La venganza de la valquiria (23 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

11

E
mily estaría allí enseguida. Entonces todo volvería a cobrar sentido en su vida. Peter Claasens nunca había entendido a las mujeres. Nunca lo había intentado, a decir verdad, simplemente porque parecía requerir demasiado esfuerzo.

Había estado casado durante quince años y había tenido tres hijos, dos de ellos niñas, pero el mundo femenino seguía siendo un continente desconocido para Claasens. Su esposa, en especial, seguía siendo para él un misterio. Aquella chica guapa, tranquila y modesta a la que había dejado embarazada sin querer se había transformado en una arpía que no paraba de regañarle por cada velada que pasaba fuera de casa, bien por cuestiones de trabajo, bien por otros motivos. Claasens debía reconocer, aunque fuese de mala gana, que su esposa tenía motivos para comportarse así. A lo largo de sus quince años de matrimonio él le había sido infiel sistemáticamente. Con tacto y discreción, sin duda, cosa que de la que se sentía muy orgulloso. Si su esposa había albergado sospechas, se habían quedado siempre en eso. Él nunca había sido lo bastante descuidado como para proporcionarle pruebas sustanciales. Aunque, por otra parte, su atractivo era motivo sobrado para despertar sospechas.

El concepto de atractivo físico siempre había desconcertado a Claasens. ¿Por qué algunas personas eran más atractivas a la mirada que otras? ¿Más deseables? Claasens era un hombre brillante. Mucho. Poseía una aguda inteligencia y era un negociante nato. Un depredador comercial. Pero, además, a la gente le resultaba difícil no reparar en su apariencia. En el trabajo, los hombres o le tenían rencor o querían ser vistos en su compañía; y las mujeres o se movían incómodas a su lado o coqueteaban con él. Y cuando Claasens no respondía al coqueteo, también le guardaban rencor. Aunque él respondía con frecuencia.

Era cierto, claro, que su físico le había ayudado. Mientras estudiaba contabilidad había complementado sus ingresos trabajando como modelo fotográfico. Le habían ofrecido todos los trabajos para los que había sido entrevistado. Y aunque no hubiera ganado mucho dinero, se había acabado relacionando con un grupo sofisticado del barrio de Blankenese, y las chicas de ese lugar solían estar podridas de dinero. Peter Claasens había aprendido que la fortuna favorece a los bellos.

Pero su apariencia lo había bloqueado al mismo tiempo respecto a la auténtica emoción. Lo había aislado.

Ahora, en la última planta del edificio casi terminado de Scan Media, repasaba su carrera de seducción y adulterio. Observó el horizonte de edificios de Hamburgo, que ya se hundía en las sombras, y pensó en todas las mujeres con las que había estado mientras debería haber permanecido junto a su esposa. Y en ese momento se sintió verdadera, completamente arrepentido. Si se había detenido a pensar ahora en todas las mujeres que había conocido y sentía compasión por su esposa era porque todo aquello había quedado definitivamente atrás. Algo inesperado le había sucedido a Peter Claasens: a los cuarenta y dos años, se había enamorado. Desde el principio, aquello no había sido como sus otras aventuras. Emily no había respondido a su repertorio habitual de trucos y maniobras; no se había ido a la cama con él. Había hablado con él. Lo había escuchado. Era como si Emily fuese ciega a su atractivo y como si ese don le permitiera verlo realmente. Y ahora, cuando no estaba con ella, Claasens sentía como si tuviera que contener la respiración y como si los pulmones le estallaran.

Emily era inglesa, pelirroja y de ojos verdes. Hablaba el alemán con fluidez, aunque con un acento delicioso y sin una clara noción de la importancia que el género y el caso gramatical tienen en esta lengua. Poseía además una falta de coordinación y una torpeza encantadoras: Claasens había tropezado literalmente con ella al salir un día de su despacho. Ella se había caído al suelo y él la había ayudado a levantarse, insistiendo en que pasara a su despacho y se sentara. Emily, con una dulce sonrisa, le dijo que la culpa era suya y que estaba bien; recogió sus cosas y se alejó a toda prisa. Claasens, a punto de volver a su despacho, se dejó llevar por un impulso y corrió tras ella. Insistió en que le permitiera al menos invitarla a un café. Ella aceptó. Así empezó todo.

Eso había sucedido hacía dos meses. En tan breve período, aquella atolondrada pelirroja inglesa había puesto patas arriba todo su mundo. Se había resistido a enredarse con un hombre casado, pero él le había repetido una y otra vez que su matrimonio llevaba años en una fase de decadencia terminal. Cuando Emily le anunció que se volvía a Inglaterra, Claasens le dijo que no podía vivir sin ella, que dejaría a su esposa y podrían montar su hogar allí mismo, en Hamburgo. Emily se empeñó, aun así, en que no había que herir a nadie más de lo necesario: tenía que decirle a su esposa que iba a dejarla, que su matrimonio se había agotado, pero sin explicarle que había otra persona. Sería mejor para ella y para los niños. Sería mejor para Emily y Claasens. Incluso le pidió que le dejara ver la carta que iba a enviarle a su esposa e introdujo algunas modificaciones, siempre con el objetivo de que nadie sufriera más de lo necesario. Emily era buena persona. Mucho, muchísimo mejor que él. Y cuando estaba a su lado, él mismo se volvía también una persona mejor. Alguien agradable a sus propios ojos.

