La venganza de la valquiria (14 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Seguramente no es nada, pero si hay alguno disponible, envíelo a Max-Brauer-Allee. Vuelva a llamarme a este número cuando haya identificado el vehículo.

Al llegar a la intersección, tomó por Max-Brauer-Allee. Mientras avanzaba hacia el norte, comprobó que su perseguidor seguía detrás. Se deslizó junto al edificio barroco blanco del Altona City Hall y, al final de la calle, en Platz-der-Republik, vio al patrullero plateado y azul parado en la esquina. Sonó su móvil.

—Hauptkommissar Fabel, aquí la sala de operaciones del Präsidium. Tenemos el número de la matrícula. El vehículo que circula detrás de usted es un Mercedes CLK descapotable, registrado a nombre de Sylvie Achtenhagen, con domicilio en Edgar-Ross-Strasse, Altona. ¿No será…?

—Sí, lo es. Gracias. Dígale al patrullero que lo haga parar.

Fabel paró junto a la acera al ver por el retrovisor que el Mercedes había sido detenido. Bajó y se acercó a Achtenhagen, que ya estaba fuera del coche protestando y discutiendo.

—Gracias, yo me encargo —les dijo a los agentes uniformados.

—Esto es un acoso intolerable —dijo Achtenhagen con una indignación no muy convincente—. Detener a un miembro de la prensa sin motivo. Como no sea, claro está, el hecho de dejarlos en ridículo por mostrar públicamente su incompetencia.

—¿Ya ha terminado? —dijo Fabel con un corto suspiro—. Quiero saber por qué me seguía.

—No lo seguía. Yo vivo en Altona.

—Déjese de tonterías, Frau Achtenhagen. Son casi las tres y media de la mañana y he de irme a casa. Me ha seguido mientras yo describía un círculo completo. Me venía pisando los talones desde el escenario del crimen.

—¿Es que ha habido otro asesinato? —preguntó Achtenhagen. Su consternación era tan poco auténtica como la indignación que acababa de exhibir. Fabel se cruzó de brazos y resopló con impaciencia para que Achtenhagen dejase de fingir—. De acuerdo… —suspiró—. Pero tengo derecho a conducir por donde quiera y a seguir a quien me apetezca. Usted y su departamento se han mostrado muy poco serviciales, y he decidido vigilarlo de cerca. Desde luego, me ha resultado muy provechoso esta noche. ¿Quién era la víctima? —Fabel permaneció en silencio—. Escuche, Herr Fabel. Usted y yo hemos empezado mal.

—No hemos empezado nada. Yo no me encargo de tratar con prensa, ya se lo dije. Y hablemos claro, Frau Achtenhagen, la televisión por satélite no se destaca precisamente por la profundidad de sus análisis informativos. Ya conozco sus teorías: eso de que los periodistas han de crear la noticia y no solo reflejarla. Lo único que busca usted es sensacionalismo: detalles truculentos y un malvado de tebeo con el que asustar al público. Yo me muevo en el mundo real.

—Podemos ayudarnos mutuamente —dijo Achtenhagen.

—No, de eso nada. O al menos usted no puede ayudarme. Esto no es uno de sus dramas baratos de sábado por la noche. Atrapar y demostrar la culpabilidad de un asesino requiere técnicas policiales y forenses profesionales, además de tecnología moderna y de un cotejo de las pruebas obtenidas legalmente. Una detective aficionada de la televisión no nos va a hacer el trabajo.

—¡Yo no estoy diciendo eso! —Achtenhagen había levantado la voz—. Piense lo que piense de mi trabajo, lo cierto es que hay cosas que puedo averiguar y usted no, gente con la que puedo hablar y que se negaría en redondo a hacerlo con un policía. Conozco muy bien a Carstens Kaminski, el jefe de la Davidwache. Usted cree que él, un hombre del pueblo, le tiene tomado el pulso a la Reeperbahn, pero la verdad es que no se entera de la mitad de lo que ocurre. Es un poli, pese a todo. Y a la gente no le gustan los polis, le gusta la televisión. Les gusto yo. Conmigo sí hablan.

