La vida instrucciones de uso (57 page)

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Authors: Georges Perec

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Boris Kosciuszko era un hombre de unos cincuenta años, alto y flaco, con un semblante anguloso, pómulos salientes, ojos de brasa. Según su teoría, Racine, Corneille, Molière y Shakespeare eran autores mediocres abusivamente elevados al rango de genios por unos directores escénicos gregarios y sin imaginación. El verdadero teatro, decretaba él, llevaba por títulos
Venceslao
de Rotrou,
Manlio Capitolino
de Lafosse,
Roxelana y Mustafá
de Maisonneuve,
El seductor enamorado
de Longchamps; los verdaderos dramaturgos se llamaban Collin d’Harleville, Dufresny, Picard, Lautier, Favart, Destouches; los conocía a docenas, se extasiaba imperturbablemente con las bellezas ocultas de la
Ifigenia
de Guimond de la Touche, el
Agamenón
de Népomucène Lemercier, el
Orestes
de Alfieri, la
Dido
de Lefranc de Pompignan, y hacía un pesado hincapié en la falta de gracia en que habían incurrido, tratando temas análogos o parecidos, los pretendidos Grandes Clásicos. El público culto de la Revolución y el Imperio que, con Stendhal al frente, ponía en el mismo plano el
Orosmane
de la Zaira de Voltaire y el Otelo de Shakespeare, o
Radanisto
de Crébillon y
El Cid
no andaba equivocado, y hasta mediados del siglo XIX se publicaron juntos los dos Corneille, siendo la obra de Thomas tan apreciada por lo menos como la de Pierre. Pero la instrucción laica obligatoria y el centralismo burocrático, a partir del Segundo Imperio y la Tercera República, habían aplastado a aquellos dramaturgos generosos y díscolos y habían impuesto el orden cretino y raquítico bautizado pomposamente clasicismo.

Por lo visto el entusiasmo de Boris Kosciuszko era comunicativo pues, a las pocas semanas, anunció David Marcia por conducto de la prensa la creación del Festival de Kerkenna, destinado, precisaba el entrefilete, a «salvaguardar y promocionar los tesoros recobrados del teatro». Se anunciaban cuatro obras:
Jasón
de Alexandre Hardy,
Inés de Castro
de Lamotte-Houdar, una comedia en un acto y en verso de Boissy,
El parlanchín
, las tres montadas por Boris Kosciuszko, y
El señor de Polisy
, tragedia de Raimon de Guiraud en la que se había inmortalizado Talma, puesta en escena por el suizo Henri Agustoni. Otras manifestaciones estaban previstas, entre ellas un simposio internacional cuyo tema —el mito de las tres unidades— constituía por sí solo un estrepitoso manifiesto.

David Marcia no escatimó los medios, calculando que el éxito del Festival beneficiaría el buen renombre del poblado de vacaciones. Con el apoyo de algunos organismos e instituciones, hizo construir un teatro al aire libre de ochocientas localidades y triplicó el número de sus bungalows al objeto de asegurar el alojamiento de actores y espectadores.

Los actores acudieron en masa —sólo para representar
Jasón
se necesitaban ya unos veinte— y hubo asimismo afluencia de decoradores, figurinistas, iluminadores, críticos y universitarios; en cambio hubo muy pocos espectadores dispuestos a pagar su entrada y quedaron anuladas o interrumpidas varias funciones debido a las violentas tormentas que suelen estallar con mucha frecuencia en aquella región a mitad de verano: al clausurarse el Festival, David Marcia pudo calcular que sus ingresos por taquilla ascendían a 98 dinares, cuando la operación le había costado cerca de 30.000.

En tres años acabó de dilapidar así su pequeña fortuna. Entonces volvió a vivir a la calle Simon-Crubellier. Al principio debía ser una solución provisional, y anduvo buscando con desgana una colocación y un piso, hasta que su madre, compadecida, le cedió el trabajo y los eventuales beneficios de la mitad de su negocio. Es un trabajo que no le resulta muy cansado y cuyos ingresos le sirven para satisfacer su nueva pasión, los juegos de azar y, concretamente, la ruleta, en la que cada noche viene a perder de trescientos cincuenta a mil francos.

Capítulo LXXVI
Sótanos, 4

Sótanos. El sótano de la señora de Beaumont.

