En su alocada carrera, Danilo se acercó demasiado al otro lagarto, el de escamas marrones que blandía un hacha de guerra. El monstruo alzó el hacha y dibujó un arco con ella rasgando la manga de seda del aristócrata del codo a la muñeca e hiriéndolo.
Danilo se alejó una decena de metros al galope, frenó el caballo y contempló consternado su camisa echada a perder. Entonces apuntó con un dedo a los lagartos y les dijo:
—Ya está. Ahora me he enfadado de verdad.
Pero los lagartos rugieron y continuaron avanzando torpemente en dirección a Danilo, uno con la cadena y el otro con el hacha preparadas para matar.
—En caso de duda, corre —gritó el aristócrata a los cuatro vientos de la ciénaga. Entonces dio la vuelta al caballo y salió disparado hacia el norte. Los hombres lagarto lo siguieron.
—Oh no, no os escaparéis —les gritó Arilyn. A falta de otra arma mejor cogió una piedra y se la arrojó—. ¡Quedaos y luchad, malditas pieles para zapatos!
La piedra dio al hombre lagarto que blandía la espada en la parte posterior de la cabeza. Bramando de furia, la bestia arrojó a un lado el arma y corrió hacia Arilyn. La bestia arremetió enseñando los colmillos, presa de una rabia primaria. La semielfa se mantuvo inmóvil hasta el último segundo, cuando se echó a un lado y luego rodó sobre sí misma para ponerse a salvo. Las mandíbulas del lagarto se cerraron en el aire, y el monstruo resbaló, agitando los brazos como un loco para no perder el equilibrio.
Arilyn lo atacó por abajo y le asestó un limpio tajo en la garganta. La bestia dio de bruces en el suelo. Tras asentir satisfecha, la aventurera echó a correr hacia Danilo y el último enemigo. No tuvo ninguna dificultad en alcanzar al hombre lagarto, que al estar herido se movía lentamente, y le propinó una vigorosa patada en la cola para distraerlo de su acicalada presa.
El lagarto giró sobre sus talones lanzando un chillido. Haciendo caso omiso de Arilyn, soltó la cadena, se agarró la cola y se la colocó sobre el brazo herido, contemplando tristemente la punta y gimoteando lastimosamente. Sin querer, Arilyn bajó la espada.
De pronto la bestia se puso tensa, emitió un silbido y un gorgoteo, y cayó al suelo, entre sacudidas. Una espada le sobresalía del cuello en un horrendo ángulo.
Detrás del lagarto caído Arilyn vio a Danilo Thann. Sin previa advertencia, el petimetre había ensartado al monstruo por detrás del cuello. Arilyn sintió un súbito estallido de ira que nada tenía de razonable.
—¿Dónde están los goblins? —preguntó, pensando que sería mejor descargar su rabia en ellos que en su rehén.
Danilo señaló. Asombrada, Arilyn vio los cuerpos sin vida de los seis goblins que componían la partida de caza en una sangrienta pila.
Jadeando aún, la semielfa sostuvo la hoja de luna ante ella. La luz azul se había apagado casi por completo, lo que indicaba que el peligro había pasado y la batalla había acabado. Sólo entonces envainó el arma y se volvió hacia el noble. Durante un largo instante ambos se sostuvieron la mirada en silencio, por encima del cadáver del hombre lagarto marrón.
—¿Tenías que matarlo de ese modo? —le increpó finalmente Arilyn.
Danilo retrocedió, parpadeando sorprendido.
—¿De qué cuernos estás hablando? ¿A quién te refieres? Por si no te has fijado, estamos rodeados por un montón de muertos, tanto «ellos» como «ellas», supongo, aunque no soy ningún experto en anatomía lagarta.
Arilyn se pasó una mano por el ensortijado cabello negro que tenía empapado de sudor.
—Olvídalo —le dijo—. ¿Dónde está mi caballo?
