Fabel contempló la insulsa belleza del rostro de Karin Vestergaard cuando el cuerpo de su subordinado quedó expuesto ante ella. Hubo en su expresión un destello que desapareció casi al instante. Pero Fabel lo reconoció: era rabia. Estaba rabiosa con Jespersen por el hecho de que hubiera muerto.
—Lo siento mucho —dijo Fabel—. ¿Llevaban mucho tiempo trabajando juntos?
—¿Cuándo está prevista la autopsia?
—Mañana —dijo Fabel—. A las dos de la tarde.
Vestergaard se inclinó hacia delante y examinó más de cerca la cara de Jespersen. Luego apartó la sábana del todo para ver el cuerpo entero.
—¿Qué está buscando? —preguntó Fabel, ya sin ocultar la irritación que le inspiraba su exagerada reserva.
—¿Quién se encargará de la autopsia?
—El doctor Möller. Es nuestro patólogo jefe. Es realmente…
—Dígale que busque pinchazos. Marcas de aguja. Sobre todo en la zonas ocultas: en el cuero cabelludo, en los pliegues de la piel, alrededor del ano…
—Mire —dijo Fabel—. Esto ya ha ido demasiado…
—¿Usted cree que fue de muerte natural? —Vestergaard se volvió hacia él. Más fuego gélido en sus ojos.
Fabel suspiró.
—Se parece mucho a un ataque cardíaco.
—¿Usted cree que fue de muerte natural? —repitió.
—No. Al menos tengo mis dudas. Anna Wolff, una de mis agentes, me llamó la atención al respecto. Ella también piensa que hay algo sospechoso.
Vestergaard se irguió de nuevo, aunque continuó con la vista fija en el rostro de su colega muerto. Al cabo de unos momentos, miró a Fabel.
—Tenemos que hablar…
Fabel acompañó a Vestergaard a su hotel, en el Alter Wall. En cierto modo no le sorprendió que hubiera hecho la reserva en el mismo hotel donde había muerto Jespersen. No le sorprendió, pero lo encontró desacertado. Pidió que les sirvieran café en un rincón con sillones un poco alejado del bar mientras Vestergaard subía a la habitación con el equipaje.
—He pensado que podríamos tomarnos un café y luego irnos al Präsidium y hablar de Jespersen —le dijo cuando regresó.
—Hablemos aquí mismo —respondió ella—. Aquí estamos solos y es territorio neutral. Luego podemos ir la Präsidium.
—¿Territorio neutral? —dijo Fabel—. Se supone que vamos a colaborar. No creo que los colegas necesiten «territorio neutral».
—Era solo una expresión —dijo Vestergaard, sorbiendo su café y dejando un rastro rosa en el borde de la taza—. Quizás es que mi inglés no es tan bueno como el suyo. He observado que no lo habla con acento alemán.
—Lo aprendí de joven —dijo, irritado por esa distracción táctica. Sabía lo que Vestergaard estaba haciendo; y ella sabía que él lo sabía. Ambos eran policías, expertos interrogadores—. Soy medio escocés. Me eduqué de modo bilingüe.
—Ya veo. —Otro sorbo—. Es insólito oír a un alemán hablarlo sin acento. En Dinamarca subtitulamos todas las películas y programas de televisión de habla inglesa. Ustedes los doblan. Los alemanes no están en contacto directo como nosotros con la lengua original. Es como un condón cultural. Por eso nosotros, los daneses y holandeses, hablamos mejor el inglés. Con menos acento, quiero decir. Pero ya he notado cuando me ha recogido en el aeropuerto que usted no tenía ningún acento. Lo cual habría facilitado mucho las cosas con Jens. ¿Dice que no llegó a encontrarse con él?
—Hablamos por teléfono. Una vez. —Fabel se rio sin ningún calor—. ¿Esto es un interrogatorio, Frau Vestergaard? Si es así, le recuerdo que el agente de policía aquí soy yo. Y si hay algo sospechoso en la muerte de Jespersen, el caso es mío, no suyo. Estamos en mi jurisdicción.
—A Jens no le gustaban los alemanes —dijo ella, todavía impasible. Fría—. ¿Lo sabía?
—No —suspiró Fabel—. ¿Algún motivo en particular?
—El de siempre: la guerra. Jens, igual que yo, se sentía orgulloso de ser policía danés. Es una noble herencia para nosotros. ¿Sabe cuál es uno de los momentos de los que más nos enorgullecemos?
—Ya me imagino lo que va a contarme.
—Durante la guerra, a diferencia de la policía de otros países ocupados, la policía danesa se negó a colaborar. Apenas lo hicieron. Básicamente intentaron continuar con lo que se suponía que era su trabajo. O sea, ejerciendo de policías. Luego, cuando ustedes los alemanes les dijeron que debían vigilar las instalaciones militares frente a los ataques de la resistencia danesa, ellos los mandaron al cuerno. ¿Sabe qué pasó? —Fabel se encogió de hombros—. Que ustedes los enviaron al campo de concentración de Buchenwald.
—Oiga, Frau Vestergaard, yo no envié a nadie a ningún campo de concentración. No había nacido aún. Y si hubiera estado vivo entonces, no habría sido nazi.
