—Ah, sí. Esto es lo mejor. Su incursión en la Reeperbahn era algo habitual. Se iba allí con un grupo de compañeros de la oficina (ninguno de los cuales lo tragaba, por cierto) y se ponía como una cuba y más odioso de lo normal. El caso es que la noche en que lo mataron tuvo un rifirrafe con la policía. Dos agentes de paisano estaban deteniendo a una mujer en Silbersacktwiete y Lensch se puso faltón con ellos. Uno de los agentes, una mujer, le dio un rodillazo en los huevos.
—¿A quién estaban deteniendo?
—Eso no lo sé, pero eran de la brigada de homicidios.
—¿Qué aspecto tenía esa agente? ¿Bajita, guapa, pelo negro?
—Tampoco lo sé.
—Anna Wolff… —murmuró Sylvie para sí misma.
—¿Cómo?
—No importa. Buen trabajo, Ivonne. Tengo algunos nombres y varias direcciones incompletas. Mira a ver si puedes localizarlos y sacar toda la información posible.
—Claro —dijo Ivonne.
Sylvie le facilitó la información que Wengert le había dado.
—Estamos buscando a un funcionario de la Stasi, varón, seguramente perteneciente al personal administrativo destinado en el cuartel general de Lichtenberg.
—Muy bien —dijo Ivonne—. Quería comentarle una cosa más… Pero se me ha olvidado.
—Llámame si lo recuerdas.
Sylvie colgó. Estaba ordenando los documentos que había esparcido sobre la cama cuando el móvil volvió a sonar.
—Qué rápida —dijo Sylvie—. ¿Ya lo has recordado?
—Espero que ya esté instalada en su hotel, Sylvie. —En cuanto oyó la voz entrecortada, supo que era Siegfried.
—¿Qué le hace pensar que estoy en un hotel? —dijo.
—No diga estupideces. Usted no es una mujer estúpida. ¿Todavía detrás de ese gran reportaje? Supongo que cree que ya tiene mi nombre, que puede localizarme y conseguir lo que quiere sin pagar nada… Sí, sí. Estoy al corriente de su conversación con Herr Wengert.
—Ah. Ustedes, la escoria de la Stasi, todavía tienen tentáculos por todas partes, ¿verdad?
—La Stasi ya no existe, Sylvie. Y me duele que me llamen escoria. Hicimos lo que hicimos porque creíamos en ello. Creíamos en la igualdad, en la liberación de la pobreza y la explotación. Y por eso ahora nos comparan con los nazis. Pero sí, algunos aún trabajamos juntos para protegernos. —Le entró un acceso de tos—. En fin, no tengo ningún interés en justificarme ante usted. Especialmente ante usted. ¿Tiene mi dinero?
—¿Se cree que puedo hacer aparecer de la nada un cuarto de millón de euros, simplemente por tres fotografías y por el nombre de alguien que no existe?
—Que parece no existir… Drescher y esas chicas estaban metidos en una operación tan secreta y ambiciosa que se hizo todo lo posible para mantenerla oculta incluso ante una parte de la estructura de mando del MfS. En fin, he decidido darle algo más. A cuenta. Sencillamente para demostrarle que de verdad tengo la información que digo poseer. Eche un vistazo debajo de la almohada.
Sylvie se acercó a la cabecera y deslizó el brazo bajo las almohadas hasta tropezar con algo. Un gran sobre marrón.
—¿Cómo ha…?
—Vamos, Sylvie —la interrumpió aquella voz ronca—. No sea ingenua. Estamos entrenados para entrar y salir inadvertidamente de cualquier lugar. Seguiremos en contacto.
La comunicación se cortó. Sylvie revisó el móvil para identificar la llamada, pero la habían hecho con número oculto.