—No andará muy lejos —respondió Danilo. Cautelosamente puso un pie encima de las escamas marrones del hombre lagarto y tiró de su espada. Tras limpiarla en una mata de hierba de la ciénaga hasta dejarla inmaculada, cogió las riendas de su yegua y fue en busca de la otra montura. Arilyn lo siguió caminando con dificultad.
No tuvieron que ir muy lejos, pues la yegua de Arilyn daba vueltas dentro de los muros del alcázar en ruinas. Danilo sacó unos terrones de azúcar de su bolsa mágica y así atrajo al animal. El caballo husmeó e inmediatamente sus abultados belfos cogieron el azúcar de la palma de la mano que Danilo mantenía extendida. El petimetre sonrió y rascó la estrella blanca que la yegua tenía en la frente.
—El azúcar debería endulzarte un poco el carácter, preciosa —le dijo. La yegua relinchó suavemente y empujó a Danilo con el morro—. ¡Funciona! —exclamó éste, y dirigió una mirada intencionada a Arilyn, tras lo cual, también a ella le ofreció un terrón de azúcar con una picara sonrisa.
La semielfa parpadeó y se quedó boquiabierta. Luego, inesperadamente, su extenuado rostro se iluminó y se echó a reír.
—Me lo tomaré como una disculpa —declaró Danilo, que parecía encantado contemplando la belleza de aquel rostro por lo general tan severo—. Vaya lucha, ¿eh?
Su sincera admiración desconcertó a la semielfa y su despreocupado comentario acerca de la batalla se contradecía con la idea que tenía de él. Danilo Thann no era el dandi desamparado y superficial que aparentaba ser, sino que era peligroso en más de un sentido. La sonrisa de Arilyn se esfumó y sus ojos se entrecerraron con recelo.
—Los goblins están muertos —señaló.
Danilo enarcó una ceja mientras observaba la carnicería que los rodeaba.
—Caray, no se te escapa nada.
—¿Cómo? —insistió ella, sin hacer caso de su pulla.
—Ya sabes... —El hombre se encogió ligeramente de hombros—... los goblins siempre luchan entre ellos y...
—¡Ya basta! —exclamó Arilyn, volviéndose contra él—. No soy estúpida y no me gusta que me traten como tal.
—Con el tiempo te acostumbras —replicó Danilo gentilmente, al tiempo que se ajustaba el ángulo del sombrero.
—De lo que tú, sin duda, puedes dar fe —comentó la semielfa con aspereza—. Seas lo que seas, sabes luchar. ¿Dónde aprendiste a luchar contra goblins?
—Tengo cinco hermanos mayores que yo —contestó Danilo con una sonrisa que desarmaba.
—Muy gracioso —replicó ella, cruzando los brazos sobre el pecho y estudiando al hombre—. Esto no explica la habilidad ni la seguridad que has mostrado.
—Bueno, de acuerdo. ¿Me creerás si te digo que son seis hermanos?
Arilyn hundió los hombros, dándose por vencida.
—Es inútil —masculló para sí. Entonces se irguió y se dirigió al hombre en tono brusco—: Muy bien. Tienes tus secretos. Me has salvado la vida, y te lo debo. Te has ganado tu libertad con creces.
Danilo contempló el desolador paisaje que los rodeaba.
—Pues qué bien —comentó afectadamente—. Ahora que ya no me necesitas, resulta que te estorbo. A cambio de ayudarte me ofreces pasar algún tiempo en el pantano de Chelimber para admirar sus bellezas y conversar con los nativos. ¡Vaya ganga! Dime una cosa: ¿esperas que emprenda ese viaje suicida a pie?
—Pues claro que no —replicó ella—. Irás a caballo.
Danilo se llevó una mano al corazón en un dramático gesto de gratitud.
—Ah, la dama es realmente generosa; me regala una libertad que podría haberme tomado por mi cuenta y uno de mis propios corceles. Te recuerdo que son mis caballos. De verdad, me siento abrumado.
