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Authors: Georges Perec

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La vida instrucciones de uso (56 page)

Se instaló en México, en una antigua librería, en la esquina de las calles Corrientes y Talcahuano. Oficialmente era prestamista, pero, convencido de la eficacia de la doble cobertura tal como la había practicado Ferri el Rital, no puso demasiado empeño en disimular que era encubridor. De hecho era raro que los gángsters, cada vez más importantes, que acudían a verlo de todas las Américas, lo hicieran con intención de confiarle mercancías de valor: conocido ahora con el sobrenombre respetuoso de
el Fichero
, Lino Margay se había convertido en el who’s who de los bandidos del nuevo mundo: lo sabía todo sobre todos, sabía qué hacía cada cual, cuándo, dónde y para quién, sabía que este contrabandista cubano buscaba un guardaespaldas, que aquella banda de Lima necesitaba un buen «soplón», que Barrett había contratado a un asesino llamado Razza para cargarse a su contrincante Ramón, o que la caja fuerte del Hotel Sierra Bella de Port-aux-Princes encerraba un collar de brillantes valorado en quinientos mil dólares por el que cierto tejano estaba dispuesto a pagar trescientos mil contantes y sonantes.

Tenía una discreción ejemplar, una eficiencia segura y cobraba una comisión razonable: entre el dos y el cinco por ciento del producto final de la operación.

Lino Margay hizo fortuna rápidamente. Al final de 1944 había reunido bastante dinero para intentar operarse en Estados Unidos: sabía que un cirujano de Pasadena, California, acababa de poner a punto una técnica de injerto proteolítico que permitía que los tejidos cicatrizados se regeneraran sin dejar señal. Lo malo era que el procedimiento sólo se había probado en animales diminutos o, tratándose del hombre, en fragmentos de piel desprovistos de inervación. Nunca se había aplicado a una superficie tan destruida —y desde hacía ya tanto tiempo— como la cara de Margay, y parecía tan vano esperar un resultado positivo que el cirujano se negó a intentar la operación. Pero Margay no tenía nada que perder; el cirujano tuvo que intervenir al ex campeón bajo la amenaza de cuatro gorilas armados con metralletas.

La operación salió de maravilla. Lino Margay pudo regresar por fin a Francia y encontrar a la mujer que no había dejado de amar. A los pocos días, se la llevó a la finca suntuosa que se había hecho construir a orillas del lago de Ginebra, cerca de Coppet, donde todo hace pensar que prosiguió y sin duda en mayor escala sus lucrativas actividades.

Massy se quedó unas semanas más en París, luego vendió la talabartería y volvió a San Quintín a terminar pacíficamente sus días.

Capítulo LXXIV
Maquinaria del ascensor, 2

A veces imaginaba la casa como un iceberg cuya parte visible estuviera constituida por los pisos y los desvanes. Por debajo del primer nivel de sótanos empezarían las masas sumergidas: escaleras de peldaños sonoros que bajarían girando sobre sí mismos, largos pasillos embaldosados con globos luminosos protegidos por rejillas metálicas y puertas de hierro con calaveras e inscripciones estarcidas, montacargas de paredes roblonadas, bocas de ventilación equipadas con enormes hélices inmóviles, mangas de incendio de tela metalizada, gruesas como troncos de árboles, conectadas con válvulas amarillas de un metro de diámetro, pozos cilíndricos excavados en la roca misma, galerías alquitranadas abiertas de trecho en trecho por tragaluces de vidrio esmerilado, pequeñas cámaras, bodegas, casamatas, salas de cajas fuertes equipadas con puertas blindadas.

Más abajo habría como resuellos de máquinas y fondos instantáneamente iluminados por resplandores rojizos. Pasadizos estrechos desembocarían en salas inmensas, naves subterráneas, altas como catedrales, de bóvedas atestadas de cadenas, poleas, cables, tubos, cañerías, viguetas, con plataformas móviles fijadas a elevadores de acero relucientes de grasa y armazones de tubo y de perfiles que dibujarían andamios gigantescos sobre los que unos hombres con traje de amianto y la cara cubierta por grandes máscaras trapezoidales harían saltar intensos chispazos de arcos eléctricos.

