—No creo que para Halvorsen pudiera ser de gran interés dilucidar si un puñado de suecos hablan con acento danés o con acento sueco —dijo Fabel.
—Ni yo —dijo Vestergaard con desdén—. Y sus visitas a Copenhague y a la región de Øresund quizá no tengan nada que ver con su muerte. Pero recuerde que Halvorsen estaba interesado especialmente en el neofascismo. El debate sobre la identidad de Scania no consiste solo en si eres sueco o danés. Hay muchos grupos de extrema derecha que quieren obtener la autonomía y expulsar a todos los musulmanes a «Suecia».
Vestergaard se vio interrumpida por el timbre del teléfono. El propio Steinbach respondió.
—Es para ti —le dijo a Fabel, tendiéndole el auricular.
—Fabel, soy Möller. Voy a enviarle a su oficina los resultados de la autopsia de Jespersen, pero he pensado que querría conocer los puntos esenciales.
—Se lo agradezco, Herr doctor. Deduzco que nuestras sospechas estaban justificadas…
—Tal como sugería su no muy encantadora colega danesa… Por cierto, ¿sabía que contactó directamente conmigo y que se puso a darme instrucciones sobre lo que debía buscar?
—No, no lo sabía —dijo Fabel, lanzándole una mirada furiosa a Vestergaard—. Mis disculpas.
—En todo caso —continuó Möller—, tenía razón. He encontrado un pinchazo de aguja hipodérmica. O lo que a mí me parece un pinchazo expresamente disimulado. En la ingle. Se me habría escapado si no hubiera estado buscando algo de esa naturaleza.
—¿Qué le inyectaron?
—Habrá que esperar al informe toxicológico completo, aunque yo, siguiendo una corazonada, le he hecho un análisis de sangre. Buscaba, y he encontrado, signos de hipercalemia.
—¿Lo cual es…?
—Elevados niveles de potasio. La sustancia que le inyectaron disparó el nivel de potasio en su organismo. Esto provocó una hipercalemia que, a su vez, habría desatado una arritmia y, en último término, un paro cardíaco. Hay una serie de agentes, o combinaciones de agentes, que podrían llegar a producir ese efecto. Por ahora he incluido pruebas toxicológicas para detectar cloruro de potasio y cloruro de suxametonio.
—Bueno, ya podemos dejar de especular —dijo Fabel, después de colgar el teléfono—. Al parecer, Frau Vestergaard, estamos colaborando en una investigación de asesinato.
U
te Cranz se examinó en el espejo. Venía a ser como mirar a una extraña.
Era alta y delgada. Bajo aquellas ropas caras se ocultaba un cuerpo ágil y estilizado. Había pasado horas y horas trabajándolo, volviéndolo fuerte, flexible, airoso. Pero se sentía desconectada de él, totalmente ajena a la persona que le devolvía la mirada —inexpresiva y fríamente— desde el espejo.
De niña, Ute, al igual que su hermana, había destacado como gimnasta. Podría haber llegado lejos, incluso a las competiciones internacionales, pero sus padres no lo habían aprobado, lo veían como un maltrato a su propio cuerpo. «Disfruta del deporte en sí mismo —le había dicho su padre una vez—, pero no permitas que violenten tu cuerpo, que dañen tu salud por algo que no es más que una mentira». No lo había entendido entonces, pero ahora sí lo entendía. Había visto lo que habían hecho con su hermana. Margarethe se lo había ido contando poco a poco. En cada visita un poco más. Un nuevo horror cada vez.
Le habían arrebatado la vida. Lo que le habían hecho a su hermana era como una violación. No, peor. La habían destruido, la habían despojado de su humanidad. Después, cuando quedó claro que no estaba dispuesta a hacer lo que querían, la abandonaron.
Ute le dio la espalda al espejo y cruzó el salón hasta la ventana desde la que se dominaba la calle. Ni rastro aún. Miró su reloj: unos minutos más. Regresó frente al espejo, se aplicó un poco más de maquillaje y se echó el pelo hacia atrás.
