El segundo había encerrado los diferentes materiales de pintura y dibujo necesarios para la ejecución de las acuarelas, embalajes a punto de envío para Gaspard Winckler, distintas guías y mapas, productos de tocador y de limpieza que, en aquel entonces, cabía suponer que no resultaría fácil procurárselos en las antípodas, un botiquín de socorro, los famosos botes de «café ionizado» y algunos instrumentos: cámaras fotográficas, gemelos, máquina de escribir portátil.
El tercero presentaba aún todo aquello que hubiera hecho falta si, habiendo naufragado a consecuencia de tormenta, tifón, maremoto, ciclón o motín de la tripulación, Bartlebooth y Smautf hubieran tenido que navegar a la deriva en unas cuantas tablas, abordar en una isla desierta y tener que sobrevivir en ella. Su contenido era copia, simplemente modernizada, del baúl lastrado con toneles que el capitán Nemo hizo arrojar a una playa para los valientes colonos de la isla Lincoln y cuya nomenclatura exacta, apuntada en una hoja del dietario de Gedeón Spilett, ocupa, si bien acompañada de dos grabados casi a toda página, las páginas 223 a 226 de
La isla misteriosa
(Ed. Hetzel).
El cuarto, por último, estaba previsto para catástrofes menores y contenía —impecablemente conservada y milagrosamente empaquetada en tan reducido volumen— una tienda de campaña de seis plazas con todos sus accesorios y guarniciones, desde la clásica bolsa de agua hasta la cómoda —y recentísima entonces, ya que había sido galardonada en el último concurso Lépine
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— bomba de pie, pasando por la tela de suelo, el doble techo, los clavos inoxidables, los tensores de recambio, los sacos de dormir, los colchones inflables, las linternas contra el viento, los infiernillos de pastilla, los termos, los cubiertos desmontables, una plancha de viaje, un despertador, un cenicero «anósmico» registrado que permite al fumador empedernido entregarse a su vicio sin molestar al vecino, y una mesa totalmente plegable que, para montarse —o desmontarse—, con ayuda de minúsculas llaves de tubo de ocho lados, exigía algo así como dos horas, a condición de hacerlo entre dos.
Los baúles tercero y cuarto apenas sirvieron nunca. La afición natural de Bartlebooth por el confort británico y los medios casi ilimitados de que disponía entonces le permitían elegir, casi siempre, residencias convenientemente equipadas —grandes hoteles, embajadas, mansiones de ricos particulares— en las que le servían su jerez en bandeja de plata y en las que el agua para afeitarse estaba a ochenta y seis grados Fahrenheit y no a ochenta y cuatro.
Cuando realmente no hallaba instalación a su gusto en las inmediaciones del lugar elegido para la acuarela de la quincena, se resignaba a acampar. Eso sólo le ocurrió en total unas veinte veces, entre otras en Angola, cerca de Mozamedes, en Perú cerca de Lambayeque, en la punta extrema de la península californiana (o sea en México) y en varias islas del Pacífico o de Oceanía, en las que igual habría podido dormir al raso sin obligar al pobre Smautf a sacar, instalar y, sobre todo, pocos días después, a desmontar todo el material, siguiendo un orden inmutable en el que cada objeto debía doblarse y guardarse según las instrucciones adjuntas en el baúl, que, de lo contrario, no habría habido modo de volver a cerrar.
Bartlebooth nunca habló mucho de sus viajes y, de unos años a esta parte, no ha hablado más de ellos. A Smautf, en cambio, sí le gusta recordarlos, pero cada vez le falla más la memoria. Durante todos sus años de peregrinación, llevó una especie de dietario en el que, al lado de sumas prodigiosamente largas que ya no recuerda qué sumaban, apuntaba el resumen de sus jornadas. Tenía una letra bastante curiosa: las barras de las
t
parecía que subrayaban las palabras de la línea superior y los puntos sobre las íes parecían interrumpir las frases de la línea de arriba; en cambio, intercalaba en la línea de abajo los rabos y arabescos de las palabras que iban encima. El resultado, hoy día, está lejos de resultar siempre claro, tanto más cuanto que Smautf estaba convencido de que la simple lectura de una palabra, que entonces resumía perfectamente toda la escena, bastaría para resucitar el recuerdo en su totalidad, como esos sueños que se recuerdan de golpe en cuanto se logra evocar un solo elemento suyo: por eso apuntaba las cosas de modo muy poco explícito. Por ejemplo, debajo de la fecha del 10 de agosto de 1939 —en Tankaungu, Kenia— se puede leer:
Caballos de fiacre que obedecen la voz del cliente, sin cochero.