Ahora se encontraba en la planta superior de uno de los edificios más altos de Hamburgo, junto a la HafenCity, y contemplaba todo el pasado que estaba dejando atrás.

—Hola, Peter.

Se volvió hacia ella. El abrigo oscuro de lana y la boina resaltaban aún más la llamarada roja de su pelo y el verde sus ojos.

—Hola, Emily. —Claasens sonrió y se inclinó para besarla, pero ella le puso la punta de los dedos enguantados en los labios.

—¿La has traído? —preguntó.

—Sí, la he traído. Y la he modificado como me dijiste. Es tan bonito que te preocupes tanto por los demás… No he mencionado que estoy con otra persona. Y he hecho los otros cambios que me sugeriste. Sigo creyendo que hubiera sido mejor decírselo cara a cara. Una carta… No sé.

—¿Me la dejas ver?

Le dio la carta y ella la leyó de cabo a rabo. Tal como Emily había sugerido, Claasens le decía a su esposa que no podía seguir como hasta ahora, que el trabajo había contribuido a estresarlo, que lamentaba el sufrimiento que iba a causarle con sus actos a ella y a los niños.

—Perfecto —dijo Emily, doblándola con sus dedos enguantados. Se apoyó en la barandilla metálica que habían instalado provisionalmente por motivos de seguridad, mientras terminaban las obras en la planta superior. Claasens la tomó del brazo y la apartó de la barandilla.

—Vete con cuidado, Emily —le dijo paternalmente.

—Este edifico es realmente precioso —dijo ella, mirando hacia abajo las diez plantas por el atrio central.

—Se supone que es una versión moderna de una antigua Kontorhaus de Hamburgo; ya sabes, los edificios de ladrillo con un atrio inmenso o un patio en medio.

—Un nombre tan extraño —dijo ella con su alemán de marcado acento inglés—. ¿Qué significa «Kontorhaus»?

—El término se remonta a la época de la Liga Hanseática. Entonces había una Kontorhaus en casi cada ciudad hanseática de Europa: Hamburgo, Bremen, Rostock, Danzig, San Petersburgo. Incluso había una Kontor en Londres. Bremen y Hamburgo son las únicas que siguen siendo oficialmente ciudades anseáticas.

—¿Y este edificio pretende ser como aquellos antiguos Kontor hanseáticos? —Emily volvió a asomarse a la barandilla.

—Sí —dijo Claasens, distraídamente—. Emily, apártate de la baranda. Es solo una instalación provisional… —Le sonrió y le puso un mechón rojo detrás de la oreja—. Y ya sabes que eres un poco propensa a los accidentes. No deberíamos estar aquí.

—¿A qué altura nos encontramos? —preguntó ella, inclinándose aún más sobre la barandilla. Claasens la hizo retroceder con delicadeza.

—No sé. A cuarenta metros, diría yo.

—Es un montón en distancia forense —dijo, abstraída.

—¿Qué has dicho, Emily?

Ella se irguió y se volvió hacia él.

—He dicho que es un montón en distancia forense. Fue una de las primeras cosas que aprendí: a poner toda la distancia forense posible entre mí y el punto y el momento de la muerte.

Claasens frunció el ceño, desconcertado. No entendía lo que Emily estaba diciendo. Y no entendía por qué su acento y su gramática alemanes eran de repente perfectos. Su mano enguantada se alzó y le hizo un corte como una hoja afilada: justo en un lado del cuello, debajo de la mandíbula y de la oreja. El mundo se volvió más oscuro; sintió que le fallaban las piernas. Claasens no podía comprender qué estaba pasando, pero se movió instintivamente para sujetarla. Ella lo esquivó con una velocidad y una precisión de la que la habría creído incapaz. El filo de su mano volvió a darle exactamente en el mismo punto, y esta vez las piernas se le doblaron. Emily se hizo a un lado y utilizó con destreza el impulso de Claasens para propulsarlo por encima de la barandilla de seguridad.

Ni siquiera gritó mientras caía.

Ella se inclinó sobre la barandilla y se asomó al vasto abismo del atrio. Claasens yacía destrozado sobre las losas, diez pisos más abajo, con un halo rojo alrededor de la cabeza. A Emily le pareció que había caído sobre su hermoso rostro.

Cogió la carta que él le había dado —la carta que ella le había indicado cómo escribir— y la arrojó por el hueco, dejando que descendiera aleteando hasta el fondo.

CAPÍTULO CUATRO
1

S
olo habían mantenido una breve conversación telefónica, pero Fabel percibió que la aflicción había empezado a adueñarse de Sara Westland. En apariencia se había expresado de un modo formal y sereno, pero él había detectado todo el tiempo cierta crispación, una nota tirante en su voz.