—Ya le he dicho…

—Escuche —dijo Achtenhagen, cortándole—. No estoy diciendo que vaya a entregarle al asesino. Ni siquiera que pueda ofrecerle pruebas sólidas. Pero cabe la posibilidad, una posibilidad bien real, de que pueda señalarle en la dirección correcta.

—Muy cívico por su parte —dijo Fabel sin ocultar su desdén—. Como que va a venir a hablar con nosotros antes de largar sus teorías en HanSat, ¿no?

—De hecho, pienso hacerlo así. Con una condición.

—Que es…

—Si yo le facilito un dato que le conduzca al asesino, usted me da la exclusiva de su detención. Cinco… no, diez horas antes de comunicar los detalles al resto de la prensa.

—Aun suponiendo que estuviese remotamente interesado en una oferta semejante, no me hallo en condiciones de aceptarla. Nuestro departamento de prensa tiene buenas relaciones con los medios locales, que no durarían demasiado si no les suministráramos las noticias de importancia.

—Su departamento de prensa superaría el problema. Y usted tendría al asesino. —Achtenhagen se subió el cuello del abrigo—. Oiga, hace un frío glacial. Mi apartamento está cerca. ¿Por qué no viene a tomar un café y hablamos más cómodamente?

—Me voy a casa, Frau Achtenhagen —dijo Fabel, adoptando repentinamente un tono frío y duro.

—Bueno, al menos piense en lo que le he dicho.

—Buenas noches, Frau Achtenhagen.

Fabel subió a su coche. Observó a Achtenhagen por el retrovisor hasta que la vio alejarse. Permaneció unos instantes repasando su conversación con la presentadora; luego arrancó el BMW y se dirigió a Othmarschen.

7

F
abel aparcó frente al Centro Psiquiátrico de la Clínica Universitaria de Eppendorf y, saludando con un gesto al guardia de seguridad del mostrador, subió al primer piso. Llamó a una puerta cuya placa decía: Dra. Eckhardt: Psicología Forense.

—Hola, forastero… —La mujer sentada tras el escritorio tenía treinta y pico largos y el pelo oscuro recogido en una trenza de espiga. Hablaba con un suave acento bávaro. Fabel sonrió.

—Hola… Espero no haberte despertado anoche cuando llegué.

—Ya me conoces —dijo Susanne—. Cuando estoy dormida, no me entero de nada. ¿A qué hora llegaste?

—Hacia las cuatro. Me he levantado muy tarde, de todos modos. —Bostezó aparatosamente.

—No te ha servido de mucho. Hoy no te quedarás trabajando hasta altas horas de la madrugada, ¿no?

—No si puedo evitarlo —dijo Fabel—. En fin, he de irme. Me venía de paso y he subido a dejarte esto… —Puso una gruesa carpeta beis sobre la mesa—. No podía pasártelo todo por email.

—¿Tiene que ver con el caso del Ángel?

—Con el caso del Imitador del Ángel, si mi instinto no me engaña. ¿Podrías echarle un vistazo? Ya me encargaré del papeleo para pagarte el tiempo que dediques. —Se fue hacia la puerta, pero se detuvo frunciendo el ceño—. ¿Te cuento una cosa extraña? De anoche, quiero decir.

—¿Qué?

—Sylvie Achtenhagen, ya sabes, la periodista y presentadora de la tele, esa de HanSat… bueno, me estaba siguiendo. Hice que la interceptase un patrullero. Y entonces ella empezó a ofrecerme su ayuda en este caso. Absurdo, ya lo sé, pero lo raro… —Se interrumpió, soltó una carcajada y meneó la cabeza—. No, supongo que estaba demasiado cansado.

—No. Venga, sigue.

—Bueno, en realidad quería convencerme para que la ayudase a conseguir una exclusiva en el caso del Ángel. Pero habría jurado que me estaba ofreciendo acostarse conmigo…

—¡Bromeas!