El cambio de las monedas de cobre se da en papel.
Las habitaciones abiertas en la posada.
¿Quiere… me?
Es jalea de pie de ternera
(calf foot gelley)
Manera de llevar los hijos.
Cena en casa del señor Macklin.
Smautf ya no entiende lo que quiso recordar así. Sólo se acuerda —y no lo apuntó nunca— de que ese Mr. Macklin era un botánico de más de sesenta años que, después de pasarse veinte años catalogando mariposas y helechos en los sótanos del British Museum, se había ido a hacer el inventario sistemático de la flora de Kenya sobre el terreno. Cuando llegó Smautf a casa del botánico para cenar —aquella noche Bartlebooth estaba invitado en Mombassa por el gobernador de la provincia—, se lo encontró de rodillas en el salón, dedicado a guardar en unas cajitas rectangulares planteles de albahaca (
Ocumum basilicum
) y varias muestras de epifilos; uno de ellos, de flores color marfil, no era desde luego un
Epiphyllum truncatum
y le dijo el sabio con voz temblorosa que tal vez se llamara algún día
Epiphyllum paucifolium
Macklin (habría preferido
Epiphyllum macklineum
, pero eso ya no se hacía). En efecto, aquel anciano llevaba veinte años abrigando la esperanza de dar su apellido a una de aquellas cactáceas o, a falta de eso, a una ardilla local de la que enviaba descripciones cada vez más detalladas a sus directores, que persistían en responderle que aquella variedad no era lo bastante diferente de los demás esciúridos africanos (
Xerus getelus, Xerus capensis
, etc.) para merecer un apelativo específico.
Lo más extraordinario de la historia fue que, doce años y medio más tarde, conoció Smautf, en las islas Salomón, a otro Mr. Macklin, apenas más joven que el primero, del que era sobrino; su nombre era Corbett: era un misionero de cara acerada y tez cenicienta, que se alimentaba exclusivamente de leche y queso blanco; su mujer, una mujercita vivaracha que respondía al nombre de Bunny, se cuidaba de las niñas del poblado; les hacía hacer gimnasia en la playa y, todos los sábados por la mañana, se las podía ver, vestiditas con faldas plisadas, lazos bordados en los cabellos y pulseras de coral, contoneándose al ritmo de un coral de Haendel machacado por una gramola de muelle para regocijo de unos cuantos tommies ociosos a los que la señora no paraba de fusilar con sus miradas.
La primera sala de la tienda de la señora Marcia, de la que se encarga su hijo David, está llena de muebles pequeños: veladores de café con tablero de mármol, mesas nido, pufs rechonchos, sillas de apostador, taburetes Early American procedentes de la antigua posta de Woods Hole, Massachussetts, reclinatorios, sillas de tijera de lona con las patas torneadas, etc. En las paredes tapizadas con una tela cruda morena, varios estantes de alturas y profundidades diferentes, forrados mediante un tejido verde ceñido por una tira de cuero rojo fijada con tachuelas de cobre de cabeza ancha, sostienen todo un surtido cuidadosamente ordenado de bibelots: una bombonera de cuerpo de cristal con pie y tapa de oro finamente cincelado, sortijas antiguas presentadas en unos estrechos cilindros de cartón blanco, una balanza de cambista de oro, unas cuantas monedas sin efigie descubiertas por el ingeniero Andrussov a raíz de las obras de nivelación para la vía del ferrocarril transcaspiano, un libro iluminado abierto en el que se ve una miniatura que representa la Virgen con el Niño, una cimitarra de Chirâz, un espejo de bronce, un grabado que ilustra el suicidio de Jean-Marie Roland de la Platière en Bourg-Baudoin (vestido con calzón color parma y una chaqueta listada, el convencional, de rodillas, garrapatea la breve carta en la que explica su acción. Por la puerta entreabierta se divisa un hombre con carmañola y gorro frigio, armado de larga pica, que lo mira con expresión de odio profundo); dos tarots de Bembo que representan uno el diablo y el otro la Casa de Dios; una fortaleza en miniatura con cuatro torres de aluminio y siete puentes levadizos, de muelles, provistas de diminutos soldaditos de plomo; otros soldados de colección, de mayor tamaño, que representan
poilus
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de la Gran Guerra: un oficial observa con gemelos, otro, sentado en un barril de pólvora, examina un mapa extendido sobre sus rodillas; un correo, saludando militarmente, entrega un pliego sellado a un general que lleva una capa; un soldado ajusta su bayoneta; otro, con chaqueta corta, lleva un caballo de la brida; un tercero desenrolla un carrete que se supone que lleva cordón Bickford; un espejo octogonal en un marco de concha; varias lámparas, entre ellas dos hachones blandidos por brazos humanos, parecidos a los que, en la película
La Bella y la Bestia
, se animan ciertas noches; modelos reducidos de zapatos, de madera tallada, que disimulan cajitas para píldoras o tabaqueras de rapé; una cabeza de mujer joven de cera pintada, cuyo peinado realizado con cabellos auténticos, implantados uno por uno y que pueden peinarse, sirve de reclamo para peluqueros;
el pequeño Gutenberg
, imprenta infantil de los años veinte que dispone, no sólo de una caja llena de tipos de goma, un componedor, unas pinzas y varios tampones de entintar, sino también de imágenes en relieve cortadas en unos cuadros de linóleo, que sirven para amenizar aquellos textos con viñetas diversas: guirnaldas de flores, racimos y pámpanos, góndola, gran pirámide, abeto pequeño, gambas, unicornio, gaucho, etc.