Había planeado su atuendo con todo cuidado: elegante pero sin que resultase tampoco excesivo para aquella hora de la tarde de un miércoles. Era exactamente a esta hora de la tarde cuando Herr Gerdes regresaba los miércoles a casa. Vivía en el sobreático: el que tenía la terraza de la azotea. Ute había deducido que Herr Gerdes vivía solo, aunque no sabía si era divorciado, viudo o un solterón empedernido. Realmente era un vecino muy tranquilo. El único sonido que había llegado de su apartamento era la música que escuchaba: Brahms y algo de Bruch, creía. Y eso solo alguna vez mientras ella subía por la escalera a su propio apartamento.
Ute puso la mano en el pestillo de latón, entreabrió la puerta y aguzó el oído. Al cabo de un momento, oyó el golpe de la puerta de la planta baja y un ruido de pasos en la escalera. Salió al rellano justo cuando llegaba Herr Gerdes.
—Ah, hola, Frau Cranz —dijo, sonriendo. Llevaba un grueso jersey de cuello alto bajo un abrigo de tweed de aspecto caro. En la mano tenía unos guantes de piel de cerdo de color claro—. Hace mucho frío hoy. ¿Va a salir?
—Me alegro de encontrarlo, Herr Gerdes —le dijo ella con formalidad, eludiendo la pregunta—. Como sabe, no hace mucho que me he mudado a este apartamento y tengo un problema con el contrato. Me preguntaba si podría usted aclarármelo.
—Bueno —dijo él, frunciendo el ceño—. Me encantaría, pero ahora mismo…
—No. Ahora, no. —Hizo un gesto de disculpa—. No me atrevería a abusar de su amabilidad sin previo aviso. Estaba pensando… Bueno, me preguntaba si querría usted cenar conmigo el sábado por la noche. —Se hizo un silencio y ella se apresuró a llenarlo—. Verá, no se me presentan muchas ocasiones de cocinar para nadie y tengo unos filetes…
Él la acalló acercándose y ensanchando su sonrisa.
—Frau Cranz, me encantaría.
H
abía sido un día extenuante. En parte porque había tenido que pasar muchas horas en compañía de Karin Vestergaard. Nunca se le habría ocurrido que estar junto a una mujer hermosa pudiera ser tan tedioso. Era muy guapa, sin duda, pero aún sentía que, si no estaba en su presencia, le era casi imposible recordar su cara. Y a Fabel se le daba muy bien recordar los rostros de la gente; al fin y al cabo, lo había convertido en su profesión. Antes de salir llamó a Susanne desde su despacho y le explicó que se había sentido en la obligación de llevar a cenar a Vestergaard y que iba a recogerla a las ocho.
—Por favor, acompáñame —le suplicó—. Esa mujer es un latazo, necesito tu ayuda.
—No. Sería abusar del dinero del contribuyente. Vas a incluirlo en tus gastos de trabajo, ¿no?
—Pero tú intervienes en la investigación de Sankt Pauli. Es un gasto legítimo. Y a ella le interesará conocer cómo trabajas con la brigada. Estoy dispuesto a pagarlo de mi bolsillo.
—Vaya. Debe de ser complicada de verdad.
—Voy a reservar una mesa en ese restaurante de pescado de Neumühlen, tu favorito.
—No creo…
—¿Te he dicho ya que esa dama de hielo nórdica es especialmente guapa? Y estaremos los dos solos si no vienes…
—Vale. Iré para poner a salvo tu honor. Pasa a recogerme por el apartamento.
Fabel era consciente de haberse convertido en objeto de envidia general. Todos los hombres del restaurante se volvieron cuando entró con Susanne y Karin Vestergaard. La verdad era que le encantaba ser visto en compañía de dos mujeres tan bellas. Al verlas a las dos juntas, le llamó la atención lo distintas que era: Susanne tenía el pelo negro azabache, los ojos de un castaño intenso y la piel con una ligera pátina dorada incluso en mitad del invierno. Por el contrario, Karin Vestergaard tenía el pelo de un rubio casi ceniza, la tez blanca y los ojos de un azul claro deslumbrante. En fin, la céltica meridional y la doncella vikinga.