Más abajo aún habría silos y almacenes, cámaras frigoríficas, cámaras de maduración, centros postales de clasificación, con casetas de guardagujas y locomotoras de vapor arrastrando bateas y plataformas, vagones precintados, contenedores, vagones cisterna, y andenes cubiertos de mercancías amontonadas, pilas de maderas tropicales, fardos de té, sacos de arroz, pirámides de ladrillos y perpiaños, rollos de alambradas, trefilados, codos metálicos, lingotes, sacos de cemento, barriles y barricas, jarcias, bidones, bombonas de butano.

Y más abajo aún montañas de arena, de gravilla, de carbón de coque, de escorias, de balasto, hormigoneras, escoriales, y pozos de mina alumbrados con proyectores de luz anaranjada, depósitos, fábricas de gas, centrales térmicas, derricks, bombas, torres de alta tensión, transformadores, cubas, calderas erizadas de tuberías, de manecillas y de contadores;

y tinglados repletos de pasarelas, puentes, grúas, tornos de cable tenso como nervio transportando maderas de chapeado, motores de avión, pianos de concierto, sacos de abono, pacas de forraje, billares, cosechadoras, cojinetes de bolas, cajas de jabón, toneles de asfalto, muebles de oficina, máquinas de escribir, bicicletas;

y más abajo aún sistemas de esclusas y compuertas, canales recorridos por trenes de gabarras cargadas de trigo y algodón y estaciones de autocares surcadas por camiones de mercancías, corrales llenos de caballos negros piafantes, rediles de ovejas baladoras y vacas gordas, montañas de cajas hinchadas de frutas y hortalizas, columnas de ruedas de gruyère y de port-salut, sucesiones de reses partidas en canal de ojos vidriosos colgadas de ganchos, amontonamientos de floreros, vasijas y garrafas estriadas, cargamentos de sandías, latas de aceite de oliva, toneles de salmuera, y panaderías gigantescas con mozos, desnudos de cintura para arriba, con pantalón blanco, sacando de los hornos bandejas ardientes llenas de miles de pastelillos de pasas, y cocinas descomunales con perolas del tamaño de máquinas de vapor que vomitarían centenares de grasientas porciones de estofado en grandes fuentes rectangulares;

y más abajo aún galerías de mina con viejos caballos ciegos tirando de vagonetas cargadas de mineral y las lentas procesiones de mineros con cascos; y pasadizos rezumantes apuntalados con maderos hinchados de agua que llevarían hacia peldaños relucientes al pie de los cuales chapotearía un agua negruzca; barcas de fondo plano, barquichuelas lastradas con toneles vacíos, navegarían por aquel lago sin luz abarrotadas de criaturas fosforescentes que trasladarían incansablemente de una orilla a otra canastas de ropa sucia, lotes de vajilla, mochilas, paquetes de cartón cerrados con trozos de cuerda; tiestos llenos de plantas de interior canijas, bajorrelieves de alabastro, vaciados de Beethoven, sillones Luis XIII, jarrones chinos, cartones de tapices representando a Enrique III y sus validos jugando al bilboquet, lámparas de comedor llevando aún sus tiras matamoscas, muebles de jardín, canastas de naranjas, jaulas de pájaros vacías, alfombras de dormitorio, termos;