Abrió el sobre. Dentro había una revista y cuatro fotocopias. Primero echó un vistazo a la revista. Se llamaba
Muliebritas
, lo cual, dedujo, debía de ser un título feminista. La hojeó rápidamente, por si habían metido algo dentro o señalado alguna página en concreto. Nada. Tendría que dedicar luego un rato a examinarla con detalle. De momento, lo único que le llamó la atención fue que
Muliebritas
formara parte de Brønsted Publishing, una empresa del grupo NeuHansa.
Se centró en las cuatro fotocopias. En las tres primeras figuraban las fotos que Siegfried ya le había enviado por e-mail. Pero esta vez había un nombre debajo de cada cara: Margarethe Paulus, Liane Kayser, Anke Wollner. En la cuarta fotocopia aparecía el nombre de Georg Drescher, aunque en esta ocasión acompañado de una imagen: un hombre de cuarenta o cuarenta y cinco años, de rostro recio y atractivo, con profundos surcos en las mejillas y esas arrugas alrededor de los ojos propias de alguien acostumbrado a sonreír. Su aspecto amigable parecía reñido con las insignias de las solapas de su uniforme, que indicaban que era un oficial del MfS. A diferencia de las otras fotografías, la suya estaba en blanco y negro, y no era fácil distinguir si tenía el pelo rubio o gris. Considerando que hacía veinte años que nadie llevaba un uniforme de la Stasi, Sylvie trató de deducir su edad.
Volvió a mirar las fotos de las chicas. Eran todas guapas, pero miraban a la cara de un modo inexpresivo y desprovisto de emoción. Una vez más, le llamó sobre todo la atención aquella chica de mirada tan terriblemente vacía.
Liane Kayser. Su nombre era Liane Kayser.
U
te Cranz arrastró un poco más a Drescher hasta meterlo del todo en la cocina. Este la veía maniobrar sobre él con un escalpelo en la mano. Sentía náuseas y pensó de golpe que sería un alivio vomitar. Supuso que el relajante muscular habría eliminado el reflejo nauseoso y que moriría ahogado en su propio vómito. Sin toser. Sin espasmos ni lucha. Al menos, sería mejor que lo que Ute Cranz le tenía preparado. Ella le tiró de la ropa. La vio lanzar el escalpelo hacia abajo, aunque no notó el contacto. Estaba desgarrándole las ropas, despojándolo de los últimos jirones. Ahora yacía desnudo y tenía frío; más por el miedo, seguramente, que por la temperatura del apartamento.
Alzando la capa de plástico, Ute le puso algo bajo la cabeza y los hombros para que quedase medio incorporado. Luego le colocó sobre sus piernas de plomo una mesa-bandeja con un portátil grande encima. La pantalla le quedaba a Drescher justo delante, ocupando prácticamente todo su campo visual. Ute pulsó una tecla. Una foto de colores chillones abarcó la pantalla entera. Sangre por todas partes. Un cuerpo femenino desnudo —la cabeza no entraba en el encuadre—, yacía encajonado entre una cama empapada de sangre y una pared llena de salpicaduras.
—Esto es lo que hacen los hombres con las mujeres. Mírelo. ¿Lo ve? —Ute pulsó otra vez la tecla. Otra escena: esta vez una mujer muerta tirada medio vestida entre unos matorrales, con una ligadura en el cuello—. ¿Lo ve? —Otra foto del escenario de un crimen—. ¿Lo ve?
Hizo doble clic en un mando y la pantalla empezó a pasar automáticamente de una imagen a otra. Fotos nauseabundas de asesinatos. De violaciones. Imágenes pornográficas violentas de abusos sexuales. Caras femeninas crispadas de terror.
