—Ponnos a Anna y a mí en el caso Sankt Pauli —dijo Werner, esforzándose con torpeza por evitar la palabra «Ángel» y no sacar al jefe de sus casillas. Era sabido que a Fabel le inspiraban un profundo desdén los clichés de tebeo que los medios solían colgar a los asesinos múltiples—. Y pon juntos a Dirk Hechtner y Henk Hermann en ese asunto danés. Al menos contamos con los refuerzos necesarios. Por una vez parecemos cubiertos.
—Es asombroso lo que puede proporcionarte el tipo equivocado de publicidad —comentó Fabel con aire sombrío.
—El cinismo no te sienta bien,
Chef
—replicó Werner—. Todos te apreciamos por tu ingenio y tu buen humor.
—Hablando de vuestro respeto abrumador, ¿es cierto que tengo un apodo aquí? —preguntó Fabel. Werner se encogió de hombros—. ¿Sabías que algunos me llaman Lord Gentleman? En plan chistoso, por mi origen medio británico.
—Primera noticia. Seguramente tiene más que ver con tu modo de vestir —dijo Werner, cambiando enseguida de tema.
Para cuando Werner se retiró habían diseñado un exhaustivo plan de trabajo para los dos casos. La investigación de los crímenes de Sankt Pauli estaba en marcha; el caso Jespersen, en cambio, se hallaba en una fase amorfa: ideas y conjeturas, más que alguna prueba concreta. Otra página en blanco en el bloc de dibujo de Fabel.
En el caso Sankt Pauli, Fabel había decidido investigar a fondo a Jake Westland. El expediente le proporcionó más datos. Westland era británico, había nacido en 1953 y era probablemente de origen ilegítimo, puesto que fue entregado en adopción en cuanto nació. Lo habían criado unos padres de clase media de Hampshire. Estudió música en Londres; formó su primer grupo en 1972, el segundo en el 78, y en 1981 inició su carrera en solitario. Dos discos de oro, uno de platino. Casado tres veces. Cuatro hijos de dos de esos matrimonios.
Fabel era consciente de que debía ir más allá de los hechos desnudos. Pero tener que viajar a Inglaterra para hablar con la familia y los amigos de Westland era lo último que le faltaba ahora mismo. Ya tendría la oportunidad de hablar con la esposa del cantante en unos días, cuando se presentara a reclamar el cuerpo. Eso con suerte, si no estaba demasiado afligida.
Además de la información oficial que encontró en el expediente, Fabel hizo una búsqueda en Internet con el ordenador de su despacho. A medida que reunía datos, iba construyendo el retrato de un hombre que no le gustaba. Westland era, por lo que decía todo el mundo, arrogante, testarudo y egocéntrico. Nada sorprendente: para ser un intérprete de éxito debías poseer un ego capaz de llenar un estadio. Pero lo cierto era que Westland ya no los llenaba. Sus promotores habían ido reduciendo el tamaño de los locales donde actuaba, estrategia que le permitía actuar de vez cuando con todas las localidades agotadas. Sumando toda esa información, Fabel pudo trazarse mentalmente una gráfica de la fama del cantante británico, que había alcanzado su punto culminante a mediados de los años ochenta. Después su popularidad —aunque no su riqueza— había entrado en rápida decadencia. Jake Westland se estaba convirtiendo a todas luces en una vieja gloria. Hasta que abandonó los escenarios de modo tan permanente como espectacular en un callejón del Kiez trató por todos los medios de aparecer en los titulares. Hubo un intento fallido de convertirse en actor, pero la prensa se mostró burlona. Solo volvía a estar en el candelero cuando su sórdida vida sexual daba pasto a los periódicos sensacionalistas británicos. Su decreciente presencia pública no le impedía, sin embargo, pontificar sobre gran cantidad de temas sociales ante cualquiera que quisiera escucharle.
Fabel hojeó la documentación que había reunido Anna acerca del concierto en el Sporthalle. La organización benéfica en favor de la cual se celebraba el evento se llamaba Sabinas sin Fronteras: Guerra a la Violación de Guerra. En el informe de Anna, Fabel descubrió que la organización se dedicaba a prestar ayuda a las víctimas de violaciones militares o genocidas, desde Bosnia hasta Ruanda. La promotora del concierto era una mujer llamada Petra Meissner. El nombre le sonó. Repasó el historial de sus búsquedas en Internet y encontró una foto de Westland y Petra Meissner que había salido en un diario sensacionalista británico. Ella era una mujer atractiva de cuarenta y tantos, con el pelo corto y oscuro. La fotografía no podía ser más inocente: Westland y Meissner aparecían juntos en un acto celebrado en Berlín en favor de la organización benéfica. Pero el titular en inglés preguntaba: «¿Quién es esa
chati
teutona, Jake?». Y por supuesto, el texto se extendía interminablemente explotando la circunstancia de que su acompañante fuera alemana e incluyendo numerosos chistes de mal gusto sobre la guerra. Las típicas idioteces. A Fabel le encantaba todo lo británico, salvo la prensa. Y el hecho de que Gran Bretaña, como nación, pareciese anclada en el pasado.
