La vida instrucciones de uso (59 page)

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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

Loorens proyectaba llegar a Orán, donde la influencia española seguía siendo preponderante. Pero no tuvo ocasión de hacerlo. Al despuntar el día, cuando sólo estaban a unas horas de Argel, los hombres del Águila les dieron alcance y los atacaron. La batalla fue breve y desastrosa para los mamelucos; el propio Loorens no vio gran cosa de ella, pues una especie de Hércules de cráneo enteramente rapado lo dejó atontado desde un principio de un simple puñetazo.

Al despertar Carel van Loorens, todo dolorido, se hallaba en una estancia que parecía una celda: grandes losas, una pared oscura y desnuda, una argolla sellada a la piedra. Entraba la luz por una pequeña abertura redonda provista de barrotes de hierro forjado finamente labrados. Loorens se acercó y vio que su prisión formaba parte de un poblado minúsculo de tres o cuatro chozas agrupadas en torno a un pozo y rodeadas de un pequeño palmar. Los hombres del Águila acampaban al raso, afilaban sus sables, sacaban punta a sus flechas, hacían ejercicios ecuestres.

La puerta se abrió de pronto y entraron tres hombres. Agarraron a Loorens y lo llevaron a unos centenares de metros del poblado, más allá de unas dunas, en medio de algunas palmeras caídas que las arenas del desierto habían arrebatado al oasis: allí, lo ataron a un bastidor de madera que se parecía a un catre de tijera y a una mesa de operaciones, con una larga correa que le daba varias vueltas al cuerpo y a los miembros. Después se alejaron a galope tendido.

Empezaba a caer la noche. Loorens sabía que si no moría de frío durante la noche, lo abrasaría el sol a la mañana siguiente con la misma seguridad que si hubiera estado en el centro de su «fragua solar». Recordó que había descrito aquel proyecto a Hokab y el árabe había movido pensativamente la cabeza murmurando que el sol del desierto no necesitaba espejos y pensó que el Águila, al elegir aquel suplicio para darle la muerte, quería hacerle comprender el sentido de sus palabras.

Años más tarde, cuando estuvo seguro de que Napoleón ya no lo podría hacer detener ni Roustan asesinarlo como había jurado para vengar a sus veinte compañeros muertos por culpa suya, escribió una breve memoria sobre su aventura y la hizo llegar a manos del rey de Prusia con la secreta esperanza de que Su Majestad le concediera una pensión para recompensarlo de haber intentado salvar a la hija del ayuda de campo de su difunto padre. En ella cuenta cómo un azar bienhechor decidió su salvación, un azar que hizo que los hombres del Águila usaran para atarlo una correa de cuero trenzado. De haber utilizado una soga de esparto o cáñamo, o una tira de lona, no habría logrado soltarse de ningún modo. Pero el cuero, como se sabe, se afloja por efecto del sudor, y al cabo de muchas horas de crispadas contorsiones, de jadeos, de súbitas horripilaciones seguidas de escalofríos hasta el límite de la agonía, notó que la tira de piel, que hasta entonces se le había hundido aún más en la carne con cada esfuerzo que hacía, empezaba a ceder mínimamente. Estaba tan agotado que, a pesar de la angustia que lo oprimía, cayó en un sueño febril cruzado de pesadillas que le hacían ver ejércitos de ratas que lo asaltaban por todas partes y, a dentelladas, le arrancaban jirones de carne viva. Se despertó jadeante, empapado en sudor, y sintió que su pie hinchado podía moverse libremente.

Unas horas más tarde, había desatado sus ligaduras. La noche era glacial y un viento brutal proyectaba torbellinos de arena que laceraban su piel dolorida. Con la energía de la desesperación, abrió un hoyo en la arena y se ocultó en él lo mejor que pudo, cubriéndose con el bastidor de madera en que había sido atado.