—Es lo que hacen los hombres a las mujeres. Lo que les han hecho siempre. Los hombres como usted. —Ute dejó que desfilaran las imágenes unos segundos más y después cerró la tapa y retiró el portátil y la bandeja. Se acuclilló junto a Drescher y le susurró al oído—: Las mujeres se ven obligadas a vivir en el temor. En todo el mundo, cada día. Y es un miedo real, tan auténtico como el que siente usted ahora. Sé que está asustado, Drescher. Sé que está muy asustado. Y sigue preguntándose: «¿Por qué? ¿Por qué hace esto?». —Le puso una fotografía delante para que la viera bien—. ¿Sabe quién es? Es mi hermana, Margarethe. Está muerta. Se mató. Cuando usted terminó con ella, se volvió loca y la encerraron. Y luego se mató. En el hospital donde estaba creían que habían tomado todas las precauciones necesarias para impedir que se quitara la vida, pero cuando has adiestrado a alguien para matar, para matar de tantas maneras, te resulta fácil acabar con tu vida. No te hace falta mucho para encontrar los medios y la ocasión.
Drescher miraba la fotografía y escuchaba. No podía hacer más que mirar y escuchar. La cara de la foto. La conocía. La recordaba. Y lo que le aterrorizaba era que Ute Cranz no parecía advertir de quién era de verdad —sin maquillaje, sin el pelo teñido— aquella fotografía. Su corazón retumbaba, atrapado en la jaula de su cuerpo.
—Le he perseguido durante catorce años. Catorce años preparando este momento. Le prometí a mi hermana, le prometí a Margarethe que me encargaría de arreglarlo todo. Bueno, eso voy a hacer. Y me lo voy a tomar con calma. Disfrutando cada momento. ¿Recuerda cuando les enseñaba a las chicas cómo funciona el flujo sanguíneo, cómo puede utilizarse para acelerar o retrasar la muerte? ¿Recuerda que les habló de la ejecución con sierra en la Edad Media? Colgaban a la víctima cabeza abajo y la serraban por la mitad, desde la ingle hasta el cuello. Como estaba del revés, el cerebro se mantenía irrigado y la víctima permanecía consciente durante todo el proceso.
Se puso otra vez de pie y apartó de una patada el objeto con el que lo había mantenido incorporado. La cabeza de Drescher se estampó en el suelo con un golpe sordo. El dolor le reverberó por todo el cráneo. Ute se colocó a horcajadas sobre él.
—Usted arrastró a la locura a mi hermana. La arrastró a la muerte. Ahora yo voy a volverlo loco a usted. Va a morir, pero antes sufrirá tanto dolor que perderá el juicio.
Él la miró desde el suelo y pensó en lo bella que era. En su terrible belleza.
H
acía muchísimo tiempo que Fabel no tenía un sueño como aquel. A lo largo de su carrera como detective de homicidios se había visto atormentado por las pesadillas: la muerte lo visitaba por la noche. Las víctimas de los asesinatos que no había sido capaz de resolver lo miraban acusadoras, mostrándole sus heridas para que las viese bien. Esos sueños habían sido uno de los motivos por los que, un año y medio antes, había considerado seriamente la posibilidad de dejar la policía. Entonces, después de tomar la decisión de seguir en la Mordkommission, los sueños habían cesado.
Pero este sueño era distinto de los demás.
Estaba en el centro de un patio enorme cercado con vallas de alambre de espino. En un extremo había una fila de barracones de madera. No le hacía falta un cártel ni un rótulo encima de la verja para saber dónde estaba. Era alemán: el simbolismo estaba grabado a fuego en su conciencia. No había nadie más en el patio. No llegaba ningún ruido de los barracones. El viento silencioso levantaba un poco de polvo del suelo de tierra apelmazada. Se volvió lentamente 360 grados.
Ella estaba allí, delante de él.
—¿Me buscabas? —preguntó Irma Grese. Una chica joven, de solo diecinueve o veinte años, baja y fornida, con un amorfo vestido gris. Llevaba las botas de montar que, según había leído, se ponía habitualmente cuando torturaba a los presos. Tenía unos rasgos duros, anchos, casi masculinos, y una boca de labios finos con las comisuras torcidas hacia abajo. El pelo rubio lo llevaba peinado hacia atrás, dejando despejada una frente totalmente desproporcionada.