Por lo que pudo ver, poco más había de interés sobre Westland, aparte de su evidente perspicacia para los negocios. El artista inglés podría haber sido un cantante mediocre y un pésimo actor, pero había demostrado ser un inversor astuto. El catálogo de su discografía y sus CD más recientes le aseguraban unas ganancias razonables, puesto que contaba con una base estable de admiradores, pero sus verdaderos ingresos procedían de su cartera de acciones. Y por lo que leyó Fabel, parecía que la responsabilidad del éxito no era de sus contables y asesores, sino del propio Westland, que tenía al parecer buen ojo para detectar negocios prometedores o aprovechar oportunidades insólitas de las que otros inversores habrían recelado.
Había nevado otra vez, y aunque las calles estaban despejadas de nieve, las aceras se veían cubiertas con un manto blanco. Fabel condujo por la ciudad y cruzó el túnel del Elba para entrar en el distrito de Harburg.
La organización Sabinas sin Fronteras tenía sus oficinas centrales en un viejo edificio situado en una esquina de dos calles muy transitadas de Harburg. La magnificencia art decó del edificio se veía en gran parte menoscabada por los copiosos graffiti que había en sus paredes. Las oficinas de la organización abarcaban un puñado de habitaciones de la planta baja. Fabel había llamado previamente para concertar una cita, pero al entrar no halló ninguna zona de recepción definida. Ya se esperaba aquel tipo de informalidad, en cierto modo. Había cuatro mujeres y dos hombres trabajando en sendos escritorios; la mayoría, hablando por teléfono cuando él entró. Una mujer alta y guapa de pelo cortito y oscuro, a la que reconoció por las fotos como Petra Meissner, se levantó y fue a su encuentro.
—Recibí su mensaje, Herr Hauptkommissar. —Le tendió la mano y sonrió. Sin ningún calor, pensó Fabel—. Esto es un poco caótico. Hay un café a la vuelta de la esquina… ¿le importa?
—En absoluto —dijo él, y se hizo a un lado para que pasara y le mostrara el camino.
—Supongo que es por lo de la muerte de Jake —dijo Meissner—. Esperaba que alguien se pusiera en contacto conmigo. Sobre todo después de que se presentase aquí esa espantosa mujer de la televisión.
—Déjeme que lo adivine. ¿Sylvie Achtenhagen?
—¿Es que se ha cruzado en su camino?
—Podríamos decirlo así. Frau Achtenhagen puede llegar a ser muy perseverante.
—Bueno, su insistencia no dio resultado conmigo —dijo, endureciendo su expresión. Fabel dedujo que era una mujer con la que había que andarse con cuidado—. La mandé al cuerno. Todo lo relacionado con la muerte de Jake… es trágico. Y sórdido. Y creo que la organización puede pasarse muy bien sin ese tipo de publicidad.
—Igual que su esposa y sus hijos, me imagino.
—Desde luego.
Meissner removió su café
macchiato
y lamió la espuma de la cucharilla.
—¿Hasta qué punto conocía a Herr Westland?
Meissner soltó una risotada cínica.
—No creía que hicieran ustedes esta clase de preguntas. Pensaba que era solo en las películas. Si quiere preguntarme si tenía o si había tenido una relación íntima con Jake, ¿por qué no me lo pregunta directamente?
—Muy bien. ¿La tenía?
—No. A pesar de lo que afirmaba la prensa amarilla británica, Jake no estaba interesado en mí de esa manera. Y puedo asegurarle que él no era en absoluto mi tipo. Deduzco que ha investigado un poco sobre él.
—Desde luego.
—Entonces sabrá que la mayoría de la gente lo consideraba un arrogante gilipollas y un farsante. Bueno, pues la mayoría tenía razón. Pero le diré una cosa: estaba totalmente comprometido con Sabinas sin Fronteras. Ahí no había ninguna farsa.
—¿Y por qué con su organización en particular?
—No lo sé. Y no se lo pregunté. Sabinas sin Fronteras no es como las demás organizaciones. Nosotras no prestamos ayuda en casos de hambruna o de desastres naturales convencionales. De ciertos problemas la gente puede hablar abiertamente y sentirse bien por echar una mano. Hay algo en nuestro trabajo, en cambio, en las cosas de las que hablamos, que lleva a la gente a un lugar a donde no desean ir. Pero algunas personas tienen sus motivos para hacerlo. Estoy segura de que Jake tenía motivos para implicarse tanto en Sabinas sin Fronteras. Quizás era indignación auténtica; quizás había conocido a alguna víctima de violación de guerra. Fuera cual fuese el motivo, no me sentía autorizada a preguntar. Le agradecía su apoyo, sencillamente. Jake Westland era la figura más destacada que hemos conseguido hasta ahora.
—¿Lo vio la noche del concierto?
—Naturalmente. Hubo una recepción previa con personalidades de la ciudad y políticos nacionales. El gobierno federal envió al ministro de Asuntos Familiares y de la Mujer y el senado de Hamburgo a Mieke Brün, la senadora de Urbanismo y Medio Ambiente. Schleswig-Holstein también mandó a un par de representantes. Y Gina Brønsted, que se presenta a la alcaldía, se encontraba allí. A decir verdad, esta monopolizó a Jake. Debía de ser fan suya.