No logró conciliar el sueño y estuvo mucho tiempo tratando de ver con lucidez su situación, mientras luchaba contra el frío, contra la arena que le entraba en los ojos y en la boca y se le incrustaba en las llagas abiertas de las muñecas y los tobillos. No era brillante: ciertamente era libre de sus movimientos y sin duda conseguiría sobrevivir a aquella noche espantosa, pero se hallaba en un estado de debilidad crítica, sin víveres y sin agua, y no tenía idea de dónde se encontraba, salvo que estaba a unos centenares de metros de un oasis donde acampaban aquellos mismos que lo habían condenado.

De ser así, no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. Casi lo serenó esta certeza: no hacía depender ya su salvación de su valor, su inteligencia o su fuerza, sino del solo destino.

Acabó por hacerse de día. Loorens se arrancó de su hoyo, se puso de pie, consiguió dar unos pasos. Delante de él, más allá de las dunas, las copas de las palmeras eran claramente visibles. Ningún ruido parecía venir del oasis. Loorens sentía renacer la esperanza: si, acabada su faena, los hombres del Águila habían abandonado su ocasional madriguera y se habían vuelto a Argel, ello significaría, por una parte, que estaba cerca la costa, y por otra, que encontraría en el oasis agua y víveres. Esta esperanza le dio fuerzas para arrastrarse hasta las palmeras.

Su razonamiento era falso o, por lo menos, hipotético, pero se realizó en un punto al menos: el oasis estaba desierto. Las chozas más que medio derruidas parecían llevar años abandonadas, el pozo estaba seco y bullía de escorpiones, las palmeras vivían sus últimas temporadas.

Loorens descansó unas horas y se vendó las heridas cubriéndolas con palmas. Luego salió en dirección al norte. Anduvo horas y horas con paso mecánico y alucinado por un paisaje que no era ya un desierto de arena sino una cosa pedregosa y gris con raquíticas matas de hierbajos casi amarillos, de tallos acerados, y algún que otro esqueleto de asno, blanco y friable, o un montón de piedras medio derrumbadas que tal vez había sido refugio de un pastor. Luego, al caer de nuevo el crepúsculo, creyó ver muy lejos delante de él, al extremo de una meseta árida erizada de entrantes y salientes, camellos, cabras, tiendas de campaña.

Se trataba de un campamento bereber. La oscuridad era total cuando por fin logró alcanzarlo y se desplomó delante de la hoguera a cuyo alrededor estaban sentados los hombres de la tribu.

Se quedó con ellos más de una semana. Sólo conocían algunas palabras árabes, por lo que no pudieron comunicarse mucho, pero lo cuidaron, le arreglaron la ropa y, al marcharse, le dieron víveres, agua y un puñal cuyo mango era una piedra pulimentada envuelta en una laminilla de cobre decorada con finos arabescos. Para protegerse los pies, que no estaban acostumbrados a andar descalzos por aquellos pedregales, le fabricaron una especie de zoclos de madera sujetados a los pies mediante largas tiras de piel y se hizo de tal manera a ellos que ya no pudo volver a acostumbrarse nunca más al calzado europeo.

Al cabo de unas semanas se hallaba seguro en Orán. No sabía qué había sido de Ursula von Littau: intentó en vano organizar una expedición de castigo que le habría permitido liberar a la joven. Hasta 1816, tras la muerte del Águila del Momento, en el bombardeo de Argel por una escuadra angloholandesa, el veintisiete de agosto, no se supo por las mujeres de su harén que la pobre prusiana había sufrido el castigo reservado a las mujeres infieles: cosida dentro de un saco de piel, había sido arrojada al mar desde lo alto de la fortaleza.

Carel van Loorens vivió todavía cerca de cuarenta años. Con el nombre falso de John Ross, fue bibliotecario del gobernador de Ceuta y pasó el resto de sus días transcribiendo a los poetas de la corte de Córdoba y pegando en la guarda de los libros de la biblioteca ex libris que representaban una amonita fósil coronada por la orgullosa divisa:
Non frustra vixi
.