más abajo volverían las marañas de tuberías y mangas, los dédalos de las alcantarillas, colectores, callejones, los angostos canales bordeados de parapetos de piedras negras, las escaleras sin baranda dominando el vacío, toda una geografía laberíntica de tenduchos y traspatios, de soportales y aceras, de callejones sin salida y pasajes, toda una organización urbana vertical y subterránea con sus barrios, sus distritos y sus suburbios: la ciudad de las tenerías con sus talleres de olores infectos, sus máquinas asmáticas de correas cansadas, sus amontonamientos de suelas y pieles, sus cubas llenas de substancias parduscas; las empresas de derribos con sus chimeneas de mármol y estuco, sus bidets, sus bañeras, sus radiadores oxidados, sus estatuas de ninfas asustadas, sus farolas, sus bancos públicos; la ciudad de los chatarreros, los traperos y los piltras con sus montones de harapos, sus esqueletos de cochecitos de niño, sus fardos de battle-dresses, de camisas chafadas, de cintos y de rangers, sus sillones de dentista, sus colecciones de diarios viejos, de monturas de gafas, de llaveros, de tirantes, de salvamanteles con música, de bombillas eléctricas, de laringoscopios, de retortas, de frascos con tubo lateral y de objetos de vidrio variados; el mercado central del vino con sus montañas de bombonas y botellas rotas, sus fudres desfondados, sus cisternas, sus cubas, sus botelleros; la ciudad de los basureros con sus cubos volcados dejando escapar cortezas de queso, papeles grasientos, raspas de pescado, agua de fregar, restos de spaghetti, vendas viejas, con sus montones de inmundicias acarreadas sin fin por los bulldozers pegajosos, sus esqueletos de lavadoras, sus bombas hidráulicas, sus tubos catódicos, sus viejos aparatos de T.S.F., sus sofás despanzurrados, y la ciudad administrativa, con sus cuarteles generales por donde pulularían militares de camisas impecablemente planchadas desplazando banderitas sobre mapamundis; con sus morgues de cerámica pobladas de gángsters nostálgicos y ahogadas blancas de grandes ojos abiertos; con sus salas de archivos llenas de funcionarios de bata gris compulsando a lo largo del día fichas y más fichas de estado civil; con sus centrales telefónicas en las que se alinearían kilómetros de telefonistas políglotas, con sus salas de máquinas de crepitantes teleimpresoras, de ordenadores que lanzarían fajos de estadísticas por segundo, fichas de sueldo, hojas de existencias, balances, lecturas de contadores, resguardos, estados cero; con sus tragapapeles y sus incineradores que engullirían sin fin montones de formularios caducados, de recortes de prensa apilados en carpetas pardas, de registros encuadernados en tela negra cubiertos de una diminuta letra violeta;

y, abajo de todo, un mundo de cavernas con paredes cubiertas de hollín, un mundo de cloacas y ciénagas, un mundo de larvas y bichos, con seres sin ojos que arrastrarían caparazones de animales, y monstruos demoníacos con cuerpos de ave, cerdo o pez, y cadáveres secos, esqueletos revestidos de una piel amarillenta, petrificados en una pose de vivientes, y fraguas pobladas de Cíclopes alelados, vestidos con delantales de cuero negro, protegido su ojo único con un cristal azul engastado en metal, golpeando con sus mazos de bronce escudos deslumbrantes.

Capítulo LXXV
Marcia, 6

David Marcia está en su habitación. Es un hombre de unos treinta años, de cara algo gruesa. Está echado, vestido, en su cama, se ha quitado sólo los zapatos. Lleva un jersey de cachemira con dibujos escoceses, calcetines negros y un pantalón de gabardina azul petróleo. En la muñeca derecha lleva una cadena de plata. Está hojeando un número de
Pariscop
que, con motivo de la nueva proyección en el Ambassadeurs de la película
The Birds
, presenta una fotografía de Alfred Hitchcock mirando con un ojo apenas abierto un cuervo encaramado en su hombro que parece reír a carcajadas.