—¿En eso consistió todo?
—Por desgracia, sí. Habíamos preparado una fiesta informal para después del concierto, pero Jake alegó que estaba demasiado cansado y no se encontraba bien. Lo único que quería era volver al hotel y dormir. Una sarta de chorradas, según se supo después. Nosotros celebramos igualmente la fiesta. Y salió muy bien, de hecho. Como no estaba la estrella para distraerlos, conseguí abordar a unos cuantos políticos. Aunque no a Brønsted. Ella también se fue en cuanto terminó el concierto.
—Ajá… —Fabel hizo una pausa—. Dígame, ¿qué hace su organización? Quiero decir, ya sé cuál es su terreno, pero ¿qué es lo que hacen concretamente?
—Tenemos tres objetivos. Nuestra prioridad es identificar los conflictos y regiones donde se utiliza sistemáticamente la violación como arma de guerra. Luego hacemos campaña para que se tomen medidas internacionales para proteger a las mujeres en esas zonas. Presionamos a los políticos alemanes y de toda la Unión Europea. A veces más allá incluso. Y cuando es posible, mandamos gente a los puntos más conflictivos.
—¿Es arriesgado?
—Puede llegar a serlo. Mucho. Pero contamos con un equipo de voluntarios (médicos, enfermeras y psicólogos) totalmente entregados a esta causa. Cuando conoces a víctimas de violación de guerra, Herr Fabel, ya nunca se te olvida. Te invade una fuerte motivación. En todo caso, nuestro segundo objetivo es extender la conciencia de que la violación de guerra es un crimen contra la humanidad, y con raíces históricas. Tercero, suministramos pruebas para respaldar la detención y procesamiento de los mandos militares y de los soldados directamente implicados en las campañas de violación. Hemos de andarnos con mucho tiento en este punto, porque, como digo, con frecuencia tenemos gente sobre el terreno y no queremos aumentar el peligro que ya corren de por sí. Los grupos militares y paramilitares responsables de esas atrocidades matarían sin pensárselo dos veces a cualquier testigo potencial que pudiera declarar contra ellos en el futuro. Pero lo cierto es que hemos contribuido a que se juzgara a los violadores de guerra de Bosnia, Somalia y Ruanda.
—¿Y sacan todos sus apoyos de aquí, de Alemania?
—Somos una organización internacional con oficinas en varios países de la Unión Europea, pero sí: aquí está nuestra sede central y los fondos que manejamos proceden en gran parte de donaciones alemanas. Una cantidad desproporcionadamente grande, dados sus problemas económicos, proviene de la antigua Alemania del Este. Lo cual es lógico, pensándolo bien.
—Supongo que sí —dijo Fabel.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, más de un millón, tal vez incluso dos millones de mujeres de la Alemania del Este fueron violadas por las tropas invasoras soviéticas; muchas repetidamente. En algunas ciudades y pueblos, todas las mujeres de entre diez y ochenta años fueron violadas, a menudo delante de sus familiares. Desde la caída del Muro había trascendido que el monumento conmemorativo de la guerra soviético erigido en Berlín Este en honor de los caídos del Ejército Rojo se había conocido durante décadas entre la población como «la Tumba del Violador Desconocido».
—Se puede afirmar que la antigua Alemania del Este era hija de una violación —dijo Meissner—. Mientras existió, la República Democrática Alemana fue una nación atormentada por la violación de sus mujeres. Sé de lo que hablo; yo nací en Dresde y tanto mi madre como mi abuela fueron víctimas. Mi madre tenía doce años entonces. O sea que ahí tiene, Herr Fabel, mis motivos por luchar contra la violación de guerra.
—Ya veo.
Se creó un silencio incómodo. No sabía qué decirle a Meissner sobre la violación de su madre y de su abuela, del mismo modo que le habría costado hallar una respuesta si hubiera llegado a encontrarse con Jespersen y este le hubiera explicado de primera mano lo sucedido con su padre y su abuelo.
—¿Ha oído hablar de un bosnio llamado Vujačić? —dijo Fabel al fin, hurgando en su bolsillo para sacar su bloc de notas y comprobar el nombre de pila.
—¿Goran Vujačić? —preguntó Meissner, anticipándose—. Claro. Tuvo suerte y logró librarse del juicio con la coartada más chunga que he oído en mi vida. Vujačić era un hijo de perra especialmente sádico. Y lo de hijo de perra es literal: dirigía un grupo paramilitar cuyos miembros se hacían llamar
Psoglav
, «cabeza de perro» en serbio, aunque el término se refiere a una criatura mítica del folclore serbobosnio, por lo visto. En otro contexto, en una ciudad europea en tiempos de paz, los crímenes que cometió le habrían supuesto una condena por pedofilia y delitos sexuales. Pero en una situación de guerra, algunos hombres se comportan de un modo del que ni siquiera ellos mismos se habrían creído capaces.