La aflicción, no obstante, no parecía haber disminuido su afición al lujo. Fabel había quedado en ir a verla a su hotel: uno de los más exclusivos de Hamburgo, con una vista al Alster interior. Sarah Westland había alquilado una suite en la planta más alta y, cuando llamó a la puerta, le sorprendió que fuera a abrirle Martina Schilmann.

—Hola, guapo —dijo con sonrisa pícara. Salió al pasillo y ajustó la puerta a su espalda—. No puedes mantenerte alejado, ¿no?

—¿Te encargas de vigilar a Sarah Westland?

—Sí. Siempre existe el peligro de que la acose la prensa.

—Sí, pero…

—Pero nosotros la cagamos con el marido. Lo sé. En realidad, fue ella quien nos contrató para nos hiciéramos cargo de la seguridad durante la gira de Jake por Alemania. Yo la llamé después y le dije lo mucho que lo lamentaba. Ella estuvo fantástica. Me dijo que la Polizei de Hamburgo le había explicado que Westland nos había dado el esquinazo adrede y parece que ha aceptado que no pudimos hacer nada. Tengo que darte las gracias. Obviamente, ahora me encargo gratis de su seguridad. También le dije que no le pasaríamos factura por la vigilancia de su marido. Para ser sincera, estamos tratando de limitar un poco los daños.

—¿Cómo se encuentra?

—Es dura. Pero le ha afectado, obviamente. No creo que ella y Westland fuesen compañeros del alma ni nada parecido, y me da la impresión de que no se hace ilusiones sobre la fidelidad de su marido, pero, a su manera, había una estrecha relación entre ellos. Quizás es para lo que sirve tener hijos juntos.

—Gracias, Martina. Si no te importa, preferiría hablar con ella a solas.

—No hay problema. Voy a avisarle de que estás aquí.

Parecía más un magnífico palacete veneciano que la habitación de un hotel de Hamburgo, y la primera impresión que sacó Fabel fue la de una colisión entre Vivalvi y Bang and Olufsen: una mezcla de suntuosa decoración barroca y de mobiliario imponente con accesorios electrónicos de última generación. Era la versión internacional vulgar del lujo de cinco estrellas, y había algo en ello que a Fabel le resultaba atractivo y repelente a la vez. Una reacción instintiva contra la ostentación. Una reacción noreuropea y luterana.

La viuda de Jake Westland era una mujer de belleza abrumada por la ansiedad y las preocupaciones. Fabel advirtió que debía de haber sido despampanante, pero que el tiempo la había desgastado y envejecido, y supuso que su reciente pérdida no había hecho más que acelerar el proceso. Estaba sentada en un sofá, bajo uno de los enormes ventanales desde donde se divisaban las aguas del Alster interior hasta Ballindamm, en la otra orilla del lago. Iba vestida lujosamente, aunque con cierta falta de estilo, a juicio de Fabel. También detectó en ella, cuando respondió a su saludo, un acento británico regional, aunque no fue capaz de precisar de dónde. El inglés era la única lengua de Europa que poseía acentos de «categoría social», además de los regionales, y a Fabel en su día se le había dado muy bien catalogar la procedencia y la clase de cualquier inglés a partir de su acento. Ahora, sin embargo, llevaba tanto tiempo alejado del país y de su cultura que había perdido gran parte de su destreza. Sarah Westland, en todo caso, pareció perpleja cuando Fabel se presentó a sí mismo.

—¿Es usted inglés? —dijo, frunciendo el ceño.

—No, soy alemán, pero también medio escocés. Me educaron de modo bilingüe y, de niño, pasé mucho tiempo en Gran Bretaña. Lamento mucho su pérdida, señora Westland.

—¿De veras? —La pregunta parecía sincera—. Quiero decir, me imagino que en su trabajo debe estar acostumbrado a la muerte. Y también a hablar con la familia que deja la víctima.

—Nunca te acostumbras —dijo Fabel—. Y lo lamento de veras.

—¿Cuándo podré llevarme a Jake, su cuerpo, a casa?

—Ya están arreglados los papeles. Siento que se haya demorado tanto; me temo que podemos llegar a ser un poco burocráticos. Supongo que ya ha concertado el transporte.

—Para pasado mañana. Desde el aeropuerto de Hamburgo.

—Señora Westland, ¿puedo hacerle unas preguntas sobre su marido?

—Ya suponía que querría hacerme alguna. —Se arrellanó en el sofá, como preparándose para una conversación más extensa de lo que había previsto—. Si sirve para encontrar a quien haya matado a Jake, desde luego que estoy dispuesta.

—¿Había algún problema con admiradores insistentes, acosadores o cosas parecidas?

—Lo de siempre. Nada demasiado siniestro. Algunos excéntricos, nada más. Si me pregunta si podría tratarse de un acosador enloquecido, le digo que no es nadie que conozcamos. Presumiblemente fue un alemán quien lo mató y, que yo sepa, nadie de aquí se había dedicado a molestar a Jake.

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