Arilyn apretó los dientes y contó mentalmente hasta diez. Luego, con una paciencia que aquel humano ponía duramente a prueba, declaró:
—Al alba partiremos hacia el sur. Tú y yo. Cuando encontremos una caravana de mercaderes te dejaré a su cuidado. ¿Comprendido?
—Ah. Gracias por pensar en mi bienestar, pero no.
Exasperada, la semielfa se dejó caer al suelo y hundió su cansada cabeza en las manos. Ahora resultaba que aquel lechuguino tenía un corazón de comerciante; a juzgar por su tono era capaz de regatear como un mercachifle calimshita.
—Supongo que tienes una idea mejor —dijo.
Danilo se sentó en una roca, mirándola y haciendo muecas al tiempo que se levantaba la túnica suntuosamente bordada para que no se manchara con la sangre del lagarto que formaba un charco en el suelo, cerca de sus pies.
—Pues, ahora que lo mencionas, sí, la tengo —comentó en tono despreocupado—. Tú.
—¿Cómo? —Sobresaltada, la semielfa se sentó muy erguida y clavó en él una mirada de sospecha.
—Tu compañía —explicó el noble—. Desde ahora seremos socios y compañeros de viaje.
Arilyn miró fijamente al aristócrata. Sorprendentemente Danilo parecía hablar en serio.
—Imposible —afirmó la semielfa.
—¿Por qué?
—Yo trabajo sola y viajo sola —repuso ella, mirándolo severamente.
—Claro, así está escrito en las estrellas —recitó Danilo, burlándose sin malicia de la orgullosa actitud de la semielfa.
Arilyn se sonrojó y apartó la mirada.
—No me tomes por soberbia —dijo en voz baja—. Pero no deseo viajar con otra persona.
—¿Y qué llevamos haciendo desde hace casi dos días? —inquirió Danilo, e inmediatamente alzó una mano para cortar de raíz la réplica de Arilyn—. Sí, sí, lo sé. Huida, rehén, secretismo y todo lo demás. Pero, dejando eso de lado, dijiste que me conservarías a tu lado hasta que llegásemos a Aguas Profundas. ¿Debo creer que Arilyn Hojaluna incumple con tal ligereza la palabra dada? —El humano sonrió ante el destello de enojo que brilló en los ojos de la aventurera—. No, ya me parecía a mí que no. Tú misma has dicho que estás en deuda conmigo. A cambio de salvarte la vida quiero quedarme contigo hasta que lleguemos a Aguas Profundas, y quizás un poco más.
Arilyn se masajeó sus doloridas sienes mientras trataba de comprender la petición del humano.
—¿Por qué? —preguntó al fin.
—¿Por qué no?
—¿Por qué? —repitió Arilyn entre dientes. La paciencia se le estaba acabando.
—Para ser sincero, resulta que soy algo así como un bardo aficionado. Y, a decir verdad, en algunos círculos se me aprecia.
—¿Piensas andarte eternamente por las ramas? —preguntó Arilyn con voz cansina.
—Claro que no. ¿Me oíste cantar la balada de los zhentarim? —Por su expresión era evidente que Danilo esperaba oír sus alabanzas. Pero Arilyn se limitó a seguir mirándolo fijamente, por lo que, al fin, el lechuguino se encogió de hombros y prosiguió—: Sí. Bueno. Este viaje se está convirtiendo en toda una aventura, ¿no crees? Así pues, he decidido aprovechar la oportunidad y escribir una balada original sobre el asesino de Arpistas. ¡La primera! ¡Seguro que me hago famoso! Desde luego, tú serás la protagonista —se apresuró a añadir, sintiéndose magnánimo—. Ya he escrito una parte. ¿Te gustaría oírla?
Sin esperar respuesta Danilo se aclaró la garganta y empezó a entonar con su hermosa voz de tenor los versos peor rimados que Arilyn había oído en toda su vida.
La semielfa aguantó dos estrofas antes de sacar un cuchillo y colocar la punta sobre la laringe del humano.
—Canta otra nota y juro que silenciaré esa canción para siempre —le dijo con calma.