—No. Me dijo que fuésemos a su casa para hablar más cómodamente.

—Debe de estar desesperada por un buen reportaje —dijo Susanne, arqueando una ceja.

—Muy amable. Pero sí, creo que lo está. Dios sabe que hizo más daño que otra cosa en el caso original del Ángel. Es casi como si estuviera obligada a averiguar quién es el asesino.

Susanne se arrellanó en su silla, dándose golpecitos con un lápiz entre sus dientes blanquísimos.

—Si no recuerdo mal, Sylvie Achtenhagen es una mujer bastante atractiva.

—Pues sus encantos resultan totalmente inútiles conmigo —dijo Fabel—. No la soporto.

—Te venía de paso… ¿a dónde?

—¿Cómo? —Fabel frunció el ceño.

—Has dicho que te venía de paso subir a verme.

—Ah, tengo que recoger a ese policía danés en el aeropuerto. —Consultó su reloj—. Mierda, he de irme. Échale un vistazo a eso cuando puedas. Te llamo más tarde.

8

P
lantado en la sala de llegadas del aeropuerto Fuhlsbüttel de Hamburgo, mientras sujetaba una tablilla con el nombre VESTERGAARD escrito en mayúsculas con rotulador, Fabel se sentía vagamente ridículo. Esperaba junto a otros que hacían exactamente lo mismo: algunos con nombres, otros con logos de empresas. Pero todos los demás eran chóferes profesionales enviados para recoger a ejecutivos que llegaban en avión.

Fabel podría haberse limitado a mandar un coche patrulla para que un agente uniformado recogiera al poli danés, pero le había parecido más diplomático presentarse personalmente. Había una especie de protocolo, unas normas de cortesía para estas cosas que él siempre parecía interpretar mal. Había decidido, pues, que lo mejor sería hacer acto de presencia. Por lo visto, Vestergaard era un oficial de categoría y, al fin y al cabo, uno de sus hombres había muerto en Hamburgo. Pero mientras aguardaba allí con su tablilla, Fabel no se sintió como un diplomático, sino más bien como un chófer y, sobre todo, como un idiota.

El panel de información anunció el aterrizaje del vuelo de Copenhague y, al cabo de unos minutos, una oleada de ejecutivos trajeados empezó a desfilar por la puerta de llegadas. Fabel se entretuvo observando las figuras que emergían y apostando consigo mismo a que sería capaz de identificar a Vestergaard antes de que él se diera a conocer. Lo distrajo un momento una rubia muy atractiva con un traje de aspecto caro y un abrigo azul marino. Ella lo miró a los ojos un instante y Fabel se apresuró a desviar la vista, en parte avergonzado por haber sido sorprendido mientras la observaba y en parte irritado por haberse dejado distraer.

Entonces lo vio: un hombre de elevada estatura y pelo rubio claro, de unos cincuenta años, cuyo traje no ocultaba la magnitud de sus hombros ni suavizaba su expresión de duro. Todo en él proclamaba que era policía, y Fabel se imaginó que Jespersen debía de haber tenido en vida un aspecto similar. El hombre hizo un gesto en su dirección y caminó hacia él. Fabel sonrió y ya iba a tenderle la mano cuando el otro pasó de largo y le entregó su equipaje al chofer que esperaba al lado con un rótulo de la IBM. Por si no bastara con el golpe que acababan de sufrir los poderes deductivos de Fabel, el «danés» se puso a darle instrucciones al chófer con acento bávaro.

—Supongo que no soy lo que esperaba… —dijo una voz femenina en inglés. Fabel se volvió. La atractiva rubia que había visto antes se había parado frente a él, arqueando una ceja.

—¿Politidirektør Vestergaard? —farfulló.

—Sí, soy Karin Vestergaard. Lo siento. Ya sé que resulta desconcertante. —Suspiró, poniendo los ojos en blanco—. Me ascendieron porque soy tremendamente buena haciendo café. Y me han enviado aquí porque todos los hombres estaban muy ocupados resolviendo casos complicados.