Una vez más, Karin Vestergaard había modificado su maquillaje y ello le daba un aire totalmente distinto, suavizaba su aspecto. Susanne y Vestergaard empezaron a charlar cordialmente mientras ocupaban una mesa junto a la ventana. El restaurante mantenía las luces atenuadas para que los comensales pudieran contemplar el silencioso ballet de los barcos y buques de carga que se deslizaban frente a los ventanales que miraban al Elba. A Fabel le resultaba extraño oír a Susanne hablar en inglés: apenas le había oído cuatro palabras en ese idioma durante toda su relación. Advirtió que, aunque lo hablaba muy bien; su acento bávaro era bastante más evidente que cuando se expresaba en alemán.
Susanne y Karin Vestergaard congeniaron nada más conocerse, y Fabel no salía de su estupor ante la facilidad con que la policía danesa parecía cambiar de personalidad. No era la primera vez que la complejidad de la mente femenina lo dejaba perplejo. Había observado ese mismo fenómeno en otras ocasiones: a mujeres que se trataban entre sí de un modo completamente distinto al que utilizaban con él. Lo había observado otras veces, pero jamás lo había entendido. Allí sentado, se sentía como si hubiera conseguido el derecho de admisión en un club exclusivo para descubrir de golpe que no le habían dado más que un pase de un solo día.
—Así que ha pasado la mayor parte del día con Jan —dijo Susanne—. Debe de necesitar un trago.
Le hizo una seña al camarero y pidió una botella de vino blanco.
—Tampoco es tan malo —dijo Vestergaard. Le sonrió a Fabel y él advirtió que era la primera vez que lo hacía—. Lo que pasa es que cuesta un poco acostumbrarse.
—Dígamelo a mí —respondió Susanne, arqueando una ceja y sonriendo con complicidad—. ¿Qué le parece Hamburgo?
—Me gusta —dijo Vestergaard—. Es raro, pero no me resulta tan ajeno. Es como si tuviera un toque danés.
—Usted misma ha dicho hoy —observó Fabel—, cuando estaba hablando de las eurorregiones, que Hamburgo poseía un elemento nórdico. Bueno, este lugar en el que ahora estamos pertenece a Altona, que fue una ciudad por derecho propio hasta mil novecientos treinta y tantos, cuando pasó a formar parte de Hamburgo bajo la Ley del Gran Hamburgo. Todo esto fue tierra danesa durante más de doscientos años. Y la propia Hamburgo estuvo apretujada contra la frontera danesa durante la mayor parte de su historia.
—Por Dios, no vaya a darle cuerda —le dijo Susanne a Vestergaard—. Es capaz de convertirlo todo en una lección de historia. Ya entiendo a qué se refiere, Karin. Yo soy del sur, de Baviera. Cuando vine por primera vez a Hamburgo tuve la sensación de que era una ciudad muy escandinava. Aunque aquí siempre te están machacando con la idea de que son medio ingleses. ¿Sabe cuál es el apodo de Jan?
—Uf, eso es un chiste muy viejo —dice Fabel—. Algunos me llaman
der Englishe Kommissar
porque soy medio británico. Escocés, de hecho.
Susanne se echó a reír.
—No, eso no. Juraría que ni siquiera tú conoces ese apodo: Lord Gentleman.
—¿Quién me llama así? —Fabel mirando acusadoramente.
—¿Lo ve? —le dijo Susanne a Vestergaard—. Ahora se ha ofendido. ¿Sabe que se compra todas sus cosas en las tiendas inglesas de Hamburgo? Yo creía que Harris Tweed era un novelista romántico hasta que lo conocí a él.
Vestergaard se echó a reír.
—Es gracioso —le dijo a Fabel—. Cuando lo vi por primera vez pensé que parecía danés. Pero es lo que me pasa con mucha gente de aquí.
—Ajá. —Jan la apuntó con el tenedor—. Lo entendió todo al revés. El pelo rubio se lo debo al lado escocés de la familia.
—Creía que todos los escoceses eran pelirrojos, con una barba poblada y una borrachera permanente.
—Eso solo las mujeres —dijo Fabel.
—Le contaré a tu madre lo que has dicho. —Susanne sonrió.
—¿Cómo se conocieron ustedes dos? —preguntó Vestergaard—. Si no les importa que lo pregunte. ¿Por el trabajo?
—Estuvimos juntos en un caso hará unos cuatro años. Me persiguió más implacablemente a mí que al asesino.