A Fabel le daba rabia que ella hubiese logrado sacar a la luz su irritación. Lo estaba provocando deliberadamente.
—¿De veras? —dijo, como si estuviera vagamente sorprendida—. En todo caso, docenas de policías daneses murieron en Buchenwald. Después, cuando los trasladaron y pasaron a ser prisioneros de guerra, el índice de mortalidad descendió. Pero ellos siguieron negándose a hacer lo que ustedes… quiero decir, los alemanes… quiero decir, los nazis… perdone, me hago un lío, ya no sé quiénes fueron los que violaron la soberanía de Dinamarca… lo que ustedes querían que hicieran.
—¿Y por eso odiaba Jespersen a los alemanes? Para ser sincero, tengo la sensación de que usted comparte su prejuicio.
—Jens procedía de una larga tradición familiar de servicio policial. Su abuelo fue policía durante la guerra y su padre, que solo tenía veintiún años entonces, también. Ambos fueron deportados a Buchenwald. El abuelo de Jespersen fue uno de los que murieron. Su padre logró sobrevivir por los pelos.
—Ya veo. Entiendo. Pero ¿qué quiere decirme con todo esto?
—Que Jens no habría pisado Alemania de no haber tenido un poderoso motivo para hacerlo.
—¿Y usted no sabe por qué vino?
—Tengo una ligera idea. Pero nada más. Jens era… —Por primera vez desde que la había visto, Vestergaard pareció vacilar, como si no encontrase la palabra adecuada—. Jens podía ser a veces una persona difícil. Tenía tendencia a desaparecer y a hacer las cosas por su cuenta. A seguir sus corazonadas.
—No tiene nada de malo seguir una corazonada.
—No, siempre y cuando mantengas informados a tus colegas, y a tu superior, de tu paradero y de lo que estás haciendo.
—Pero nosotros recibimos una solicitud oficial firmada por usted misma para que le proporcionáramos ayuda a Jespersen. Usted sabía que venía aquí.
—Él me contó una parte de lo que tenía entre manos, pero no todo. Las cosas no eran fáciles con Jens. Yo había empezado bajo su mando y él era un policía de la vieja escuela. Le resultaba muy difícil aceptar que ahora dependía directamente de mí. Por si fuera poco, tenía la costumbre de emprender pequeñas cruzadas por su propia cuenta.
Vestergaard debió de percibir un cambio sutil en la expresión de Fabel.
—Parece como si mis palabras hubieran tocado una fibra sensible —dijo.
—Es una larga historia —dijo Fabel—. Yo tengo… tenía una agente que hacía lo mismo. Y le costó la salud mental.
—Ya veo. Bueno, yo creo que la última cruzada de Jespersen puede haberle costado la vida. ¿Ha oído hablar de la Patrulla Sirius?
Fabel meneó la cabeza.
—La Patrulla Sirius es una unidad de las fuerzas especiales de la marina danesa. Tiene la responsabilidad de vigilar el extremo noreste de Groenlandia, por si nuestros amigos rusos decidieran hacernos una visita algún día. Son los tipos más duros con los que puedes llegar a tropezarte. Cubren casi veinte mil kilómetros de litoral, viajando principalmente en trineo a temperaturas que llegan a los treinta grados bajo cero. Y en invierno, naturalmente, lo hacen todo en una noche perpetua.
—¿Jespersen?
—Un par de años, sí. Después, cuando se enroló en la policía nacional danesa, lo admitieron en el Politiets Aktionsstyrke o AKS. Son las fuerzas especiales de nuestra policía. Una unidad de élite para situaciones extremas, redadas antidroga, etcétera. Supongo que ya entiende lo que pretendo decirle.
—¿Que Jespersen era un hijo de puta muy duro?
—Eso y que estaba extraordinariamente preparado. Se encontraba tan en forma como cuando era soldado de Sirius.
—No era candidato a un ataque cardíaco…
—Digamos que no era un candidato típico. Desde luego, entra dentro de lo posible y sería la explicación más sencilla, pero yo no acabaré de creérmelo a menos que la autopsia muestre algún defecto cardíaco congénito. —Vestergaard apuró su taza y meneó la cabeza cuando Fabel iba a volver a llenársela—. Demasiado café me pone nerviosa.
Fabel trató de imaginarse nerviosa a Karin Vestergaard, pero eso superaba sus dotes para la fantasía.
—Bueno, ¿y a qué viene lo de buscar posibles pinchazos en el cadáver? ¿Tiene idea de quién podría estar detrás de la muerte de Jespersen?
—Lo único que tengo, comisario jefe, es una serie de hechos inconexos. Y sospecho que era lo único que tenía Jens, pero él de algún modo lo situaba todo en una perspectiva más amplia. Estoy dispuesta a compartir con usted todo lo que sé, pero espero una pequeña compensación a cambio… Herr Van Heiden me aseguró que podría contar con toda su colaboración. Yo le agradecería que ampliara esa cooperación hasta el punto de mantenerme plenamente informada de sus progresos. Sospecho que las ramificaciones de este caso se extienden a través de nuestra frontera común. Y quizá más allá. Y si mis… si nuestras sospechas son correctas, estamos hablando del asesinato en Hamburgo de un destacado agente de la policía danesa. Lo que no es poca cosa.