Objetos viejos: lámpara antaño de despacho con un zócalo de cobre y una pantalla semiesférica de opalina verde claro, muy desportillada, restos de una tisanera, perchas. Recuerdos traídos de viajes o de vacaciones: estrella de mar seca, muñequitos vestidos de pareja servia, florero decorado con una vista de Etretat; cajas de zapatos repletas de postales, paquetes de cartas de amor atadas con gomas que se han aflojado, prospectos de farmacia:

libros infantiles, con las tapas arrancadas, en los que faltan páginas:
Les Contes verts de ma Mère-Grand, L’Histoire de France par les rébus
, abierto por una página en la que hay un dibujo que representa una especie de bisturí, una ensalada y una rata, jeroglífico cuya solución: el año VII los matará (lancette, laitue, rat)
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, apunta, según se explica, al Directorio, aunque, de hecho, aquél había sido derribado el 18 Brumario del año VIII, cuadernos de colegiales, agendas, álbumes de fotos de cuero repujado, de fieltrina negra, de seda verde, en los que, casi en cada página, las marcas de uñeros triangulares, despegados hace tiempo, esbozan ahora cuadriláteros vacíos: fotografías, fotografías abarquilladas, amarillentas, cuarteadas: fotografía de Elizabeth a los dieciséis años, en Lédignan, paseando con su abuela, que tendría entonces cerca de noventa años, en un carrito tirado por un poney de pelo muy largo; fotografía de Elizabeth, pequeña y borrosa, estrechándose a François Breidel, en medio de una mesa de hombres vestidos con monos: fotografías de Anne y Béatrice: en una Anne tiene ocho años, Béatrice siete; están sentadas en un prado, debajo de un abeto pequeño; Béatrice abraza un perrito negro todo rizado; Anne, junto a ella, con aire serio, casi grave, lleva un sombrero de hombre: el de su tío Armand Breidel a cuya casa fueron a pasar las vacaciones aquel año; en otra, de la misma época, Anne arregla un ramo de flores silvestres en un florero; Béatrice está echada en una hamaca, lee
Las aventuras del rey Babar
, no se ve el perrito; en una tercera, más tardía, están disfrazadas, con otras dos chiquillas, en el gabinete con magníficos revestimientos de roble de la señora Altamont, durante una fiesta que daba esta última con motivo del cumpleaños de su hija. La señora de Beaumont y la señora de Altamont se detestaban; la señora de Beaumont trataba a Cyrille Altamont de cero doble y decía que le recordaba a su marido y que era de esa gente que cree que le bastará con ser ambiciosa para ser inteligente. Pero Véronique Altamont y Béatrice, que eran de la misma edad, se querían mucho, y la señora Altamont había tenido que invitar a las pequeñas Breidel: Anne va disfrazada de Eugenia de Montijo y Béatrice de pastora; la tercera niña, la más pequeña de las cuatro, es Isabelle Gratiolet, vestida de squaw; la cuarta, Véronique, lleva un precioso disfraz de marquesito: cabellos empolvados y coleta atada con un lazo, corbata de encaje, casaca verde, calzón malva, con la espada al costado y largas polainas de piel blanca hasta medio muslo; fotografías de la boda de Fernand de Beaumont y Véra Orlova, el veintiséis de noviembre de 1926, en los salones del Hotel Crillon: gentío elegante, familia, amigos —el conde Orfanik, Ivan Bounine, Florent Schmitt, Arthur Schanbel, etc.—, el pastel, los novios, él cogiendo en su mano la mano abierta que ella le tiende, de pie delante de un tapiz de rosas esparcidas sobre la lujosa alfombra clavada con decoración azul; fotografías de las excavaciones de Oviedo: una, sacada por el propio Fernand de Beaumont probablemente, ya que no sale en ella, presenta el equipo a la hora de la siesta, unos diez estudiantes flacos, morenos, la cara comida por la barba, con shorts que les llegan a las rodillas y camisetas más bien oscuras: están instalados debajo de un gran toldo que les da sombra pero no los protege contra el calor; cuatro juegan al bridge, tres duermen o dormitan, otro escribe una carta, otro con un cachito de lápiz está haciendo un crucigrama, otro con mucha aplicación está cosiendo un botón a una guerrera toda remendada; otra fotografía representa a Fernand de Beaumont y a Bartlebooth cuando este último visitó al arqueólogo en enero de 1935. Los dos hombres posan de pie, uno al lado de otro, sonrientes, parpadeando por culpa del sol. Bartlebooth lleva un pantalón de golf, un jersey a cuadros, un pañuelo al cuello. Beaumont, muy pequeño a su lado, viste un traje de franela gris, considerablemente arrugado, con corbata negra y chaleco cruzado adornado con una cadena de reloj de plata. No fue Smautf quien sacó la fotografía puesto que figura en ella, en último término, lavando con Fawcett el gran Chenard y Walker bicolor.