Con una mueca, Danilo cogió la hoja del cuchillo entre el pulgar y el índice y la apartó.
—¡Que Mielikki me ampare! Y yo que creía que los críticos de Aguas Profundas eran duros. ¿Qué esperabas de alguien que es solamente un talentoso aficionado con maneras?
—Me conformaría con que me respondiera con franqueza.
—De acuerdo. Me preocupa mi supervivencia, simple y llanamente —dijo sin rodeos—. No deseo quedarme solo, y tú eres la mejor guardaespaldas que podría encontrar. Francamente, dudo que estuviera más seguro viajando con una caravana de comerciantes, y prefiero quedarme como estoy.
Arilyn sopesó brevemente la respuesta. Sus palabras parecían sinceras, y parecía tan serio como probablemente le permitía su cara de mentecato. Si realmente deseaba protección, ella se la debía. Así pues, se guardó el cuchillo en una bota y accedió a lo inevitable.
—Muy bien —dijo—. Cabalgaremos casi sin descanso y nos dividiremos las guardias, la caza y la cocina. No quiero ni parloteo, ni magia, ni canciones.
—A sus órdenes —aceptó Danilo sin pensárselo—. Tú llévame sano y salvo a Aguas Profundas, querida, y yo estoy dispuesto incluso a pulirte las armas. Y por Tempus que necesitan una buena repasada. —Mientras hablaba alargó una mano para tocar la antigua y deslucida funda de la hoja de luna.
Inmediatamente un destello de luz azulada iluminó el pantano. Danilo retrocedió lanzando una agria maldición, apartando la mano. Entonces levantó el dedo índice y lo contempló con incredulidad; la piel de la yema se veía chamuscada, quemada por la magia de la espada.
—Pero ¿qué he hecho? ¿Por qué me ha atacado la espada? —preguntó—. ¿No dijiste que no podía derramar sangre inocente? Oh, espera un momento... no hay sangre. Olvida la última pregunta.
Sin apartar los ojos de Danilo y con voz serena, Arilyn añadió:
—Si quieres que seamos «socios» hay una última condición: no vuelvas a tocar mi espada nunca más.
Danilo se apresuró a asentir, lamiéndose el dedo herido.
—No hace falta ni decirlo —le aseguró.
—Vámonos —ordenó la semielfa, poniéndose repentinamente en pie y montando la yegua.
—¿No deberíamos curarnos primero las heridas? —inquirió Danilo, lanzando una mirada de preocupación a la camisa de Arilyn desgarrada y ensangrentada.
Pero ella lo miró desde el caballo, incrédula y desdeñosa, pensando que se refería al dedo.
—Sobrevivirás —replicó cansinamente—. Da gracias de que no trataras de desenvainarla.
—¿Oh? ¿Qué hubiera ocurrido? ¿Y por qué a ti no te hace nada? —preguntó mientras se levantaba.
Arilyn maldijo silenciosamente. Nadie había tocado jamás la hoja de luna sin su permiso. ¿Por qué había bajado la guardia ahora?
—¿Y bien? —la apremió el humano.
—Ya ha oscurecido —replicó Arilyn con voz tensa—. Por si no te das cuenta seguimos en el pantano de Chelimber. ¿Qué prefieres, salir de aquí o quedarnos a charlar?
—¿No podemos hacer ambas cosas?
—No.
El dandi se encogió de hombros con resignación y montó, al tiempo que comentaba:
—Cazaremos algo para la cena, ¿no?
—Te toca a ti cazar. —Arilyn clavó los talones en los flancos de su yegua y la dirigió al oeste, para salir del Chelimber.
Danilo iba tras ella. Ladeó la cabeza y preguntó en tono cauteloso:
—¿Has comido alguna vez lagarto? Me han dicho que sabe a pollo.
Totalmente horrorizada, Arilyn se volvió sobre la silla y fulminó al lechuguino con la mirada.
—Si creyera que hablas en serio —le dijo con voz glacial—, te abandonaría aquí, en la ciénaga.