Fabel acogió el chiste con media sonrisa, pero se la guardó enseguida al percibir un brillo glacial en los ojos azules de Vestergaard. Un mal comienzo.

—Tengo el coche aparcado ahí fuera —dijo débilmente.

No fue un trayecto muy agradable. Después de preguntarle a Karin Vestergaard qué tal había ido el vuelo y qué tiempo hacía en Copenhague, Fabel se devanó los sesos para darle conversación mientras iban al aparcamiento y subían al BMW. La Politidirektør Vestergaard no era, obviamente, una persona dicharachera. Circularon en silencio por Alsterkrugchausee hacia el centro de la ciudad.

—Tenemos elecciones dentro de pocos meses —dijo al fin, con forzada animación—. Para el cargo de alcalde, es decir, de primer ministro del estado de Hamburgo. El caso es que una de las candidatas es danesa. Bueno, alemana-danesa, de la minoría de lengua danesa de Schleswig-Holstein.

Karin Vestergaard lo miró con una ligera sonrisa que denotaba indulgencia pero ningún interés. Había algo en su rostro que inquietaba a Fabel, aunque no lograba precisar de qué se trataba. Pasaron junto a un cartel que les informaba de que estaban entrando en el distrito de Eppendorf.

—¿No es aquí donde se encuentra la sede de su Instituto de Medicina Legal? —preguntó ella.

—Sí —dijo Fabel—. En efecto. ¿Conoce Hamburgo?

—No. Lo he mirado antes de venir. ¿Jens está ahí?

—Ahí se encuentra la morgue, sí.

—Me gustaría verlo ahora.

—¿Quiere ir ahora? Había pensado llevarla primero al hotel antes de acompañarla al Präsidium. Ya sé que…

—No entiendo. —Karin Vestergaard lo interrumpió con frialdad—. No veo cuál es el problema si estamos pasando por Eppendorf. Quiero ver el cuerpo de Jens. ¿Podemos ir o no?

Fabel se encogió de hombros y giró sin más comentarios por Geschwister-Scholl-Strasse.

La Clínica Universitaria Eppendorf era un gran complejo de edificios, casi como una ciudad en sí misma, situada entre Geschwister-Scholl-Strasse al norte y Martinistrasse al sur. Poseía incluso su propio parque por debajo de Martinistrasse y, al pasar por su lado norte hacia Butenfeld, vieron varias grúas enormes por encima del complejo.

—Esto es un hospital docente —le explicó Fabel—. Ahora están construyendo un nuevo campus. Todo de tecnología punta.

Si Vestergaard estaba impresionada, lo disimulaba muy bien. Ella se limitaba a mirar al frente con aire lúgubre, como si su mente se hubiera anticipado y ya se encontrara en la morgue con su colega muerto. Fabel encontró un hueco para aparcar frente al Instituto de Medicina Legal e hizo pasar a Vestergaard al vestíbulo por la doble puerta de cristal. Tardó un par de minutos en arreglar las cosas para ver el cuerpo de Jespersen; Vestergaard aguardó sentada en recepción con aire impasible.

—Ya podemos pasar —le dijo al fin, y ella lo siguió a la morgue.

Fabel no sabía qué esperar en el depósito. A pesar de haber compartido con ella el trayecto desde el aeropuerto, la agente danesa seguía siendo para él una completa desconocida. No sabía nada de su relación profesional con Jespersen, o del tipo de relación personal que podrían haber mantenido ambos. Fabel observó atentamente su rostro cuando retiraron la sábana y descubrieron el cadáver de Jespersen. Una vez más, lo distrajo su aspecto físico. Había algo en ella que le desconcertaba… Y entonces comprendió qué era: sus rasgos resultaban perfectos, poseían una absoluta simetría y cada uno de ellos guardaba una proporción clásica con el resto. El efecto era extraño: le proporcionaba su belleza, una belleza verdaderamente arquetípica. Pero se trataba de una belleza olvidable.

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