí, por favor. ¿No va a acompañarme?

—Quizá más tarde. Yo apenas bebo, Robert. Me marea, aunque solo sea un poquito. Pero le ruego que lo disfrute usted.

Gerdes tomó un buen trago.

—Es excelente.

Gerdes comió, bebió y escuchó a Ute Cranz. Ella poseía aquella extraña habilidad típica de las mujeres para hablar mucho sin decir nada. Y él sonreía, asentía y respondía cuando tocaba. Desde luego, pensó, era una mujer atractiva. Tenía unos grandes ojos oscuros y el pelo castaño corto. También una figura llamativa: delgada, pero con cierto toque voluptuoso que se percibía a través de los brillos de su vestido. Y no obstante, había algo en ella que le inquietaba. Estaba seguro de que se habían visto en otra parte.

—¿Ha vivido en Hamburgo toda su vida? —preguntó Ute.

—Lo bastante como para considerarme un hamburgués nativo —dijo él, tomando otro sorbo de vino—. ¿Y usted?

—Ah, no. Yo vine del Este. De Mecklemburgo, de una ciudad llamada Zarrentin. Es pequeña pero muy bonita, junto a un lago, el Schaalsee. Antes de caer el Muro quedaba justo en la frontera con el Oeste y tenía un horrible puesto fronterizo con alambrada y demás. Pero todo eso ha desaparecido.

—Si no le importa que lo pregunte, ¿cuánto hace que falleció Herr Cranz? —dijo Gerdes. Le molestaba que su voz sonase, o le sonara a él, un tanto pastosa; pero ese era el efecto que le había producido el vino—. Si me permite que se lo diga, parece usted trágicamente joven para ser viuda.

—Tres años. Casi cuatro. —Ute volvió a llenarle la copa.

La cena consistió en una sopa de anguila, típica de Hamburgo, seguida de pechugas de pato con salsa de naranja picante y una mousse de fresa de postre. Una cena muy bien preparada, Gerdes debía reconocerlo. Después Ute sirvió café y brandy Asbach y lo invitó a sentarse en el sofá.

Él notó las piernas flojas al ponerse de pie y tuvo que sujetarse en el borde de la mesa para no perder el equilibrio. ¿Qué le pasaba? Tampoco había bebido tanto. Ute Cranz advirtió su traspié, pero no hizo ningún comentario. Era embarazoso, aun así. Se sentó en el sofá y dio un sorbo a su copa de brandy.

Ella regresó de la cocina y se sentó a su lado. Gerdes sonrió débilmente.

—Me temo que no me encuentro bien… —Las palabras acudían a sus labios con dificultad. Se sentía entumecido. Y por algún motivo, asustado. Decidió dejar de beber el brandy y trató de colocar la copa en el brazo del sofá, pero resbaló y se hizo añicos en el suelo—. Lo siento —trató de decir, pero las palabras le salieron convertidas en un gemido incoherente.

—No importa —dijo Ute, entendiendo con claridad lo que quería decir, pero totalmente impasible ante su estado—. No es culpa suya. Es por el metaxolone.

Gerdes trató de formular una pregunta, pero esta vez ni siquiera le salió un gemido.

—He tenido que pensarlo muy bien. Quería inmovilizarle sin que se produjera un efecto analgésico o sedativo excesivo. La gran ventaja del metaxolone es que su eficacia se incrementa enormemente cuando se ingiere por vía oral.

Gerdes hizo un intento de moverse, pero sintió las piernas y los brazos de plomo.

—Ah… y también hay un poco de succinilcolina —dijo, como recordando los ingredientes de un pastel—. Ya sabe, cloruro de suxametamonio. Le inyectaré un poco más dentro de un rato.

Gerdes sintió que le crecía un grito en las entrañas, pero sin llegar a abrirse paso hasta la superficie. Notaba que la cabeza se le iba hacia atrás. La apoyó en el respaldo acolchado.

—Usted, claro está, conoce bien el cloruro de suxametamonio —prosiguió ella—. Es un relajante muscular altamente eficaz y un excelente instrumento para un asesino. Puedes hacer que parezca que alguien ha muerto por causas naturales; por paro cardíaco. A menos, claro, que un patólogo diligente detecte la hipercalemia. Pero no se preocupe, la dosis que ha absorbido usted no le paralizará el corazón. Es mucho más eficaz por vía intravenosa, pero la gran virtud del cloruro de suxametomonio es que es incoloro, inodoro y soluble en agua y en alcohol. Usted ha ingerido, junto con el metaxolone, una buena cantidad a lo largo de la noche, Robert. Bueno, ¿le importa si dejo ya esta comedia absurda y lo llamo por su nombre, Georg? Sí, sé quién es usted, comandante Drescher. Lo sé todo sobre usted.

Ute desapareció un momento en la cocina y volvió con una bandeja metálica donde había una aguja hipodérmica desechable. Él quería gritar, luchar, agarrarla con sus manos y estrangularla hasta dejarla sin vida. Pero no podía, estaba completamente inmovilizado. Descubrió que aún podía parpadear, solo eso. Un inmenso terror lo recorrió como una oleada. Era claustrofobia: el pánico provocado por la conciencia de que estaba atrapado en su propio cuerpo. Sin ningún cuidado, Ute le clavó la hipodérmica en el antebrazo. Él notó agudamente el pinchazo en la piel. Lo sintió, pero ni siquiera se estremeció.

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