—Según recuerdo, no hiciste grandes esfuerzos para escapar. —Fabel sonrió y tomó un sorbo de vino.
—¿No se interpone el trabajo? Me refiero a que debe de ser difícil mantener una relación personal y profesional a la vez —preguntó Vestergaard.
—Procuramos que no —dijo Fabel—. Antes teníamos la norma de no hablar de temas de trabajo fuera de la oficina. Y todavía la respetamos en buena medida. Pero, naturalmente, a veces no puedes evitarlo. Además, Susanne solo interviene en un porcentaje reducido de los casos que yo investigo. Como ahora el de esta asesina que anda suelta por Sankt Pauli.
—Me parece que fue eso lo que no funcionó entre Jens y yo. —Vestergaard clavó la vista en el mantel.
—¿Jespersen y usted? —Fabel bajó la copa—. ¿Tenían una relación? Ay, Dios, lo siento. No lo sabía.
Ella sonrió débilmente.
—Rompimos hace unos cuatro años. Como ya le he dicho, a él le costó aceptar que yo le hubiese adelantado en mi carrera. Todo el mundo sabe que Dinamarca es un país muy liberal; junto con Suecia y Finlandia, tenemos los índices más elevados de igualdad de género. Pero las estadísticas no toman en cuenta el carácter danés. Jens era jutlandés, muy anticuado. A veces pienso que le escoció demasiado que yo, una mujer, fuese ascendida antes que él.
—¿No resultaba incómodo trabajar juntos en esas circunstancias? —dijo Susanne—. Quiero decir tras la ruptura.
—Estuvimos una temporada en divisiones distintas. Solo durante el último año empezamos a trabajar juntos otra vez. Y sí, era complicado. Aunque eso tenía más que ver con la manera de trabajar de Jens y con su actitud general hacia la autoridad.
—Jespersen, por lo visto, era parecido a Maria Klee —le explicó Fabel a Susanne.
—¿Maria Klee? —Vestergaard alzó las cejas.
—La agente de la que le he hablado. La que sufrió una crisis nerviosa tras emprender una cruzada personal.
Se hizo un silencio. Lo interrumpió el camarero, que llegaba con los platos.
—Lo lamento —dijo Vestergaard—. He estropeado el clima de la cena. —Alzó la copa con una sonrisa forzada—. Basta de hablar de trabajo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Susanne.
La conversación regresó lentamente a aguas más tranquilas, a esas cosas intrascendentes de las que habla la gente que no se conoce mucho. Pero, mientras charlaban, Fabel observó a Karin Vestergaard. Recordó la rabia que había mostrado al ver el cuerpo de Jespersen en el depósito. Rabia dirigida a su colega muerto. A su ex amante muerto. Empezaba a comprender un poco mejor a la detective danesa. ¿Por qué motivo le daba entonces mala espina?
H
abía cosas que Fabel disfrutaba de su trabajo. Y otras que detestaba.
Dirigir una brigada de homicidios era una tarea de gestión, un trabajo burocrático que exigía cierta meticulosidad. Fabel no era por naturaleza un burócrata ni una persona meticulosa, o al menos no lo era cuando se trataba de cuestiones administrativas. Había iniciado la jornada llamando a Werner a su despacho. A menudo pensaba que tras la complexión cuadrada y la pinta de duro de Werner se ocultaba la mente de un relojero, así que con los años había aprendido a confiar en la perspicacia para los detalles de su adjunto y siempre que debía repartir tareas en el equipo solicitaba su consejo. Fabel había pedido —y obtenido— recursos extra para investigar los crímenes de Sankt Pauli mientras empezaba a hacer averiguaciones sobre la muerte de Jespersen. Teóricamente, se suponía que debía manejar ambas investigaciones de modo paralelo, asignando cada una a un equipo y dirigiendo las dos a distancia. Lo suyo sería la supervisión, la visión de conjunto o como demonios se llamara. A Fabel no le gustaba trabajar así. Él consideraba que un agente de investigación debía dedicarse a eso, a investigar, aunque tuviera un cargo superior. Pero la Polizei de Hamburgo, como Sylvie Achtenhagen no se cansaba de señalar siempre que la enfocaba una cámara, la había cagado en la investigación original del Ángel; así que él debía encargarse esta vez de que no se produjera el menor fallo.