Pese a su diferencia de edad —Bartlebooth tenía entonces treinta y cinco años mientras que el arqueólogo se acercaba a los sesenta— los dos hombres eran muy amigos. Los presentaron en una recepción en la embajada de Inglaterra y habían descubierto, mientras hablaban, primero que vivían en la misma casa —a decir verdad Beaumont no iba casi nunca y Bartlebooth sólo llevaba en ella unas semanas— y luego, y sobre todo, que tenían una afición común a la música alemana antigua: Heinrich Finck, Bretengasser, Agricola. Más aún que esa atracción compartida, tal vez había en la seguridad perentoria con que el arqueólogo afirmaba una hipótesis que todos sus colegas estaban de acuerdo en juzgar como la más improbable de todas algo capaz de fascinar a Bartlebooth y animarlo en su propia empresa. En cualquier caso, la presencia de Fernand de Beaumont en Oviedo fue lo que determinó a Bartlebooth a elegir el cercano puerto de Gijón para pintar la primera de sus marinas.

Cuando Fernand de Beaumont se suicidó, el doce de noviembre de 1935, Bartlebooth estaba en pleno Mediterráneo y acababa de pintar su vigésima primera acuarela en el puertecito corso de Propriano. Se enteró por la radio y consiguió llegar a tiempo al continente para asistir al entierro de su desdichado amigo, en Lédignan.

Capítulo LXXVII
Louvet, 2

El dormitorio de los Louvet: una alfombra de fibras traída de Filipinas, un tocador 1930 revestido todo él de minúsculos espejitos, una gran cama cubierta con una tela estampada de inspiración romántica, que representa una escena antigua y pastoril: la ninfa Io dando el pecho a su hijo Epafos bajo la tierna protección del dios Mercurio.

Sobre la mesilla de noche está puesta una lámpara llamada «piña americana» (el cuerpo del fruto es un huevo de mármol —o mejor dicho imitación mármol— azul, sus hojas y el resto del zócalo son de metal plateado); al lado, un teléfono gris equipado con un contestador automático, y un retrato de Louvet con marco de bambú: descalzo, con pantalón de algodón gris, cazadora de nailon rojo vivo desabrochada sobre un torso velludo, arreado para la pesca en la trasera de un fuera borda, muy «el viejo y el mar», se apuntala, tumbado casi boca arriba, para intentar sacar del agua una especie de atún de tamaño visiblemente notable.

Hay en las paredes cuatro cuadros y una vitrina. La vitrina encierra una colección de modelos reducidos de máquinas de guerra antiguas para montárselos uno mismo: arietes, vineas, como las usadas por Alejandro para proteger a sus trabajadores en el sitio de Tiro, catapultas sirias que lanzaban pedruscos monstruosos a cien pies, balistas, piróbolos, escorpiones que arrojaban de una sola vez miles de jabalinas, espejos ardientes —como el de Arquímedes que abrasaba armadas enteras en un santiamén— y torres armadas con hoces sostenidas por fogosos elefantes.

El primer cuadro es un facsímil de un anuncio publicitario de principios de siglo: tres personas descansan en un cenador; un joven, de pantalón blanco y chaqueta azul, canotier en la cabeza y bastón con pomo de plata debajo del brazo, tiene en las manos una caja de cigarros puros, un lindo cofrecillo lacado, adornado con un mapamundi, muchas medallas y un pabellón de exposición rodeado de banderas flotantes y decoradas de oro. Otro joven, vestido de igual modo, está sentado en un puf de mimbre; con las manos en los bolsillos de la chaqueta, los pies calzados de negro y extendidos delante de él, tiene entre los labios, dejándolo colgar ligeramente, un puro largo de un gris mate que se halla todavía en la primera fase de su combustión, es decir que todavía no se ha hecho caer la ceniza; cerca de él, sobre una mesa redonda cubierta de una tela con lunares, se hallan unos cuantos periódicos doblados, un gramófono con una trompa enorme, que parece escuchar religiosamente, y una licorera, abierta, provista de cinco frascos con tapones dorados. Una mujer joven, una rubia bastante enigmática, vestida con un traje ligero y flotante, inclina el sexto frasco, lleno de un licor de un marrón intenso con el que llena tres copas. Abajo y a la derecha, en grandes letras amarillas, vacías, del tipo llamado Auriol Champlevé, tan usado el siglo pasado, están escritas las palabras

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