La habitación es pequeña y está amueblada de modo muy simple: la cama, una mesilla de noche, un sillón club. En la mesilla de noche hay una edición de bolsillo de
The Daring Young Man on the Flying Trapeze
, de William Saroyan, una botella de zumo de fruta y una lámpara cuyo zócalo es un cilindro de vidrio grueso lleno hasta la mitad de piedrecitas multicolores de las que emergen algunas pitas. En la pared del fondo, sobre una chimenea de cerámica rematada por un gran espejo negro se halla una estatuita de bronce que representa una niña segando hierba. La pared de la derecha está cubierta de placas de corcho destinadas a aislar la habitación de la estancia contigua, ocupada por Léon Marcia, a quien sus constantes insomnios obligan a interminables paseos nocturnos. La pared de la izquierda está empapelada con papel de encuadernación y decorada con dos grabados enmarcados: uno es un mapa grande de la ciudad y la ciudadela de Namur y alrededores con indicación de las obras de fortificación llevadas a cabo durante el sitio de 1746; el otro es una ilustración de
Veinte años después
, que representa la evasión del duque de Beaufort: el duque acaba de salir del falso pastel de carne con dos puñales, una escalera de cuerda y una pera de tortura que Grimaud hunde en la boca de La Ramée.

Hace poco tiempo que David Marcia ha vuelto a vivir con sus padres. Los había dejado al hacerse motociclista profesional y mudarse a Vincennes a una villa alquilada, provista de un gran garaje, donde se pasaba los días preparando sus máquinas. Era entonces un chico serio, concienzudo, absolutamente entregado a sus competiciones motociclistas. Pero su accidente lo convirtió en un ser veleidoso, un chiflado que vivía de proyectos quiméricos en los que enterraba todo el dinero que le habían pagado las compañías de seguros, o sea cerca de cien millones.

Primero intentó reconvertirse a las competiciones automovilísticas y participó en varios rallyes; pero un día, cerca de Saint-Cyr, atropelló a dos niños que salían corriendo de una caseta de guardabarreras y le retiraron definitivamente el carnet de conducir.

A continuación se hizo productor de discos: durante su estancia en el hospital había conocido a un músico autodidacta, Marcel Gougenheim, alias Gougou, que ambicionaba formar una gran orquesta de jazz como las había habido en Francia en tiempos de Ray Ventura, Alix Combelle y Jacques Hélian. David Marcia se daba perfecta cuenta de que era ilusorio querer ganarse la vida con una gran orquesta: ni las formaciones más pequeñas llegaban a sobrevivir, y cada vez era más frecuente que, en el Casino de París igual que en el Folies-Bergère, sólo contrataran a los cantantes y los acompañaran con cintas grabadas; pero Marcia estaba persuadido de que un disco tendría éxito y decidió financiar la operación. Gougou contrató a unos cuarenta jazzmen y empezaron los ensayos en un teatro de los suburbios. La orquesta tenía una sonoridad excelente, que los arreglos muy woody-hermanianos de Gougou hacían sonar fantásticamente. Pero Gougou tenía un defecto terrible: era un perfeccionista crónico y después de la ejecución de un fragmento siempre encontraba un detalle que no pitaba, un pequeño retraso por aquí, un fallo minúsculo por allá. Los ensayos, previstos para tres semanas, duraron nueve, antes de que David Marcia se decidiera por fin a parar los gastos.

Se interesó entonces por un poblado de vacaciones instalado en Tunicia en las islas Kerkenna. De todas aquellas empresas fue la única que podía haber triunfado: las islas Kerkenna, menos concurridas que Djerba, ofrecían a los turistas el mismo tipo de ventajas, y el poblado estaba bien equipado: se podía practicar tanto la equitación como la navegación, el esquí náutico, la caza submarina, la pesca de grandes piezas, los paseos en camello, los cursillos de alfarería, tejidos o espartería, la expresión corporal y el training autógeno. Se asoció con una agencia de viajes que le proporcionaba clientes cerca de ocho meses al año y tomó la dirección del poblado; durante los primeros meses las cosas marcharon bastante bien, hasta el día en que, para animar un cursillo de teatro, reclutó a un artista llamado Boris Kosciuszko.

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