En la mesita de despacho donde pasa el día David Marcia se encuentra un clásico de la bibliografía numismática, la
Colección de monedas de China, Japón, etc
. por el barón de Chaudoir, y una tarjeta de invitación para el estreno mundial de
Suite serial 94
de Octave Coppel.
El primer ocupante de la tienda fue un grabador de vidrio que trabajaba sobre todo para instalaciones de comercios y del que, a principios de los años cincuenta, todavía se podían admirar los delicados arabescos en los cristales de vidrio esmerilado del Café Riri, antes de que el señor Riri, siguiendo la moda, los hiciera sustituir por paneles de formica y yute pegado. Fueron sus efímeros sucesores un horticultor, un viejo relojero que apareció muerto una mañana en su tienda en medio de todos sus relojes parados, un cerrajero, un litógrafo, un fabricante de tumbonas, un comerciante de artículos de pesca y, por último, hacia finales de los años treinta, un talabartero llamado Albert Massy.
Massy, hijo de un piscicultor de San Quintín, no había sido siempre talabartero. A los dieciséis años, estando de aprendiz en Levallois, se había apuntado a un club deportivo y se había revelado, de buenas a primeras, como ciclista excepcional: buen escalador, excelente sprinter, rodador maravilloso, capaz de recuperar admirablemente, con un instinto infalible para saber cuándo había que atacar y a quién, tenía la madera de aquellos gigantes de la carretera cuyas hazañas ilustran la época de oro del ciclismo: lo demostró de modo contundente a los veinte años, apenas pasado a profesional: en la penúltima etapa, Ancona-Bolonia, de la Vuelta a Italia 1924, su primera gran prueba, inició una escapada entre Forli y Faenza, arrancando con tal ímpetu que sólo pudieron engancharse a su rueda Alfredo Binda y Enrici: Enrici se aseguró con ello la victoria última y el propio Massy un muy honroso quinto lugar.
Un mes más tarde, en su primera y última Vuelta a Francia, estuvo a punto de repetir con más suerte aún su hazaña y en la dura etapa Grenoble-Briançon casi le arrebató el maillot amarillo a Bottechia, que lo había conquistado ya el primer día. Con Leduc y Magne, que como él jugaban su primer Tour, se escaparon en el puente del Aveynat y a la salida de Rochetaillée ya se habían distanciado del pelotón. Su ventaja no paró de crecer en los cincuenta kilómetros siguientes: treinta segundos en Bourg-d’Oisans, un minuto en Dauphin, dos en Villar-d’Arène, al pie del Lautaret. Galvanizados por la multitud, que se entusiasmaba viendo que por fin unos corredores franceses amenazaban al invencible Bottechia, los tres jóvenes pasaron el puerto con más de tres minutos de ventaja: ya no tenían más que abandonarse triunfalmente en el descenso a Briançon; además, cualquiera que fuera la clasificación de la etapa, bastaba que Massy conservase los tres minutos de ventaja que le había ganado a Bottechia para pasar a la cabeza de la clasificación general: pero a veinte kilómetros de la llegada, justo antes de Monêtier-les-Bains, derrapó en una curva y tuvo una caída, sin gravedad para él, pero desastrosa para su máquina: la horquilla se partió por la mitad. El reglamento prohibía entonces que los corredores cambiasen de bicicleta durante una etapa, y el joven campeón se tuvo que retirar.
El final de la temporada fue lamentable. Su director de equipo, que tenía una fe casi ilimitada en su pupilo, cuando éste no paraba de decir que quería abandonar las competiciones para siempre, logró convencerlo de que su mala suerte en el Tour le había provocado una verdadera fobia a la carretera y lo decidió a dedicarse a la pista.