—No —dijo Fabel, que se había distraído mirando la marca de soga que se le veía en el cuello—. No te busco a ti. Busco a otra que se te parece.
—Si es como yo —dijo Grese— es que alguien la volvió como yo. ¿Entiendes? —Su amplia frente se arrugó. Parecía muy importante para ella que la entendiera—. Alguien la volvió como yo.
—Lo entiendo —dijo Fabel.
Grese lo miró de arriba abajo.
—¿Te doy miedo?
—No, no me das miedo. Me das asco. Aborrezco todo lo que tenga que ver contigo, todo lo que hiciste. Especialmente porque lograste que me alegrara de que te hubieran colgado.
—Sí que te doy miedo. En el fondo, a todos los hombres les asustan las mujeres. Te doy miedo porque te asustan todas las mujeres. Te da miedo que en el fondo de cada mujer arda algo parecido a lo que ardía en mí.
—No es cierto —dijo Fabel—. Tu género no tiene nada que ver. Tú, y todos los de tu especie, erais monstruos. Vulgares, grises, ordinarios, pero monstruos. Solo estabais aguardando a que alguien abriera vuestras jaulas y os dejara sueltos.
—Hemos salido de nuestras jaulas por ti, Jan. ¿No es cierto? —Por un instante, Fabel creyó que estaba mirando a Christa Eisel, luego a Viola Dahlke, el ama de casa a la que habían detenido en Sankt Pauli; pero enseguida volvió a ser Irma Grese—. Hemos sido tu vida durante veinte años.
De pronto, sin moverse, sin dar un paso, Grese estaba más cerca. Tenía la cara casi pegada a la suya, alzada hacia él. Soltó un alarido estridente e inhumano, con los ojos enloquecidos y las cejas arqueadas sobre aquella frente enorme coronada de pelo rubio. Era terrorífica y cómica a la vez. Levantó el brazo derecho y, a la lívida luz del sol, Fabel vio destellar el látigo de celofán.
Entonces despertó.
Se volvió para comprobar que Susanne seguía dormida. No quería que se enterase de que había tenido otra pesadilla. Había pasado mucho tiempo desde la última. Susanne era su amante y, como tal, le había suplicado que dejase la policía para librarse de aquellos sueños; pero también era psicóloga, y su inquietud tenía además una base profesional. Lo que le inquietaba no eran los sueños en sí mismos, le había explicado, sino la perturbación secreta que los motivaba. A Renate nunca le habían preocupado esos sueños. A decir verdad, Renate nunca se había preocupado por él.
Se levantó, fue a la cocina y se preparó una taza de té. Todavía le costaba un poco encontrar las cosas en el nuevo apartamento; en el interior de su mente, y sobre todo de madrugada, aún seguía viviendo en su piso de Pöselfdorf.
Sonó el teléfono. Miró el reloj y vio que eran las cinco y media de la mañana.
—Será mejor que sea importante —dijo al teléfono.
—Lo es… —Era Glasmacher, uno de los miembros del equipo de la brigada—. Estoy justo a la vuelta de la esquina de su casa, en Altona. La tenemos,
Chef
. Tenemos al Ángel.
Y
a habían acordonado el bloque y colocado barreras en uno y otro extremo de la calle, a unos cincuenta metros de la entrada, pero la turba de la prensa no se había materializado todavía. No había dado tiempo a que corriera la voz. Fabel tardó solo diez minutos en llegar desde su apartamento. Aparcó junto a la barrera y mostró su identificación a los agentes de uniforme que vigilaban ese lado.
Un tipo rubio, espigado y de tez pálida, de unos treinta años, abrigado con una chaqueta de cuero marrón y una bufanda, le aguardaba en la entrada del bloque. Fabel oyó que se sorbía la nariz y advirtió que la tenía toda roja.