Capítulo LXXIX
Escaleras, 11

La puerta de los Rorschash está abierta de par en par. Han sacado dos baúles al rellano, dos baúles de barco, reforzados con cuero claveteado, provistos de múltiples etiquetas. Se adivina un tercer baúl en el vestíbulo, estancia de parquet oscuro, zócalos de madera de la altura de un hombre, perchas tipo «rústico-ilustrado» en forma de cuernos de cérvidos procedentes de una
Bierstube
de Ludwigshafen y una lámpara modernista, semiesfera de pasta de vidrio decorada con motivos triangulares, que da una luz más bien mediocre.

Olivia de Rorschash se embarca hoy a las doce de la noche en la Estación Saint-Lazare para su quincuagésima sexta vuelta al mundo. Su sobrino, que la va a acompañar por primera vez, ha venido a buscarla con no menos de cuatro mozos. Es un chico de dieciséis años, muy alto, de cabello muy negro que le cae formando bucles por los hombros, vestido con un refinamiento absolutamente impropio de su edad: camisa blanca muy abierta, chaleco escocés, cazadora de piel, foulard color albaricoque y pantalón tejano ocre metido en unas anchas botas tejanas. Está sentado en uno de sus baúles y da negligentes chupetazos a una paja hundida en una botella de coca-cola mientras lee el
Vademecum del francés en Nueva York
, pequeño prospecto turístico publicitario editado por una agencia de viajes.

Olivia Norvell, nacida en mil novecientos treinta en Sidney, se convirtió a los ocho años en la niña más adulada de Australia al interpretar, en el Royal Theater, una adaptación de
La mascota del regimiento
en la que hacía el papel que Shirley Temple había creado en el cine. Su triunfo fue tan grande que no sólo se representó la obra durante dos años con todas las localidades vendidas, sino que además, cuando Olivia, a través de algunos ecos hábilmente difundidos, hizo saber que había empezado a ensayar un nuevo papel, el de Alicia en
Un sueño de Alicia
, inspirado remotamente en Lewis Carroll y escrito especialmente para ella por un conocido dramaturgo venido expresamente de Melbourne, todas las localidades de las doscientas representaciones previstas inicialmente quedaron vendidas seis meses antes del estreno y la dirección del teatro se vio obligada a organizar listas de espera para las eventuales funciones ulteriores.

Mientras dejaba que su hija prosiguiera así su fabulosa carrera, Eleanor Norvell, la madre, sagaz mujer de negocios, aconsejada con inteligencia por un asesor eficiente, explotaba a fondo la inmensa popularidad de la niña, que llegó a ser muy pronto la maniquí más celebrada del país. Y Australia entera no tardó en verse inundada de folletos y propagandas embaucadoras que exhibían a Olivia acariciando un oso de peluche o consultando, bajo la mirada de unos padres enternecidos, una enciclopedia más voluminosa que ella (
Let your Child enter the Realm of Knowledge
!) o vestidita de
pillete
con gorro de visera y pantalón de tirantes, sentada en el bordillo de una acera y jugando a la taba con tres sosias de Pim, Pam, Pum, para una especie de antepasado australiano de la Prevención por carretera.

Aunque su madre y su asesor estaban constantemente preocupados por las desastrosas consecuencias que la adolescencia y más la pubertad no dejarían de tener para la carrera de aquella muñequita viviente, llegó a la edad de dieciséis años sin haber dejado de ser un solo instante objeto de una adoración tal que en algunas poblaciones de la costa occidental estallaban verdaderos motines cuando el semanario criptopublicitario que detentaba la exclusiva de sus fotos no llegaba con el correo previsto. Y fue entonces, triunfo supremo, cuando se casó con Jeremy Bishop.