Fabel observó a Vestergaard un momento. Se había retocado el maquillaje cuando había subido a su habitación. Un matiz distinto que cambiaba sutilmente su aspecto. Tal vez si tenías unos rasgos perfectamente regulares podías cambiar de
look
más fácilmente que los demás. Pese a su belleza, supuso Fabel, Karin Vestergaard podía adoptar incluso una apariencia sencilla y carente de interés.
—Supongo que piensa pasar un tiempo en Hamburgo.
—He dejado la reserva abierta.
—Tal vez debiéramos pensar en otro hotel. El escenario del crimen está aquí, si la muerte de Jespersen fue un asesinato.
—En ese caso podría resultar útil estar cerca. —La expresión de Vestergaard seguía sin delatar la menor emoción.
—Como prefiera —dijo Fabel—. Pero voy a asignarle un agente para tenerlo todo controlado.
—No hace falta —dijo Vestergaard—. Ya le he dicho que Jens Jespersen había sido en su momento mi superior, y no al revés. Bueno, pues eso fue mientras los dos estábamos en el Politiets Aktionsstyrke. Créame, señor Fabel, soy muy capaz de cuidar de mí misma.
—Sí. Como Jespersen —dijo él.
E
ra reconfortante estar de vuelta en casa. En Noruega. En Oslo. Bajo aquella luz. Extraño pero reconfortante. Las nubes se habían dispersado y los dueños de los cafés, siempre optimistas, sacaban a la calle mesas y sillas de aluminio, y algunas estufas exteriores estratégicamente situadas.
Birta Henningsen estaba en una terraza, tomándose un café, y observaba a través de sus gafas de sol los tranvías
Oslotrikken
de color azul claro que pasaban por la calle, bajo un cielo del mismo color veteado con jirones de nubes blanquecinas. El sol de febrero lucía sobre Oslo, aunque sin proporcionar verdadero calor. Pero eso le sentaba a Birta de maravilla: ella pertenecía a ese clima, a esa luz, a ese aire fresco y limpio, a ese entorno. Birta, desde luego, había pasado temporadas en el Mediterráneo y en otros lugares hermosos del mundo, principalmente por cuestiones de trabajo, pero allí siempre se había sentido distinta, extraña. Y a ella no gustaba llamar la atención. Era aquí, en el norte, donde se sentía a sus anchas.
Había tomado una comida ligera y ahora el café le devolvió parte de su energía. El viaje en coche desde Estocolmo había sido largo —siete horas—, y el día anterior había hecho todo el trayecto desde Copenhague, cruzando el puente de Öresund. Al terminar, volvería en coche a Estocolmo. Advirtió que sus pensamientos se deslizaban hacia el encuentro previsto para unas horas más tarde. Era un encuentro importante, uno de los más importantes de su carrera. Se había preparado a fondo. Había descubierto que actuaba mejor y estaba menos nerviosa si completaba con mucha antelación toda la preparación y se relajaba en los momentos previos.
Tres mesas más allá había una madre con dos criaturas. Birta los observó. La madre debía de tener más o menos su edad, también el mismo color de tez, e iba vestida con la típica elegancia de Oslo. Ropa cara pero comedida. Y cálida. Pero en esa joven madre —ahí ya no se parecían— había algo no del todo contenido: una vaga sensación de caos. Birta supuso que era cosa de la maternidad: una parte sustancial de la vida de esa mujer ya no estaba bajo su control. Se preguntó cómo sería vivir así.
Se volvió para observar a los peatones y los tranvías. Ella no había tenido hijos. Nunca se había dividido a sí misma. Y nunca lo haría. Había situado su carrera y su independencia por encima de todo. Y ahora, mientras permanecía bajo el pálido cielo noruego mirando los tranvías y echando vistazos a la mujer y sus dos críos, notó cierta desazón en el pecho.
Absurdo. Una divagación sentimental. Estaba irritada por las licencias que se estaba permitiendo desde que había llegado. Como el viaje a Holmenkollen.
Birta no tenía planeado pasar por Holmenkollen, pero había sentido el impulso de hacerlo en cuanto se había encontrado cerca de Oslo. Había conducido durante toda la noche y, justo al aproximarse a la ciudad por la autopista Mosseveien, que discurría por la costa, el día había amanecido con una belleza casi dolorosa, extendiendo velos de seda carmesíes y violáceos sobre el fiordo. Dejando el coche en un aparcamiento municipal de las afueras, había tomado el metro a Holmenkollen y se había mezclado en el centro de esquí con un puñado de turistas de temporada baja. Como ellos, contempló toda la ciudad desde lo alto de la pista de salto. Pero era el circuito alrededor del centro, el que se utilizaba en la prueba de biatlón, lo que Birta había ido a ver en realidad. Una vez más. Una ocurrencia totalmente inútil e impropia de ella. Y ahora permanecía sentada en el centro de Oslo, entregándose a espasmos de celos y observando cómo mimaba la mujer a sus dos críos.