Olivia, como todas las niñas y chicas australianas, había sido naturalmente, entre 1940 y 1945, madrina de guerra de varios soldados. En realidad, para ella se había tratado de regimientos enteros a los que enviaba su retrato dedicado; además, una vez al mes, escribía una breve cartita a un soldado raso o a un suboficial que se hubiera distinguido en alguna acción bélica más o menos heroica.

Alistado voluntario en el regimiento número 28 de infantería de marina (mandado por el famoso coronel Arnhem Palmerston, apodado
Viejo Trueno
porque una estrecha cicatriz blanca le surcaba la cara como si lo hubiera herido un rayo), el soldado raso Jeremy Bishop fue uno de aquellos afortunados: por haber sacado del agua, en 1942, en la sangrienta batalla del mar del Coral, a su teniente, que se había caído al mar, recibió, al mismo tiempo que la Victoria Cross, una carta manuscrita de Olivia Norvell que terminaba con la frase: «te besa de todo corazoncito» seguida de diez cruces que equivalían a un beso cada una.

Llevando encima esta carta como un talismán, juró Bishop que recibiría otra igual y, para lograrlo, multiplicó sus hazañas: de Guadalcanal a Okinawa, pasando por Tarawa, las Gilbert, las Marshall. Guam, Baatan, las Marianas y Iwo Jima, hizo tantas proezas que acabó siendo, al final de la guerra, el soldado de primera clase más condecorado de toda Oceanía.

Entre aquellos dos ídolos de la juventud se imponía la boda y se celebró con toda la pompa adecuada el veintiséis de enero de 1946, día de la fiesta nacional australiana. Más de cuarenta y cinco mil personas asistieron a la bendición nupcial que fue dada, en el gran estadio de Melbourne, por el cardenal Fringilli, a la sazón vicario ecuménico apostólico de Australasia y Tierras antárticas. Después, previo el pago de diez dólares australianos —cerca de setenta francos—, pudo la muchedumbre entrar en la nueva propiedad de los recién casados y desfilar por delante de los regalos llegados de las cinco partes del mundo: el presidente de Estados Unidos había regalado las obras completas de Nathaniel Hawthorne encuadernadas en piel de búfalo; la señora Plattner, de Brisbane, mecanógrafa, un dibujo que representaba a los novios, ejecutado únicamente con tipos de máquina de escribir:
The Olivia Fan Club of Tasmania
, setenta y una ratitas blancas amaestradas que sabían juntarse formando el nombre de Olivia; y el ministro de Defensa, un cuerno de narval más largo que el que sir Martin Frobisher le regaló a la reina Elizabeth a su regreso del Labrador. Pagando diez dólares más se podía hasta entrar en la alcoba nupcial para admirar la cama de matrimonio esculpida en un tronco de sequoia, ofrenda conjunta de la
Asociación Interprofesional de las Industrias de la Madera y Asimiladas
y el
Sindicato Nacional de Leñadores Forestales
. Aquella noche, por último, en el transcurso de una gigantesca recepción, Bing Crosby, a quien un avión especial había ido a buscar a Hollywood, cantó una adaptación de la Marcha Nupcial compuesta en honor de la joven pareja por uno de los mejores discípulos de Ernst Krenek.

Fue su primer matrimonio. Duró doce días. Rorschash fue su quinto marido. Entre tanto, se casó sucesivamente con un galán joven al que había visto en un papel de oficial austriaco bigotudo con dormán lleno de alamares, que la abandonó a los cuatro meses por un joven italiano que les había vendido una rosa en un restaurante de Brujas; un lord inglés que no se separaba nunca de su perro, una especie de chucho de lanas rizadas llamado Scrambled Eggs; y un industrial paralítico de Racine (Wisconsin, entre Chicago y Milwaukee) que dirigía su fundición desde la terraza de su villa, sentado en una silla de ruedas, con las piernas cubiertas por un montón de periódicos de todo el mundo llegados con el correo de la mañana.

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